“Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus
vestidos eran de una blancura fulgurante”
(Lucas 9: 29)
Lecturas:
1.
Génesis 15: 5-18
2.
Salmo 26
3.
Filipenses 3: 20 a 4:1
4.
Lucas 9: 28-36
El espíritu del tiempo de cuaresma no se puede
entender desde una óptica de penitencias y estilos sombríos, con sus
consiguientes énfasis en la culpa y en la angustia que procede de un Dios que
está iracundo con los pecados de la humanidad. Este tipo de interpretación es
una desafortunada percepción de los hechos originales de nuestra fe que lleva a
modos de vida temerosos, a una religiosidad que tiene punto central en la
maldad de la condición humana, con todas sus consecuencias de pérdida o
disminución de la autoestima individual y colectiva. De ahí provienen las
prácticas penitenciales de autocastigo, algunas con visos claramente
masoquistas; la predicación se queda en el anuncio de condenaciones y los
rituales tienen marcado sabor funeral.
Las lecturas de este domingo van por el lado
diametralmente opuesto. Son una referencia fundamental a ese Dios que es todo
para el ser humano, en la que ese “todo” es la novedad y la plenitud de vida,
la garantía de una solidaridad teologal para llenar de significado nuestra
existencia. Desde luego, sí nos hace conscientes del aspecto dramático que nos
cobija a todos, Jesús lo vivió de modo desbordante en su pasión, en la
ignominia a la que fue sometido por las autoridades religiosas y políticas de Palestina,
también incomprendido por sus propios discípulos y abandonado por las
multitudes que inicialmente se entusiasmaron con su palabra y con sus señales
milagrosas. Es el camino de la cruz, el del inevitable aspecto doloroso de la
vida, el de Jesús, el nuestro, antesala del carácter definitivo de la Pascua,
el paso de la muerte a la vida.
Por eso , la
Palabra nos remite a la novedad de vida
que pasa del mundo desfigurado por el pecado, por la injusticia, por la muerte,
por el sufrimiento, al mundo que se
transfigura en una nueva y definitiva realidad – histórica y trascendente – en
la que es el mismo Dios quien se manifiesta como garante de esa cualidad
transfigurada en la persona de Jesús, implicándonos a todos.
El texto
central – tomado de Lucas – nos recuerda que caminamos hacia la Vida, no hacia
la muerte, aunque esta sea un tránsito necesario, como lo es también todo lo
relativo a nuestra inevitable precariedad: el problema del mal, la injusticia,
el sufrimiento de los inocentes, la enfermedad, el vacío existencial, la
soledad, el fracaso. Ahí estamos abocados o al sentimiento permanente de
absurdo, o a correr la apasionante aventura del sentido, atravesando este
dramatismo con la esperanza de una plenitud inagotable.
En los versículos anteriores al evangelio de este
domingo , Jesús camina con sus discípulos y les anuncia su pasión y su muerte: “El
Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas; lo matarán y resucitará al tercer día”[1],
y más adelante alude explícitamente a las exigencias dolorosas de seguir su
camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz
cada día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien
pierda su vida por mí, la salvará”[2].
Estas palabras de Jesús son claves para entender lo que vendrá luego con el
relato de la Transfiguración.
Son palabras duras, resultaron muy fuertes para sus
discípulos, se escandalizaron de ellas y continuamente le reprocharon por estar
tan persuadido de ese camino en el que la abnegación, el sacrificio, la
donación de la propia vida, el fracaso de esta tarea visto así desde la simple
lógica humana, eran las constantes. También a nuestra cultura esto le parece
totalmente antipático y contrario a su mentalidad de bienestar y confort. Amar
a los pobres y jugársela toda por ellos, adoptar un talante de sobriedad y austeridad,
defender la dignidad humana, hacer del servicio y la solidaridad elementos
sustanciales de las decisiones, no dejarse seducir por la cultura del consumo,
no aspirar al poder y al éxito individual, referirlo todo a Dios y al prójimo,
no van con estos estilos propios de la sociedad del espectáculo y de sus
fachadas de falsa y epidérmica felicidad.
Los elementos simbólicos del relato son muy
elocuentes:
-
“Tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al
monte a orar”[3].
