domingo, 4 de marzo de 2012

Algo para pensar y orar en esta semana

Mi hijo tiene casi cuarenta años de edad. A los catorce años comenzó a cuestionar su fe. Leyó y viajó mucho, buscando las respuestas a sus dudas; ha estado en Japón y se entrenó en medicina tradicional china. Él es cariñoso y gentil, por lo que le cuesta mucho aceptar la existencia de Dios en un mundo tan difícil y doloroso como éste. Ama a todo el mundo, y agradezco a Dios que me acepta tal como soy. También ama a los animales: su favorito ha sido siempre el lobo. Hace poco me pidió que le enviara una medalla de San Francisco; probablemente recordó cuando era niño, y yo le leía la vida de San Francisco. No hice preguntas; pero supuse que habría encontrado un animal en problemas. Cuando fui a comprar la medalla, y en la tienda me dirigieron a la colección de San Francisco, solo había unas con la imagen del santo levantando un crucifijo sobre su cabeza, junto a un hombre joven arrodillado a su lado. Era una medalla de San Francisco Javier! Finalmente encontramos la que buscaba, pues curiosamente mostraba a San Francisco con su amigo lobo!
Al venderme la medalla, el empleado me sugirió que la llevara a la iglesia cercana, donde el párroco estaba confesando; el sacerdote podría bendecir la medalla. Pero yo no me había acercado a un confesionario hacía mucho tiempo, y tuve que pensarlo: esta medalla justificaría mi visita? Seguramente nuestro Padre en el cielo conocería mis intenciones y me acogería; pero que pasaría con el sacerdote? Finalmente entré al confesionario y relaté mi historia al sacerdote: muy educado y paciente, escuchó con atención y respeto; no me recibió como un extraño. Siendo yo una persona mayor, él era mayor que yo; como un cariñoso y levemente sorprendido padre, me bendijo a mí, a mi hijo, y a la medalla.

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