“Señor, déjala todavía este año; cavaré alrededor y la
abonaré, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás”
(Lucas 13: 8-9)
Lecturas:
1.
Exodo 3: 1-15
2.
Salmo 102: 1-11
3.
1 Corintios 10: 1-12
4.
Lucas 13: 1-9
Por qué los desastres y los accidentes que cobran tantas vidas humanas
cada día? Por qué tantas tragedias que hacen sufrir a los inocentes? Por qué suceden
uno tras otro los motivos de dolor y de muerte que maltratan a la humanidad? Cuál es el por qué del mal?
La mentalidad de la época de Jesús se inspiraba en la
llamada doctrina de la retribución: el que es malo sufre, el que es bueno no
conoce el sufrimiento material. Pero las cosas no coincidían. Ellos veían que
había buenos a los que las cosas les iban bastante mal y malos a los que todo
les iba bien. Cómo entender entonces esta realidad del sufrimiento humano?
Esta pregunta
también tiene plena validez en nuestros días: es una constatación cotidiana
recibir noticias de graves circunstancias que afectan a millones de personas en
el mundo: la interminable guerra de Siria, un país destruido por su propio
gobierno y por la fuerza fundamentalista del grupo Estado Islámico; Venezuela, país deshecho por la torpeza de sus
gobernantes, disuelto en sus esperanzas de vida digna; los países del Africa
subsahariana con sus eternos dramas de guerra y de pobreza, pugnando por
emigrar a Europa persiguiendo mejores posibilidades; y nuestra América Latina,
con su fatal clase política y con el cáncer de la corrupción que dilapida los
recursos destinados al bien común.
El evangelio de hoy nos ayuda a ilustrar este asunto
que es esencial en la búsqueda del sentido de la vida. No pretende respuestas
ingenuas, nos invita a una postura que es simultáneamente realista, crítica y
esperanzada. Se acercan unas personas a Jesús y le cuentan el episodio de una
masacre ordenada por el gobernador romano Poncio Pilato contra cierto número de
habitantes de la provincia de Galilea: “En aquella ocasión se presentaron algunos a
informarle acerca de unos galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de
sus sacrificios rituales”[1].
Este suceso no se encuentra referido en ningún otro lugar, no hay precisión
histórica sobre lo ocurrido. Lo que sí queda claro es que al mezclar la sangre
de aquellos hombres asesinados con la de las víctimas del sacrificio ritual,
fue una manera muy acentuada de desprecio y humillación tanto a los muertos
como a la sacralidad de los preceptos rituales judíos. El ofensor es el
gobernador romano, representante de un régimen tiránico, que violenta la
identidad cultural y religiosa de los habitantes de Palestina. Es natural y comprensible el sentimiento de
indignación con el que ellos denuncian ante Jesús este desafuero, como cuando
en nuestros días una determinada comunidad se siente agredida por el
desconocimiento y violación de sus valores ancestrales.
Jesús les responde con la relación de un accidente: “Piensan
ustedes que aquellos galileos sufrieron todo eso porque eran más pecadores que
los demás galileos? Les digo que no…..O creen que aquellos dieciocho sobre los
cuales se derrumbó la torre de Siloé y
los mató, eran más culpables que el resto de los habitantes de Jerusalén? Les
digo que no….”[2].
El texto es complicado en su formulación, pero si lo desentrañamos con sutileza
podremos llegar al fondo de lo que el
maestro propone a ellos y a nosotros :
para Jesús no existe relación de proporcionalidad directa entre pecado y
calamidades materiales, estas no son castigo de Dios por las culpas de unos y
de otros. Una mentalidad así también es muy frecuente en nuestros tiempos, especialmente
en medios precarios, habituados a la pobreza y a la exclusión social,
inaceptable justificación de un fatalismo individual y colectivo.
El mal es
resultado de intenciones egoístas, injustas, pecaminosas, originadas en seres
humanos concretos, de corazón pervertido, en contra de seres humanos igualmente
concretos, inocentes, frágiles, víctimas de esos y de muchos desafueros. El
relato es un punto muy serio de atención para desarrollar una postura crítica
ante el origen del mal y de la injusticia, y también para empoderar a las
víctimas haciéndolos conscientes de que lo que les sucede no es producto de un
pecado y culpa de ellos sino fruto de una maldad presente en otras personas, empeñadas
en deshacerles la vida.
Muchos creen, entre ellos no pocos cristianos, que la
vida está ya escrita y programada, constituyendo un destino irreversible para
cada persona. Eso sería negar la libertad del ser humano, originada en el mismo
Dios, y nos sometería a un determinismo trágico. Delante de nosotros están la
vida y la muerte, nuestras opciones, el ejercicio de esa libertad, inherente a
la dignidad humana. Nuestra vida no se rige por fatalismo, por una
“programación” ciega e incuestionable, sino por la libertad de nuestras
decisiones.
