“El hombre bueno saca lo bueno del buen tesoro del
corazón, y el malo, del malo saca lo malo, pues su boca habla de lo que rebosa
el corazón”
(Lucas 6: 45)
Lecturas:
1.
Eclesiástico 27: 4-7
2.
Salmo 91
3.
1 Corintios 15: 54-58
4.
Lucas 6: 39-45
El divorcio entre la teoría y la práctica, entre lo
que se proclama y lo que se hace, entre el conocer conceptualmente y el quehacer
cotidiano, es un hecho filosófico y existencial
bien problemático, lo mismo que el divorcio entre la fe y la vida real.
La primera
inculturación del cristianismo, que se dio en las culturas griega y romana,
tiene mucho que ver en esta ruptura. Para estos mundos , la gran preocupación era la
ortodoxia, la correcta aceptación de las verdades doctrinales, de ahí la gran
intensidad con la que se combatió en esos primeros siglos de la historia
cristiana, a lo que ellos llamaban herejías, que – visto con objetividad en el
largo paso de los siglos – eran esfuerzos por
formular las convicciones de la fe, con diversos tipos de énfasis,
especialmente sobre la persona de Jesús, el hombre histórico, y el Cristo de la
fe. No estaban tan inquietos por la ortopraxis, es decir, por la vivencia
correcta de los valores del Evangelio, sino por la formulación y acogida de los
elementos doctrinales.
De ahí nace, para poner un ejemplo bien destacado, la
Inquisición, a partir del siglo XIV, un empeño desmedido por verificar quien
era de sana doctrina y quien no, eso los llevó a revisar con obsesión los
escritos de los teólogos, y las
actividades de quienes emprendían tareas espirituales, de predicación y
enseñanza, todos eran sometidos a un
riguroso filtro para certificar que sus formulaciones teológicas y sus ofertas estuvieran rectamente fundamentadas en lo que
la Iglesia profesaba como creencias fundantes. Las historias de juicios
implacables, y las sentencias
condenatorias de igual calado, sobreabundan en aquellos tiempos, algunas con
características estremecedoras, que resultan ofensivas para las mentalidades de
muchos de nosotros en los tiempos actuales, particularmente sensibles a la
libre iniciativa del ser humano y al saludable pluralismo en la búsqueda de las
respuestas al sentido último de la existencia.
El pensamiento moderno, lo que conocemos como la
Ilustración y la modernidad, invierte la prioridad: su acento descansa en el
valor de la conducta, en el recto comportamiento, en la coherencia ética, la
acción tiene más valor que la teoría, preferentemente la acción moral, con su
influencia benéfica en la transformación de la realidad, con la perspectiva de
una mejor humanidad y de una convivencia social en la que la dignidad humana y
los valores puestos en práctica sean garantía del bien común.
El cristianismo original, el de Jesús, el proclamado
en los Evangelios y en el Nuevo Testamento, en las comunidades de la Iglesia
Apostólica, es altamente sensible a esta estrecha conexión entre el pensamiento
correcto y la praxis, interacción que se alimenta mutuamente, y que se ha de
traducir en una vida de altísima
coherencia.
La Palabra de
Dios – se dice “dabar” en lengua hebrea antigua - no es un simple concepto
mental, sino un acontecimiento transformador y liberador. Dios no se revela en afirmaciones
doctrinales sino en intervenciones salvadoras en la historia. Aquí reside la
credibilidad que debemos a El. Es un Dios fiel, comprometido, solidario,
totalmente implicado en la plenitud de los seres humanos. El proceder de Dios
siempre está orientado salvíficamente a nosotros, somos su opción preferencial.
Lo único que a El interesa es nuestra felicidad. Tal es su coherencia.
Los profetas bíblicos son enfáticos en reconvenir
continuamente al pueblo, cuando este hace hincapié en el culto religioso,
probablemente muy formal y solemne, pero sin incidencia transformadora y constructiva en la vida de quienes lo
practican: “Con qué me presentaré ante Yahvé y me inclinaré ante el Dios de lo
alto? Me presentaré con holocaustos, con terneros de un año? Aceptará el Señor
miles de carneros, millares de torrentes de aceite? Ofreceré a mi primogénito
por mi rebeldía, al fruto de mis entrañas por mi propio pecado? Se te ha
indicado, hombre, qué es lo bueno, y qué exige de ti el Señor: nada más que
practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios”[1]
La praxis del amor al prójimo, principalmente al más
abatido por la indignidad y la injusticia, el justo reconocimiento de sus
derechos y necesidades, son la raíz de la bondad moral, por encima de todo
culto o sacrificio ritual, de toda liturgia.
