“Vengan a
compartir mi comida y a beber el vino que he mezclado”
(Proverbios 9: 5)
Lecturas:
1.
Proverbios 9: 1-6
2.
Salmo 33
3.
Efesios 5: 15-20
4.
Juan 6: 51-58
“Discutían entre sí los judíos: Cómo puede éste darnos
a comer su carne?” (Juan 6: 52). Para la visión judía contemporánea de
Jesús el ser humano era una realidad integral, no con la separación habitual de
cuerpo y alma; cuando ellos hablaban de “carne” se referían a la persona
entera, a la realidad humana completa, no al aspecto físico disociado de esa
totalidad. Por eso, para ellos era de extrema repugnancia la idea de comer la
carne de otro, porque significaba que tenía que destruír al otro para hacer suya
la sustancia vital de ese otro. Seguimos en este domingo con el capítulo 6 de
Juan, el escándalo que se causa en los judíos ante las palabras de Jesús: “Yo
soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre;
y el pan que yo le voy a dar es mi carne para vida del mundo” (Juan 6:
51).
Jesús, en vez de suavizar su propuesta, la hace aún
más dura, porque si ya era inaceptable el comer la carne, ahora el asunto se
hace más radical: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”
(Juan 6: 56). Les aterra esta expresión y su contenido, beber la sangre, que
para ellos era la vida, es desafiar a Dios, porque esta solamente es de El.
Jesús les pone como condición indispensable para seguirle que coman su carne y
beban su sangre.
Carne – ya lo dijimos la semana anterior – es el
aspecto más bajo del ser humano, su fragilidad extrema, la causa de todos sus
límites y precariedades, mientras que el cuerpo es el aspecto humano que le
permite establecer vínculos, es la persona, el yo con su posibilidad de
enriquecerse o empobrecerse en sus vínculos con los demás seres humanos. En
este relato-testimonio de fe lo que se quiere afirmar es que esto es mi
persona, esto soy yo, puesto en boca de Jesús, El está ofreciendo todo lo que
es, su cuerpo en este sentido integral, también su carne frágil y su sangre que
en la cruz se harán ofrenda total salvadora y liberadora, para darse como alimento y como bebida. “Porque
mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Juan 6: 55).
No es cualquier pan, es un pan tomado, eucaristizado,
partido, repartido y compartido. Es Jesús dándose todo y marcando una pauta
fundamental para el comportamiento de quienes desean seguirlo. Pero también
conviene advertir que Juan cuando habla de carne, de la carne de Jesús, alude a
la realidad más humilde y débil de su ser, esta es la que se da como alimento,
la que se comparte en plenitud. Está en pleno juego el significado de la
encarnación, Dios que se involucra ciento por ciento en la condición humana
frágil y dolorosa.
Cuando Jesús nos dice que tenemos que comer su cuerpo
y beber su sangre está afirmando que tenemos que apropiarnos de su persona y de
su vida. Este comer y beber son símbolos de extraordinaria hondura para saber
qué es lo que tenemos que hacer con El: hacer nuestra su vida, apropiarnos de
su sustancia, asimilarlo, Su vida tiene que pasar a ser nuestra vida. Esto
hiere la sensibilidad de los judíos, porque no lo entienden. Les está hablando
de la vitalidad de Dios que se inserta en el ser humano a través de El: “El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el
último día” (Juan 6: 54).
Consecuencia clara de este alimento y de esta bebida
es que nosotros, como El, nos hagamos
pan partido y sangre derramada, para que nos coman y nos beban, es el ejercicio radical del cristianismo,
dejarnos configurar por la carne y por la sangre de Jesús para insertarnos
vitalmente en el prójimo, alimentándolo con lo más íntimo de nuestro ser.
“Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo
vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí”
(Juan 6: 57), el designio de Dios es comunicar la Vida a Jesús y a nosotros; la
actitud del que se adhiere a Jesús debe ser la misma que El tiene hacia el
Padre: recibir vida y comunicarla a los demás. Al hacer nuestra su Vida,
hacemos nuestra la misma Vida de Dios. La meta de todo ser humano es insertarse
en el misterio de Dios, identificarse con Dios, hacer plena su humanidad en esa
configuración con la divinidad.
Cuántos esfuerzos hacemos los humanos para alcanzar
plenitud, muchos atinados, satisfactorios, plenificantes, y otros fuente de
fracasos y desencantos. Es el viejo tema de las absolutizaciones de tal o cual
personaje, ideologías, modos de vida, realidades que convertimos en fines
cuando no son más que medios referidos a un propósito. El ser humano en su
historia es un aventurero de la felicidad,
testigo de apasionantes logros que se perpetúan en el constante trabajo
de experimentar con creces el sentido de la vida, y también testigo de grandes
frustraciones que resultan de no tener conciencia de los límites ni sabiduría
para asumir la saludable relatividad de estas faenas. Dónde queda en esto el
carácter definitivo de Dios, del Dios de la Vida, del que hace que el ser
humano permanezca en el ser hasta desbordar con extrema generosidad la
respuesta a estos deseos infatigables de plenitud?