Luego de esa alusión, Jesús se vale de la figura de la
higuera para referirse a Israel, con palabras profundamente críticas, exigentes,
debido a la intransigencia religiosa de los judíos, que se negaban a encontrar
la novedad liberadora de Dios en el ministerio de Jesús, siempre aferrados
ellos a sus doctrinas, rituales y leyes, inamovibles y sacralizadas, sin lugar
para la misericordia y para la conversión: “Un hombre tenía una higuera plantada en su
viña. Fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo al viñador: hace tres
años que vengo a buscar fruta en esta higuera y nunca encuentro nada. Córtala,
porque encima está malgastando la tierra. El le contestó: Señor, déjala todavía
este año, cavaré alrededor y la abonaré, a ver si da fruto. Si no, el año que
viene la cortarás”[3]
Al analizar el significado de esta parábola revisemos
también nuestra vida, como lo pretendía Jesús con aquellos judíos
escandalizados: hemos recibido múltiples oportunidades de crecimiento y de
formación, hogares bien establecidos, educación en valores, posibilidades
académicas y laborales, ámbito creyente que nos permite acceder a lo esencial
de la fe cristiana, reconocimiento y aceptación por parte de muchos.
Todo este abono
corresponde a una fecundidad existencial? Somos una higuera fértil, dadora
de buenos frutos? La nuestra es una
vida generosa, servidora del prójimo, solidaria, socialmente responsable, como
corresponde en respuesta a tantos bienes recibidos? Es el prójimo vulnerable el
destinatario de esta riqueza humana y espiritual? O más bien, se nos va la vida en escalar en los ámbitos
del poder y de la comodidad material, derrochando tanta gratuidad?
Despilfarramos nuestros talentos?
Este conjunto de preguntas van directo de Jesús a
nosotros para interrogarnos por lo que determina nuestro proyecto fundamental:
somos tierra fecunda para el reino de Dios y su justicia? Estamos en plan de
configurar toda nuestra humanidad con el asunto de Jesús? Como en El, el
Padre-Madre Dios y el prójimo son nuestra prioridad? Todo lo nuestro expresa
justicia evangélica, rectitud moral, carácter insobornable, talante solidario y
servicial? O – higuera estéril – nos dejamos domesticar por el sistema
excluyente, la suerte del prójimo caído nos es indiferente , todo se nos va en
el brillo social y en el éxito de corte individualista? Son gruesas cuestiones
para el tiempo cuaresmal, para una conversión seria y consistente.
Convertirse no equivale a tornarse un puritano
fundamentalista, es girar toda la vida en perspectiva de trascendencia, salir
de nosotros mismos hacia el Totalmente Otro – Dios – y hacia la alteridad del
hermano en la que El se significa. El mismo se convierte a nosotros, como
veremos a continuación.
El relato de la primera lectura, del libro del Exodo,
nos habla de Dios que trasciende hacia nosotros y que atiende las demandas de
justicia del pueblo de Israel, también las de todos los sufrientes del mundo.
Moisés entra en el territorio de Yavé, es el espacio de la sacralidad de la
vida, del amor, El se revela a Moisés como el origen primero de esa entidad de
libertad y de dignidad, la zarza ardiente es la referencia simbólica de esas
realidades: “El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas.
Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés dijo: voy a acercarme a
mirar este espectáculo tan admirable, cómo es que no se quema la zarza. Viendo
el Señor que Moisés se acercaba, lo llamó : Moisés, Moisés. Respondió él: aquí
estoy. Dijo Dios: No te acerques; quítate las sandalias de los pies, porque el
sitio que pisas es terreno sagrado. Y añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el
Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”[4].
El Dios que se manifiesta a Moisés. es un Dios
incondicionalmente comprometido con su pueblo y con sus reclamos de vida digna,
de justicia, es un Dios que camina con su gente, un Dios amorosamente eficaz,
lo suyo es la solidaridad con la libertad, con una humanidad siempre creciente
en sus deseos de reconocimiento, El no es el cómplice de las determinaciones
pecaminosas de personas y de sistemas que implantan la cultura de la muerte y
de la miseria.
Este Dios se
revela siempre en la historia, entendida esta como escenario de salvación y
liberación de todas las condiciones que menoscaban al ser humano. El es quien
así se manifiesta: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra
los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos de
los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y
espaciosa, tierra que mana leche y miel, el país de los cananeos……La queja de
los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y
ahora, anda, que te envío para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas”[5]
Pero hay un asunto fundamental: este Dios , el que se
valió de Moisés, se vale también de tí, de mí, de nosotros, para la gran tarea
de la libertad y de la justicia, del amor y de la dignidad. El no es un Dios en
las alturas, mágico, paternalista, nos llena de dones pero nos exige ser
higuera fértil para trabajar con eficacia en esa gran faena de hacer un mundo
que sea relato y correlato de su cercanía liberadora.
La conversión cuaresmal, que no es solo para estos
cuarenta días previos a la Pascua sino tarea de siempre, es para terminar
comprometidos en esta apasionante misión de emancipar al ser humano de todas
las cadenas, con nuestro Dios a la cabeza. Dios que se relata plenamente en el
Señor Jesús y en nosotros, cuando decidimos aceptar su desafío.
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