La montaña en el lenguaje bíblico es lugar de manifestaciones especiales de
Dios, encuentro íntimo con el Padre para recibir una densa luminosidad que lo
remite a su misión salvadora y liberadora. Como a Pedro, a Santiago, o a Juan,
Jesús nos saca del camino y nos toma consigo para involucrarnos en su encuentro
con Dios, él se experimenta allí como Hijo amado y es su deseo que nosotros
también tengamos esta misma experiencia que nos saca de la fatalidad y nos abre
al mundo de la vida definitiva. La experiencia de cercanía de Dios está narrada
con todos los elementos propios de las teofanías bíblicas[4],
subida al monte (lugar en el que Dios habita, vestiduras resplandecientes y
personajes centrales – como Moisés y Elías – en la historia del pueblo de
Israel, que conectan al creyente con la Ley y los profetas.
-
“Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus
vestidos eran de una blancura fulgurante”[5].
En Jesús se hace patente la nueva humanidad que supera la tragedia de la cruz.
Pero vale la pena advertir que la experiencia de esta cercanía de Dios no
reside en el ropaje exterior, en el decorado, sino en la densidad teologal de
la vivencia de Jesús, que se ve y se siente a sí mismo profundamente amado como
Hijo, y nosotros con él. Pedro, Santiago y Juan simbolizan nuestra humanidad, ellos
– por decisión de Jesús – participan de esta posibilidad, nosotros también. El
simbolismo no es de prodigios espectaculares individuales, de glorificación del
ego de Jesús, sino de su filiación y de su fraternidad, en las que nosotros
estamos gozosa y definitivamente implicados. Para estos tres discípulos el
descubrir a su maestro como Hijo amado de Dios está directamente vinculado con
su deseo de seguir su mismo camino de vida. En esto reconocemos que hemos
recibido el gen de la transfiguración: Dios se hace hombre para divinizarnos,
en ella se deja entrever la condición gloriosa en la que seremos asumidos
gracias a su acción salvífica. Esto lo avala Pablo en el texto de la segunda
lectura, tomada de la carta a los Filipenses: “Pero nosotros somos ciudadanos
del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual
transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud
del poder que tiene de someter a sí todas las cosas”[6]
-
No hay vida sin muerte, ni gozo sin dolor, ni
regeneración sin destrucción. Vayamos a las experiencias profundas de
enamoramiento, a la vivencia gozosa de la paternidad-maternidad, a la lucha por
la justicia y por la libertad, a los descubrimientos de la ciencia que
contribuyen a dignificar las condiciones de la existencia, a la caída de los
ídolos, a la superación de nuestras esclavitudes, a la catarsis liberadora de
las expresiones artísticas, al cuidado de la casa común, todas ellas son
realidades de transfiguración, de bienaventuranza. Para los creyentes son
anticipos sacramentales de la plenitud definitiva. Y ellas están determinadas
por la presencia fundante de Dios que asume a Jesús como su Hijo amado: “Entonces
llegó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenlo”[7].
El Padre opta por el Hijo, cosa lógica desde todo sentido común, pero con la
cualidad distintiva de ser él el modelo de la nueva humanidad. “Escúchenlo” es
la invitación que Dios nos hace a configurar-transfigurar nuestra humanidad con
la divinidad-humanidad de Jesús. En Jesús, Dios también opta por nosotros, todo
su interés es para nosotros. Ya lo hemos dicho con frecuencia: nosotros somos
la opción preferencial del Padre, Jesús es el sacramento de esa determinación.
La Transfiguración es el gran simbolismo de nuestra
esperanza en Dios, no estamos definidos por la muerte sino por la Vida. Todos
nuestros ideales y proyectos, nuestras expectativas de sentido, también
nuestras penurias y crisis, los agobios y sufrimientos, se redimensionan, el
Crucificado es el Resucitado. Este segundo domingo de cuaresma nos presenta el
horizonte pascual, temporada para resucitar, para confrontar críticamente
nuestras muertes y oscuridades en clave pascual, no es la penitencia sufriente
por sí misma sino la gran perspectiva de la Vida la que nos alienta.
[4] Teofanía:
en el lenguaje de las mitologías de la antigüedad es la manifestación de la
divinidad, para resaltarlo se valen de elementos esplendorosos como
luminosidad, transformación del rostro, compañía de personajes propios de la
respectiva tradición religiosa. En el Antiguo Testamento estos relatos
simbólicos son frecuentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario