Lecturas
1.
Isaías
66: 10-14
2.
Salmo
65:1-7; 16 y 20
3.
Gálatas
6: 14-18
4.
Lucas
10: 1-12 y 17-20
Con reiterada frecuencia escuchamos hablar del carácter
misionero de la Iglesia, incluso con el peligro de que se convierta en lugar
común, sin advertir la novedad cualitativa contenida en esta afirmación.
Resulta que esta
condición es esencial en el ser y en el quehacer eclesiales : la Iglesia es enviada – esto es lo que
significa misión, misionera – a comunicar a la humanidad la Buena Noticia que
el Padre Dios nos ofrece a través del ministerio de Jesús, y a hacer todo lo
posible para que muchos seres humanos encuentren en este mensaje el sentido
pleno de su vida.
El mensaje es para ser creído y vivido. Lo primero nos remite
a la credibilidad de los mensajeros, a la manera como la propia vida expresa la
identidad y la coherencia con lo que se proclama: “No lleven bolsa, ni alforja, ni
sandalias” (Lucas 10: 4), son
palabras de Jesús a sus discípulos y a nosotros – también discípulos! – que ponen en evidencia la seguridad fundamental en
la que descansa esta comunicación : no
es en la astucia de los mensajeros, ni en otras condiciones personales de
inteligencia o superioridad, o en garantías de tipo material. Es en Dios mismo,
en su amor, y en el corazón dispuesto para El, donde se habilita la real
posibilidad de que esto sea creído y asumido como plenitud de sentido.
La historia cristiana es reiterada en referirnos hechos y
situaciones que afectan negativamente esta coherencia, debemos mirar esto no
como una colección de relatos truculentos sobre escándalos y pecaminosidades,
sino páginas en las que Dios escribe al revés para sensibilizarnos sobre los
alcances egoístas, desordenados, de aquellos seres humanos que, diciéndose
creyentes en Jesucristo, obran en contravía de su opción fundamental.
Valga esta referencia para que, en un sincero examen de
conciencia ,revisemos a fondo nuestras motivaciones, prioridades, intenciones,
conductas, dejando que el Señor nos interpele con exigencia provocando
rupturas, aunque resulten dolorosas, y que de allí surjamos configurados por la
gracia como seres humanos nuevos que lo apostamos todo por esta misión y por
esta nueva manera de vivir que se llama Jesucristo y su Evangelio. Porque
siempre debemos tener presente que la elocuencia evangelizadora no reside en la
elegancia de las palabras sino en la limpieza de una vida plena y felizmente
identificada con Jesucristo: “En cuanto a mí, Dios me libre de presumir
si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para
mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo” (Gálatas 6: 14).
Qué se nos ofrece este domingo para nuestra oración y
consideración? Que, como aquellos 72
discípulos enviados por el mismo Señor, también a nosotros se nos propone esta
invitación. De El recibimos las instrucciones que deben inspirar la vida y la
palabra del anunciador del mensaje, que
es justamente buena noticia de sentido, de esperanza, de razones para vivir con
ilusión, en la lógica novedosa del reino de Dios y su justicia.
En el mundo siempre hay necesidad de este anuncio, aunque en
muchos casos no se explicite conscientemente: “La mies es mucha y los obreros
pocos. Rueguen al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Lucas
10: 2). En los tiempos de Jesús la necesidad estaba en tantos hombres y mujeres
que no se sentían acogidos en la tradición religiosa judía porque se veían
envueltos en la maraña del fundamentalismo legalista, en la actitud soberbia y
displicente de los sacerdotes y de los maestros de la ley y, en general, en
todo ese tinglado que hablaba de un Dios vengativo, justiciero, intransigente,
poco estimulante y nada esperanzador.
Jesús sorprende gratamente con su anuncio del Dios
Padre-Madre, amoroso, cercano, solidario, misericordioso, exquisito con los
últimos del mundo, provocador de su reconocimiento, encarnado en todos los
dramas y también gozoso con todas las plenitudes que llenan el corazón de cada
hombre de cada mujer. Este es el contenido
fundamental de la misión!
En nuestro tiempo también estamos llamados a encontrarnos con
la humanidad siempre incansable en su búsqueda del sentido y del aval
definitivo para vivir con dignidad.
La multitud inmensa de
los desposeídos, de los condenados de la tierra, pero también de que los están
ahogados por su egoísmo y por su comodidad económica, los idólatras del poder,
los arrogantes que creen no necesitar de salvación. A todos estos somos enviados
para anunciar que hay una manera distinta de vivir, y que es en la
paternidad-maternidad de Dios , tal como nos la revela Jesús, donde podremos
encontrar esa novedad definitivamente posibilitadora de la bienaventuranza, de
la vida bella, de las mejores razones para existir.
La Iglesia en misión y
- en ella - cada cristiano, es testigo de la esperanza, y
realiza señales que avalan esta cercanía de Dios: “Si entran en un pueblo y los
acogen, coman lo que les pongan; curen los enfermos que haya en él, y díganles:
el Reino de Dios está cerca de ustedes” (Lucas 10: 8-9). Nuestra vida
tiene que ser toda ella provocadora de esperanza, de felicidad, relato de la
misericordia y del amor del Padre, asumiendo como estilo el mismo del Señor
Jesús.
En consecuencia con esto, es imperativo para la Iglesia, para
cada cristiano, despojarse de galas, presunciones,lenguajes de poder y de
triunfo, y tornarnos todos hombres y mujeres de servicio, de encarnación
profunda en todas las realidades humanas, sintiendo dolores, pobrezas, vacíos,
abandonos, y dejando que Dios y la humanidad se encarguen de hacernos sensibles
y - por lo mismo - aptos para descubrir
donde están aquellas realidades llamadas a llenarse de este Padre resuelto a
llevarnos por los caminos de la realización, del reconocimiento de la dignidad
de todos los humanos.
Esto no es asunto sólo para sacerdotes, obispos, religiosas.
Es tarea de todo el que se empeñe en tomar en serio a Jesús de Nazareth. Cada
uno en su lugar existencial, familia, trabajo, profesión, estudios, sociedad,
grupo de pertenencia, está llamado a asumir la tarea de ser enviado, no sin
antes apropiársela haciendo de ella su estilo de vida, su mentalidad, su
esencia, su manera de relacionarse con cada persona, con la realidad, con la
historia, con la dinámica social.
Este mundo con sus múltiples y contradictorias realidades,
unas estupendas por su humanismo y espiritualidad, con los nobles avances de la
ciencia y de la cultura, de la promoción de la dignidad humana, expresados en
la inclusión social, en el trabajo, en el acceso a todos los beneficios que
permiten vivir con entusiasmo, pero también marcado por la eterna pobreza, cuya
superación nunca termina de ser tenida en cuenta en los centros de decisión, o
por la violencia irracional, también por los excesos de la sociedad de consuma,
es el campo al que somos enviados como aquellos 72 de hace veinte siglos.
La tarea es apasionante en el máximo sentido en que algo
puede serlo, pero es exigente, demanda la totalidad del ser, no admite medianías,
es encarnada, implicada amorosamente en todo lo humano, en lo bello y digno,
pero también en lo injusto y pecaminoso, y siempre llamada a generar
entusiasmo, deseos de vivir, ilusión, ideales, en definitiva, esperanza como la que el Padre Dios nos ofrece
en Jesucristo: “Que nadie me cause molestias de ahora en adelante, pues llevo sobre mi
cuerpo las señales de Jesús “ (Gálatas 6: 17).
Antonio José Sarmiento Nova,S.J. – Alejandro Romero Sarmiento
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