“En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien
común. Porque, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos
los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es
también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos
bebido de un solo Espíritu”
(1 Corintios 12: 11-13)
Lecturas:
1.
Hechos 2: 1-11
2.
Salmo 103
3.
1 Corintios 12: 3-13
4.
Juan 20: 19-23
El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo,
ha sido infundido en el mundo y en nuestros corazones. Espíritu creador,
comunicador de santidad, de sabiduría, de sentido de la vida, configurador de
la buena humanidad. Gracias a su dinamismo se transforma la realidad, esta se
hace más justa, libre y digna. El
Espíritu Santo es el fruto por excelencia de la resurrección del Señor Jesús.
Recibido como primicia de la nueva creación, él nos garantiza la transformación
definitiva de la existencia [1].
Este es el gran contenido de esta solemnidad de Pentecostés.
Para apropiarlo con mayor densidad se impone reconocer
la contrapartida que desarmoniza el mundo y la creación. Es la soberbia humana
que tiende a desintegrar nuestros encuentros,
introduce la incomprensión, la ruptura de la unidad, crea categorías
excluyentes, privilegiando a unos y atropellando a muchos, se apodera
con violencia de la naturaleza, exalta el poder y el dinero,
envenena los corazones y lleva a que unos seres humanos se ensañen en contra de
otros. Es la ausencia del Espíritu, la vanidosa afirmación de que los hombres
pretendemos ser la medida de todo, dando la espalda a la alteridad, a Dios, al
prójimo, a la creación como hábitat y espacio de comunión[2]
Recordamos el relato simbólico de la torre de Babel[3],
el autor del Génesis nos lleva a captar los problemas inmensos de incomprensión
y de intolerancia entre los diversos ámbitos de la humanidad. Esa alusión
trasciende todos los tiempos de la historia. La vanagloria de los humanos, la
prescindencia de la relacionalidad fraterna y comunicativa con Dios y con los
prójimos va en contra de la realización libre de la humanidad, es pecaminosa,
destructiva, desvinculante.
Cómo convivir y suscitar un entendimiento fundamental
entre quienes tienen tantas diferencias? Es lo diferente, lo plural, un imposible que
impide el diálogo y la fraternidad? Será viable crear una práctica civilizada que reconozca en el
pluralismo una fortaleza fundamental para propiciar bien común, paz, trabajo
mancomunado, riqueza en la diversidad? Podremos los cristianos, en diálogo con
todas las tradiciones religiosas, propiciar una cultura del encuentro, fomentar
el diálogo, trabajar en común por la articulación coherente de la rica diversidad
del mundo?[4].
Una vista
panorámica del mundo global nos permite descubrir tantos y tan graves
desencuentros: las abominables guerras que destruyen sistemáticamente la convivencia en muchos
lugares del planeta. La geografía de la violencia y de la intolerancia es
penosamente frecuente en nuestro tiempo
Este mundo nuestro sigue siendo en muchos de sus ámbitos una dolorosa
concreción de aquella simbólica torre de
Babel, que afirma como sea y a cualquier
costo – pretensión maquiavélica – que el ser humano todo lo puede, que él mismo
define la medida de todo, y que esto lo “legitima” (?) para apoderarse de la
vida y bienes de sus semejantes, de la tierra, de los recursos naturales,
introduciendo el desequilibrio y la injusticia, la incomprensión como estilo
habitual de la existencia.
Las palabras míticas del Génesis, en su género
literario deseoso de interpretar el orgullo de los hombres, siguen siendo
sentenciosas y ayudan a comprender el por qué de tanta exclusión e
intolerancia: “Así el Señor los dispersó de aquel lugar , diseminándolos por toda la
tierra. Por eso se llamó Babel; allí, en efecto, el Señor confundió la lengua
de los hombres y los dispersó por toda la tierra” [5].
Es el pecado, la libre y arrogante decisión de ir en contra de su propia
realización, la ruptura de la armonía original con Dios y con el prójimo, la
negativa a la seducción del Espíritu, lo que introduce este apetito desordenado
de arrasar y de dominar.
Después del castigo divino, las diferentes lenguas –
alusión simbólica a todos los factores de ruptura – fueron el mayor obstáculo
para la convivencia, principio de dispersión y de fractura entre los humanos.
El autor de esta narración no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó
aquel gesto como castigo proveniente de Dios. Pero hizo constar, ya desde el
principio, que este mismo Dios estaba de parte del pluralismo y de la riqueza
contenida en la diversidad, diferenciando a los diversos grupos según sus culturas,
tradiciones, lenguas, costumbres, cosmovisiones, y dispersándolos por el
planeta.
Seis siglos después de escribirse las narraciones del
Génesis nos encontramos en los tiempos del Nuevo Testamento, el acontecimiento de Jesús, su Buena Noticia
de acogida y misericordia para todos, su llamado a la fraternidad y a la
inclusión, una nueva manera de vida a partir de un Dios que se obsequia sin
medida para formar un mundo de
projimidad.
Hechos de los
Apóstoles es un texto-testimonio de esta novedosa realidad. Celebrando
Pentecostés[6] los primeros discípulos de
Jesús – fiesta en la que los judíos recordaban el pacto de Dios con el pueblo
en el monte Sinaí – se juntan para aguardar al Espíritu: “Al llegar el día de
Pentecostés, se encontraban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino
del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda
la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de
fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron
llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el
Espíritu les permitía expresarse”[7] El Espíritu Santo es garantía de encuentro, de diálogo, de
comprensión, la pluralidad se hace dinamismo de riqueza y – gracias a El mismo – desde esa misma diversidad se hace raíz de la comunión!
La venida del Espíritu se describe con fenómenos como
si fueran hechos sensibles: ruido de viento huracanado, lenguas de fuego que
acrisola, Espíritu (“ruah” aliento dador de vida), es el modo que escoge Lucas para expresar lo
inenarrable, la irrupción de un Espíritu que los llevaría a salir del temor y
de la inseguridad que sobrevinieron después de la muerte de Jesús, y que les
daría la libertad y el entusiasmo para convertirse en testigos de su Buena
Noticia.
Todos comenzaron a hablar lenguas diferentes y, sin
embargo, se entendían, constatar esto era para ellos causa de gozo y esperanza.
Sobre esta constatación cabe preguntar:
convivimos multitud de creencias religiosas, de visiones de la vida, de
modos de organizar la sociedad, de culturas, de posturas filosóficas. Es
esto el impedimento que hace
infranqueable el diálogo y el encuentro?
La inagotable benevolencia de Dios, manifestada en tantos hombres y mujeres,
trabajadores de la unidad, hace de tal diversidad el mayor acicate para la
comunión.
El movimiento
de Jesús nace abierto a todo y a todos, es pluralista en su origen, no hace
acepción de personas, sale de las
estrechas fronteras del judaísmo, supera la mentalidad rigorista del Templo y
de sus sacerdotes, evoluciona de la fijación en la Ley al dinamismo liberador
del amor, no establece diferencias y categorías, hace de tal diversidad el
mayor motivo de riqueza, unidad en la diferencia, Dios no es Señor de la
uniformidad sino de la pluralidad, lo suyo no es la confrontación violenta sino
el diálogo: “Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos,
medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en
Capadocia, en el Ponto y el Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la
Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” [8].
El Espíritu es políglota, polifónico, propicia la
concertación, permite los encuentros, el respeto a las diferencias,
asumiéndolas como posibilidad de mayor riqueza para hacer frente a los desafíos
de la vida, no nos sumerge en una homogeneidad empobrecedora, es
definitivamente universal, ecuménico, nos aleja de uniformidades malsanas.
Qué decir y sentir en estos tiempos en los que un
sistema económico somete a la humanidad a sus inexorables leyes de mercado, de
consumo, de producción, economía sin alma, deshumanizante, que concentra
unilateralmente la riqueza en los primeros mundos y arroja a su suerte a miles
de millones de hombres y mujeres en Africa, en América Latina, en Asia? Qué
pensar de la “aldea global”[9]
– anunciada por aquel teórico de la comunicación Marshall McLuhan – que nos
somete a sus consumos culturales alienantes,
en la internet y en la televisión por cable, consumos anodinos,
promotores de un aplanamiento mental en
quienes se dejan esclavizar por ellos, sofocando la creatividad, la
pasión por la vida y por la justicia?
La venida del Espiritu significó para aquellos
discípulos originales el fin del miedo y del sentimiento de fracaso, nació una
comunidad humana, creyente, dotada de las mejores razones para la esperanza,
experimentaron a Jesús viviente en medio de ellos animándolos a una vida novedosa
en Dios y en el prójimo, libres como el viento, resueltos a incendiar el mundo
con el anuncio del Reino: “Llegó Jesús y, poniéndose en medio de
ellos, les dijo: la paz esté con ustedes! Mientras decía esto, les mostró las
manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al
Señor. Jesús les dijo de nuevo: la paz esté con ustedes! Como el Padre me envió
a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y
añadió: Reciban el Espíritu Santo”[10] .