Cabe llamar la atención sobre los refugios religiosos,
sobre el reducir la experiencia de Dios a un intimismo que no compromete con la
realidad, con la historia, que genera unos seres humanos llenos de piedades
individuales, a menudo humanamente apocados, con prácticas rituales y
devocionales que fomentan la ingenuidad y que son incapaces de conciliar lo
trascendente, lo espiritual, con lo real, con lo existencial, con el aspecto
dramático de la existencia, siempre necesitado de salvación y de liberación.
Tales son las manifestaciones religiosas que han
merecido la confrontación rigurosa de los ateos pensantes y críticos, como un
Marx, un Nietzsche, un Freud, estos no llegaron a su formulación por maldad
moral sino por su desacuerdo con unas religiones que no fomentan a seres
humanos emancipados de tutelas y esclavitudes. Su voz, su pensamiento,
permanecen vigentes para alertar a los creyentes acerca de las formas
alienantes de la religión. Parte esencial de la condición creyente es la
inteligencia crítica para discernir los signos de los tiempos y para captar con sensatez la presencia de Dios en
la vida, en la historia, esto hace parte de la tradición sapiencial de Israel.
En la primera lectura – del libro de los Proverbios,
que es un libro sapiencial – hay una
invitación a la sensatez y a la inteligencia, que el texto vislumbra en el
compartir los alimentos de Dios, en aceptar su invitación a dejarse tomar por
El: “Quien
sea inexperto, que venga aquí. Y a los insensatos les dice: vengan a compartir
mi comida y a beber el vino que he mezclado. Déjense de simplezas y vivirán, y
sigan el camino de la inteligencia” (Proverbios 9: 4-6). Recordamos que
el banquete es una figura muy utilizada en el mundo antiguo, los textos
bíblicos echan mano de ella con bastante frecuencia, representa los bienes
comunicados por la Sabiduría, que es el don de Dios por excelencia para hacer
del ser humano alguien abierto a lo definitivo, libre y teologalmente
inteligente, alimentado por El mismo. En los evangelios, el banquete es uno de
los grandes simbolismos del Reino de Dios.
Volviendo a Juan, al evangelista le interesa dejar
claro el sentido de la adhesión a Jesús, esta es la sabiduría, la lógica
contenida en dejarse alimentar por su carne y por su sangre. Este discurso del
capítulo 6 está conectado con la eucaristía y con el lavatorio de los pies, tal
como se ve en Juan 13: 1-20, en el contexto de la última cena: “En
verdad, en verdad les digo que quien reciba al que yo envíe me recibe a mí, y
quien me recibe a mí recibe al que me ha enviado” (Juan 13: 20) dice
Jesús a los discípulos después de lavarles los pies. La eucaristía resalta el
aspecto de entregarse a los demás, no puede ser una devoción individual
desvinculada de la comunidad; el discurso del pan de vida acentúa el aspecto de
alimento de la verdadera Vida y la necesidad de descubrirlo en la carne, en lo
perceptible de Jesús; lavar los pies era una tarea que sólo se pedía a los
esclavos, era un servicio de máxima humildad, es la diaconía, el servicio como
gran consecuencia del ser alimentado por El, es clave para entender la nueva
comunidad del Reino.
Vivimos esto plenamente en la Iglesia de hoy? Hacemos
caso a Jesús y a los evangelios
atendiendo este requerimiento fundamental? En la Iglesia la comunión
(koinonía) de los hermanos resulta del servicio (diakonía) de unos hacia otros,
con la vitalidad propia de quienes participamos de su cuerpo y de su sangre?
Somos capaces de dar el salto cualitativo de la religiosidad individual a la
comunidad del banquete?
Se trata de la totalidad de la existencia vivida desde
el significado de este pan-carne y de este vino-sangre, porque lo comemos y lo
bebemos a El para que se haga vida en nosotros y para que nosotros nos hagamos
vida en todos los prójimos a quienes somos enviados, instrumentos de ese Dios
que en Jesús se revela como saciedad del hambre y de la sed de vivir. La vida
de Jesús tiene que pasar a ser nuestra vida.
Pablo invita a los Efesios a esta novedad : “Por
tanto, no sean insensatos, traten de comprender cuál es la voluntad del Señor.
No se embriaguen con vino, que es causa de libertinaje; llénense más bien del
Espíritu” (Efesios 5: 18), como muchas alusiones paulinas esta es
propuesta para asumir la nueva humanidad que se realiza en Jesucristo,
alimentados por El para revestirnos de la condición que nos hace libres en el
amor.
Dar la propia vida, constituirnos en alimento y bebida
para otros, debe ser común denominador de todos los que seguimos a Jesús, vivir
así rompe los esquemas habituales de la sociedad, en la que la jugada es subir,
dominar, poner a los demás de trampolín para el poder. La actitud de Jesús, de
darse en carne y en sangre, escandaliza porque desarma esta mentalidad, y es la
que verdaderamente libera de ataduras. Esta se logra si su vitalidad, su
carnalidad y su sanguinidad, entran en nosotros y nos hacen nuevos para el
reino de Dios y su justicia.
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