domingo, 17 de marzo de 2019

COMUNITAS MATUTINA 17 DE MARZO 2019 II DOMINGO DE CUARESMA CICLO C


“Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante”
(Lucas 9: 29)

Lecturas:
1.   Génesis 15: 5-18
2.   Salmo 26
3.   Filipenses 3: 20 a 4:1
4.   Lucas 9: 28-36

El espíritu del tiempo de cuaresma no se puede entender desde una óptica de penitencias y estilos sombríos, con sus consiguientes énfasis en la culpa y en la angustia que procede de un Dios que está iracundo con los pecados de la humanidad. Este tipo de interpretación es una desafortunada percepción de los hechos originales de nuestra fe que lleva a modos de vida temerosos, a una religiosidad que tiene punto central en la maldad de la condición humana, con todas sus consecuencias de pérdida o disminución de la autoestima individual y colectiva. De ahí provienen las prácticas penitenciales de autocastigo, algunas con visos claramente masoquistas; la predicación se queda en el anuncio de condenaciones y los rituales tienen marcado sabor funeral.
Las lecturas de este domingo van por el lado diametralmente opuesto. Son una referencia fundamental a ese Dios que es todo para el ser humano, en la que ese “todo” es la novedad y la plenitud de vida, la garantía de una solidaridad teologal para llenar de significado nuestra existencia. Desde luego, sí nos hace conscientes del aspecto dramático que nos cobija a todos, Jesús lo vivió de modo desbordante en su pasión, en la ignominia a la que fue sometido por las autoridades religiosas y políticas de Palestina, también incomprendido por sus propios discípulos y abandonado por las multitudes que inicialmente se entusiasmaron con su palabra y con sus señales milagrosas. Es el camino de la cruz, el del inevitable aspecto doloroso de la vida, el de Jesús, el nuestro, antesala del carácter definitivo de la Pascua, el paso de la muerte a la vida.
Por eso ,  la Palabra nos remite  a la novedad de vida que pasa del mundo desfigurado por el pecado, por la injusticia, por la muerte, por el sufrimiento,  al mundo que se transfigura en una nueva y definitiva realidad – histórica y trascendente – en la que es el mismo Dios quien se manifiesta como garante de esa cualidad transfigurada en la persona de Jesús, implicándonos a todos.
 El texto central – tomado de Lucas – nos recuerda que caminamos hacia la Vida, no hacia la muerte, aunque esta sea un tránsito necesario, como lo es también todo lo relativo a nuestra inevitable precariedad: el problema del mal, la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, la enfermedad, el vacío existencial, la soledad, el fracaso. Ahí estamos abocados o al sentimiento permanente de absurdo, o a correr la apasionante aventura del sentido, atravesando este dramatismo con la esperanza de una plenitud inagotable.
En los versículos anteriores al evangelio de este domingo , Jesús camina con sus discípulos y les anuncia su pasión y su muerte: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; lo matarán y resucitará al tercer día[1], y más adelante alude explícitamente a las exigencias dolorosas de seguir su camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará[2]. Estas palabras de Jesús son claves para entender lo que vendrá luego con el relato de la Transfiguración.
Son palabras duras, resultaron muy fuertes para sus discípulos, se escandalizaron de ellas y continuamente le reprocharon por estar tan persuadido de ese camino en el que la abnegación, el sacrificio, la donación de la propia vida, el fracaso de esta tarea visto así desde la simple lógica humana, eran las constantes. También a nuestra cultura esto le parece totalmente antipático y contrario a su mentalidad de bienestar y confort. Amar a los pobres y jugársela toda por ellos, adoptar un talante de sobriedad y austeridad, defender la dignidad humana, hacer del servicio y la solidaridad elementos sustanciales de las decisiones, no dejarse seducir por la cultura del consumo, no aspirar al poder y al éxito individual, referirlo todo a Dios y al prójimo, no van con estos estilos propios de la sociedad del espectáculo y de sus fachadas de falsa y epidérmica felicidad.
Los elementos simbólicos del relato son muy elocuentes:
