“Está escrito que el hombre no
vive de sólo pan....Está escrito : Al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás
culto...Está dicho que no pondrás a
prueba al Señor tu Dios”
(Lucas 4: 4.8.12)
Lecturas:
1. Deuteronomio 26: 1-11
2. Salmo 90
3. Romanos 10: 8-13
4. Lucas 4: 1-13
El relato de las tentaciones de
Jesús en el desierto, que se nos propone este domingo en la versión de Lucas,
no es una anécdota individualista de tipo moralizante. Hay que leerlo y
asumirlo desde la óptica de su misión y de sus opciones fundamentales, que
tienen su arraigo determinante en la voluntad del Padre y en la negativa a todo
poder que distraiga de lo esencial de su proyecto, que es el ser Hijo de Dios y
prototipo del nuevo ser humano que encuentra su plenitud en la referencia
fundante al Padre y al hermano, siguiendo nuestras conocidas categorías de
filiación y de fraternidad, en las que reside la salvación del absurdo de la
muerte y del pecado.
Igualmente, es preciso advertir que esta
narración no es la referencia de algo sucedido históricamente, se trata de una formulación teológica que pretende
afirmar el absoluto liberador de Dios Padre-Madre significado con eficacia en
la humanidad y en la divinidad de Jesús. Decir que no es un hecho puntual
sucedido en algún momento de la historia no equivale a desconocer su realidad,
justamente es una ratificación contundente, plena de objetividad teológica, del
carácter histórico de Jesús, de su misión salvadora y liberadora, y de su vinculación existencial y trascendente a cada
uno de los seres humanos que, en libertad, quiera acoger esta oferta como la
alternativa de salvación y de realización completa de sus ideales.
Dios es absoluto para que seamos
libres de todos los absolutos: esto lo encarna plenamente el Señor
Jesús. Los humanos somos asediados constantemente por realidades que se nos
presentan como seductoras y portadoras de felicidad: el dinero, la comodidad
material, la capacidad adquisitiva, el poder, el dominio tiránico sobre los
demás, el consumismo, el ego exaltado desconociendo la comunión con el prójimo
y con la naturaleza, las estratagemas maquiavélicas para lograr los propios
intereses, el sexo desvinculado del amor, la espectacularidad, la fama, el
éxito, la fascinación solipsista ante nuestros logros, la exhibición de títulos
y de indicadores de reconocimiento, la alusión excluyente a la categoría
social, el desprecio por lo débil, la incapacidad para el servicio y la
abnegación, la sociedad del espectáculo hipnotizada por los ricos, los bellos y
los poderosos, el hedonismo desenfrenado, y tantas otras evidencias en las que,
pretendiendo encontrar sentido y felicidad, nos hacemos menos humanos e
hipotecamos nuestra libertad y nuestra dignidad.
Tal es la clave para “leer” y
apropiar la experiencia de Jesús en el desierto. Tiene todo el sentido que se
proclame como texto programático del tiempo de cuaresma, en el que se nos
invita a un giro radical de la vida, que en buen lenguaje cristiano llamamos
conversión. Esta no puede quedar reducida a las clásicas prácticas propias de
este tiempo , y a menudo muy
empobrecidas por carencia de contenido: la gran cruz de ceniza marcada en la
frente, el cambio de la carne de res por pescado en los días viernes, las
limosnas ocasionales, y algunos rezos como el via crucis o similares. No
condenamos estas prácticas religiosas, recordamos que ellas se cargan de
significado si están respaldadas por la resuelta intención de dejarnos tomar
por Dios , replanteando de raíz nuestras motivaciones, intenciones, actitudes y
conductas, en clave teologal y en clave fraternal y solidaria.
La vida humana se presenta
siempre como un combate entre dos
tendencias de nuestro ser: lo instintivo-biológico y lo
espiritual-trascendente. Esto lo vive Jesús en el relato que nos ocupa este
domingo. El mito del mal se personifica
en el diablo, con este lenguaje no se alude a una entidad personal sino al
“misterio de iniquidad”, el mal que fractura la armonía original de la
humanidad y de toda la realidad. Es la arrogancia nuestra que, llevada a
extremos, deriva en hechos como los totalitarismos políticos e ideológicos, la
segregación racial, los modelos económicos carentes de humanismo, los fundamentalismos
religiosos, la destrucción de la casa común, la falacia que se contiene en la
pretendida superioridad de unas sociedades y razas sobre otras. Dios es
vinculante, el diablo es lo des-vinculante.
Por todo esto, la cuaresma con su
relato inaugural de las tentaciones de Jesús en el desierto, es un
desvelamiento crítico de estos ídolos y una rebeldía contra el desorden
establecido.
Miremos el relato y detectemos sus significados:
–
“Jesús,
lleno del Espíritu Santo, se alejó del Jordán y se dejó llevar por el Espíritu
en el desierto, durante cuarenta días, mientras el diablo lo ponía a prueba. En
ese tiempo no comió nada, y al final sintió hambre. El diablo le dijo: si eres
Hijo de Dios dí a esa piedra que se convierta en pan. Le replicó Jesús: está escrito
que el hombre no vive de sólo pan”[1].
Lo que insinúa el diablo es que se valga de su divinidad en provecho propio,
siguiendo esa mentalidad de poder tan común en el mundo en todos los tiempos de
la historia; aproveche su poder para satisfacer el ego, los instintos, la
materialidad, el deseo de privilegios, niegue la filiación y la fraternidad
contenidas en su ser. Con su escueta respuesta, Jesús afirma que la prioridad
del ser humano, la suya propia, no está en la absolutización y en la satisfacción
de esa materialidad. Su condición de Hijo de Dios lo remite a una permanente y
creciente trascendencia hacia el Padre, hacia el prójimo, sacrificando su
bienestar, su comodidad, su ego confortable.
–
“Después
lo llevó a una cima y le mostró en un instante todos los reinos del mundo. El
diablo le dijo: te daré todo ese poder y su gloria, porque a mí me lo han dado
y lo doy a quien quiera. Por tanto, si te postras ante mí, todo será tuyo. Le
replicó Jesús: Está escrito, al Señor tu Dios adorarás, a él solo darás culto”[2].
El poder es la idolatría suprema y tiene como correlato la opresión y la
deshumanización de muchos, la historia humana abunda en evidencias de esta
naturaleza. Adorar al único Dios no significa dar incienso a un dios exterior,
es “adorar al Padre en espíritu y en verdad”[3].
El culto auténtico a El es la vida de cada uno, en coherencia, rectitud y amor
, la que nos hace más y más humanos y nos lleva a que esto sea posible para
todos. Para no caer en la tentación de aprovecharnos de los demás debemos hacer
ejercicios de donación voluntaria de lo que somos y tenemos, no de modo
ocasional sino como prácticas permanentes, tales como participar en proyectos
de servicio social, emprendimientos comunitarios, apoyo a colectivos de
migrantes, de madres cabeza de familia, y así por el estilo.
–
“Entonces
lo condujo a Jerusalén, lo colocó en el alero del templo y le dijo: si eres
Hijo de Dios , tírate abajo desde aquí , pues está escrito que ha dado órdenes
a sus ángeles para que te guarden, y te llevarán en sus palmas, para que tu pie
no tropiece en la piedra. Le replicó Jesús: está dicho que no pondrás a prueba
al Señor tu Dios”[4].
Realiza un acto espectacular, que todo el mundo vea y alabe tu grandeza. Todos
te ensalzarán y tu vanagloria será desbordante. Jesús responde: deja a Dios ser
Dios, esta condición – así lo revela el mismo Señor – es la del abajamiento, la
de la ofrenda de la vida, la de la cruz, la de caminar solidariamente con los
desheredados, la de negarse a todo lo que signifique honor y fama, no por
simple ascética sino por coherencia encarnatoria y por llamarnos la atención
para que descubramos que la plena realización de nuestra humanidad está en el
servicio, en el ser portadores de sentido
y de dignidad para muchos, en la
donación de la vida para causas donde el ser humano sea configurado en su
dignidad.
El tradicional trinomio
cuaresmal: ayuno, limosna, oración, encuentra aquí su soporte y
fundamento, insistiendo en que no se
pueden quedar como prácticas puntuales
sino como inspiradoras de nuestros proyectos de vida, tal como Jesús lo
propone en las bienaventuranzas. Estar siempre en plan de mesa compartida, en condiciones de equidad para todos, de
modos de vida austeros y cuidadosos con la naturaleza, de reconocimiento
efectivo y afectivo del valor de cada persona y de todas las formas de vida, de
disposición para escrutar la voluntad del Padre en una experiencia densa de
oración y discernimiento, siempre conectados a la realidad social e histórica
con su correspondiente valoración de los signos de los tiempos.
El relato de las tentaciones
también marca una relación de diferencia y superación de Jesús con respecto a
Israel. El evangelio de Lucas expresa en tres tentaciones, inspiradas en las
que tuvo el pueblo en el desierto, las
mismas que habría experimentado Jesús en su ministerio público. Allí donde
Israel no supo y no quiso hacer la voluntad de Dios, Jesús – en contraste –
surge fiel, verdadero Hijo como ya el relato del bautismo lo había mostrado.
Esto confirma la intención cristológica del texto.
También es digno de mención,
porque es un aspecto esencial del asunto, que la negativa de Jesús a las
propuestas diabólicas es una afirmación de su ser para los otros. El ser Hijo
de Dios tiene sentido en la medida en que todo él es para los seres humanos, su
condición de tal está sustancialmente vinculada con su misión de servicio, de
tal manera que en su proceder no puede haber nada que sea afirmación de sí mismo, privilegios, fama, éxito. Todo su
ser trasciende hacia el Padre y hacia el hermano. La tentación vuelve a la
persona sobre sí misma, la hace autorreferencial, la lleva a prescindir del
sentido de comunión y de servicio. Por eso Jesús, al afirmar el absoluto de
Dios afirma el absoluto del amor, la única realidad que hace posible la
salvación y la plenitud de sentido para el ser humano, asumido como hijo de
Aquel.
Dice el Papa Francisco en su
mensaje de Cuaresma 2019: “Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra
actitud con los demás y con las creaturas: de la tentación de devorarlo todo,
para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar
el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su
misericordia. Dar limosna para salir de la necesidad de vivir y acumularlo todo
para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos
pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto
en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos
y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad”[5]
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