Donde hay libertad hay autonomía, el ser humano y su
bien se hacen ley, y donde hay autonomía se fomentan y respetan la pluralidad y la individualidad, en
cuanto originalidad y evidencia de dignidad, camino de unidad, expresión de la
verdad que nos hace libres.
De Dios, de su
Espíritu,, no procede nada que destruya estos anhelos legítimos de libertad, de
felicidad, de ilusiones de mayor humanismo y comunión. El es
la diferencia sustancial que nos hace dignos, que respeta nuestras diferencias
y trabaja con ellas para hacernos mesa y pan compartido, comunidad y justicia,
servicio y solidaridad, asamblea de
discípulos del Resucitado.
A menudo nos dejamos llevar excesivamente por la
tendencia al anquilosamiento, nos sucede individualmente y también a la Iglesia
y a la sociedad. Por esto, renunciamos a la innovación y al cambio, algunos temerosos y nostálgicos de la Ley nos
hacen creer que detenernos en el tiempo y exaltar rituales y normativas en
desuso son voluntad de Dios. Esto nos aleja del Evangelio, del mismo Jesús,
sofocamos el Espíritu, y nos convertimos en una entidad fúnebre, miedosa, llena
de reglamentos, de temores, de sentimientos de culpa. Por esto, tenemos
necesidad permanente de la asistencia del Espíritu, el único capaz de causar
una conmoción que nos remita a la originalidad de Jesús y de su Buena Noticia.
En Pentecostés no podemos permitir que el ánimo del
Señor Jesús muera, si lo suyo es la vida
inagotable de Dios, la permanencia en el ser, la posibilidad definitiva de una
vida con sentido histórico y trascendente, entonces es felizmente inevitable
que vivamos en un Pentecostés sin fin: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero
todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo
Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo
en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común”[11] .
La presencia de Dios nos mueve a parecernos a El. Ya sabemos que,
gracias a Jesús, Dios se nos revela como
Padre de amor que acoge y promueve a cada uno en su diferencia original, el
lenguaje que nos unifica en el amor. A
ese Dios es al que debemos
asimilarnos, recibir su vitalidad mediante la acción del Espíritu Santo.
Nada de
uniformar, nada de prohibir, porque Pentecostés es la manifestación de un Dios
que inspira la pluralidad, la comprensión de las lenguas y de los modos de ser,
la riqueza de las culturas, la apasionante fuerza renovadora del Evangelio: “Pero
en todo esto es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones
a cada uno en particular como El quiere” [12].
En Pentecostés nace la Iglesia, la comunidad de los
seguidores de Jesús, invitada por El a vivir siempre según el Evangelio,
enviada por El a testimoniar y anunciar esa Buena Noticia a la diversidad de
grupos y de culturas, constituída como sacramento universal de salvación,
asistida por el Espíritu para su permanente renovación, siempre en plan de servicio y de acogida a todas las personas.
La espiritualidad es el modo de experimentar a Dios
Padre, participándonos de su propio ser, haciendo de nosotros excelentes seres
humanos según el modelo de Jesús. El Espíritu Santo es el arquitecto de esta
nueva manera de ser, nos encarna en la realidad, nos hace transformadores de la
misma, hace de nosotros hijos y hermanos, nos mueve siempre a trabajar por la
vida y la dignidad de todos, provoca la creatividad, la vida honesta, el
talante de servicio y de solidaridad[13]
[1] CODINA,
Víctor. Creo en el Espíritu Santo: pneumatología narrativa. Sal Terrae,
Santander (España), 1994.
[2] LEDERACH,
John Paul. La imaginación moral. Semana Libros. Bogotá,
2016; The journey toward reconciliation. Herald Press. Pennsylvania, 1999; The
little book of conflict transformation. Good Books. New York, 2014. El profesor Lederach (n. 1955) es un cristiano
menonita, sus creencias religiosas han determinado notablemente su trabajo de
reconciliación y negociación de conflictos.
[3]
Génesis 11: 1-9
[5] Génesis 11: 8-9
[6] Originalmente
era una fiesta judía que conmemoraba los cincuenta días de la presencia de Dios
en el monte Sinaí, en los tiempos de la larga peregrinación de las tribus
hebreas por el desierto, camino hacia la tierra prometida. Era también una
celebración de las cosechas, motivo de gratitud a Dios por la fecundidad de la tierra.
[7] Hechos 2: 1-4
[8] Hechos 2: 8-11
[9] McLUHAN, Marshall. La aldea global. Gedisa. Barcelona,
2002.
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