-      “Tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar[3]. La montaña en el lenguaje bíblico es lugar de manifestaciones especiales de Dios, encuentro íntimo con el Padre para recibir una densa luminosidad que lo remite a su misión salvadora y liberadora. Como a Pedro, a Santiago, o a Juan, Jesús nos saca del camino y nos toma consigo para involucrarnos en su encuentro con Dios, él se experimenta allí como Hijo amado y es su deseo que nosotros también tengamos esta misma experiencia que nos saca de la fatalidad y nos abre al mundo de la vida definitiva. La experiencia de cercanía de Dios está narrada con todos los elementos propios de las teofanías bíblicas[4], subida al monte (lugar en el que Dios habita, vestiduras resplandecientes y personajes centrales – como Moisés y Elías – en la historia del pueblo de Israel, que conectan al creyente con la Ley y los profetas.
-      “Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó y sus vestidos eran de una blancura fulgurante[5]. En Jesús se hace patente la nueva humanidad que supera la tragedia de la cruz. Pero vale la pena advertir que la experiencia de esta cercanía de Dios no reside en el ropaje exterior, en el decorado, sino en la densidad teologal de la vivencia de Jesús, que se ve y se siente a sí mismo profundamente amado como Hijo, y nosotros con él. Pedro, Santiago y Juan simbolizan nuestra humanidad, ellos – por decisión de Jesús – participan de esta posibilidad, nosotros también. El simbolismo no es de prodigios espectaculares individuales, de glorificación del ego de Jesús, sino de su filiación y de su fraternidad, en las que nosotros estamos gozosa y definitivamente implicados. Para estos tres discípulos el descubrir a su maestro como Hijo amado de Dios está directamente vinculado con su deseo de seguir su mismo camino de vida. En esto reconocemos que hemos recibido el gen de la transfiguración: Dios se hace hombre para divinizarnos, en ella se deja entrever la condición gloriosa en la que seremos asumidos gracias a su acción salvífica. Esto lo avala Pablo en el texto de la segunda lectura, tomada de la carta a los Filipenses: “Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará nuestro pobre cuerpo a imagen de su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas[6]
-      No hay vida sin muerte, ni gozo sin dolor, ni regeneración sin destrucción. Vayamos a las experiencias profundas de enamoramiento, a la vivencia gozosa de la paternidad-maternidad, a la lucha por la justicia y por la libertad, a los descubrimientos de la ciencia que contribuyen a dignificar las condiciones de la existencia, a la caída de los ídolos, a la superación de nuestras esclavitudes, a la catarsis liberadora de las expresiones artísticas, al cuidado de la casa común, todas ellas son realidades de transfiguración, de bienaventuranza. Para los creyentes son anticipos sacramentales de la plenitud definitiva. Y ellas están determinadas por la presencia fundante de Dios que asume a Jesús como su Hijo amado: “Entonces llegó una voz desde la nube que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido, escúchenlo[7]. El Padre opta por el Hijo, cosa lógica desde todo sentido común, pero con la cualidad distintiva de ser él el modelo de la nueva humanidad. “Escúchenlo” es la invitación que Dios nos hace a configurar-transfigurar nuestra humanidad con la divinidad-humanidad de Jesús. En Jesús, Dios también opta por nosotros, todo su interés es para nosotros. Ya lo hemos dicho con frecuencia: nosotros somos la opción preferencial del Padre, Jesús es el sacramento de esa determinación.
La Transfiguración es el gran simbolismo de nuestra esperanza en Dios, no estamos definidos por la muerte sino por la Vida. Todos nuestros ideales y proyectos, nuestras expectativas de sentido, también nuestras penurias y crisis, los agobios y sufrimientos, se redimensionan, el Crucificado es el Resucitado. Este segundo domingo de cuaresma nos presenta el horizonte pascual,   temporada  para resucitar, para confrontar críticamente nuestras muertes y oscuridades en clave pascual, no es la penitencia sufriente por sí misma sino la gran perspectiva de la Vida la que nos alienta.


[1] Lucas 9: 22
[2] Lucas 9: 23-24
[3] Lucas 9: 28
[4] Teofanía: en el lenguaje de las mitologías de la antigüedad es la manifestación de la divinidad, para resaltarlo se valen de elementos esplendorosos como luminosidad, transformación del rostro, compañía de personajes propios de la respectiva tradición religiosa. En el Antiguo Testamento estos relatos simbólicos son frecuentes.
[5] Lucas 9: 29
[6] Filipenses 3: 20-21
[7] Lucas 9: 35

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