Jesús recoge esta veta moral y la hace elemento
articulador de su ministerio público. El capítulo 6 de Lucas, que hemos
proclamado en los últimos domingos, es una rica síntesis de esta propuesta: “No
todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el
que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán aquel
día: Señor, no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y
en tu nombre hicimos muchos milagros? Pero entonces les declararé: jamás los
conocí, apártense de mí, malhechores!”[2]
No es la práctica minuciosa de las prescripciones
rituales y de las liturgias de notable solemnidad lo que salva, sino la vida
coherente que así se ofrece a Dios y al prójimo: “los verdaderos adoradores
adorarán en espíritu y en verdad”[3].
La propuesta de
Jesús alcanza su punto culminante cuando propone la práctica del amor,
especialmente con los desheredados, como el criterio escatológico de salvación.
La parábola del Buen Samaritano[4]
subraya esta primacía de la práctica del amor por encima de las creencias,
cultos, o religiones. El propósito de Jesús es dedicarse al ser humano, para
hacerlo íntegro, libre, digno, sano, salvado, sin contemplar su matrícula
religiosa, racial, ideológica, social. Este elemento es determinante en la
conducta ética de un seguidor suyo, asunto que, también nos hermana con muchos
seres humanos que profesan otras creencias o que no las tienen pero que también
hacen de la entrega a la humanidad la clave de sus proyectos existenciales.
En el capítulo de hoy se nos brindan varios aspectos
que dan soporte a esta coherencia:
-
“Cómo eres capaz de mirar la paja que hay en
el ojo de tu hermano si no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?”[5]
-
“Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces
podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano”[6]
-
“Porque no hay árbol bueno que de fruto malo;
y a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por
su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas”[7]
-
“El hombre bueno saca lo bueno del buen tesoro del
corazón, y el malo, del malo saca lo malo, pues su boca habla de lo que rebosa
el corazón”[8]
Son frases propias
de las tradiciones sapienciales de su tiempo, Jesús las toma y las integra en
su enseñanza sobre la rectitud moral, siempre preocupado por superar el
fundamentalismo ritual y jurídico del judaísmo de los sacerdotes del templo y
de los maestros de la ley. A estos últimos, como lo hemos comentado a menudo, les mueve la fidelidad externa a lo
que está prescrito en las normas, son
extremos en la observancia de los más mínimos detalles litúrgicos, pero la
conversión del corazón a Dios y al prójimo no entra dentro de sus prioridades.
No están interesados en una ética de la solidaridad y de la projimidad,
mientras que para Jesús este elemento es constitutivo de su Buena Noticia.
Toda la vida de Jesús es un relato testimonial de lo
que venimos reflexionando: “Ustedes saben lo que sucedió en toda Judea,
comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo: cómo Dios ungió
con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, y cómo él pasó haciendo
el bien a todos los oprimidos por el mal, porque Dios estaba con él”[9];
“La
gente quedó maravillada sobremanera, y comentaban: Todo lo ha hecho bien, hace
oír a los sordos y hablar a los mudos”[10].
La gran alternativa de la credibilidad cristiana es
esta, la de una conducta sensible a todo lo humano, siempre dispuesta a
comunicar vida y sentido, a modos de proceder honestos e insobornables. Sin dejarnos envanecer por la superioridad
moral sí estamos llamados a ser un
indicativo de integridad ética.
En un mundo que
facilita y justifica la corrupción a todos los niveles, donde se desprecia la
vida, donde se toman decisiones de agresión y de destrucción pensando
prioritariamente en intereses políticos y económicos, donde el pobre es
expulsado inmisericordemente de la mesa de la vida, el relato cristiano debe
destacarse por el mayor nivel de transparencia, con la misma densidad teologal
y humana de Jesús. La hora fatal que vivimos en la Iglesia Católica, causada
por la pederastia clerical y por el encubrimiento a estas gravísimas
perversiones, nos reta definitivamente a un tiempo profundo de purificación y
de conversión. Todos, sin excepción!
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