Lecturas
1.
Exodo
32: 7-11 y 13-14
2.
Salmo
50: 3-4 y 12-17
3.
1
Timoteo 1: 12-17
4.
Lucas
15: 1-32
Cuando el autor del Génesis dice “hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza” (Génesis 1: 26)
no está expresando una simple retórica piadosa sino formulando una
verdad que es sustancial en la revelación bíblica: Dios nos crea haciéndonos
partícipes de su propio ser, dotándonos de libertad y de capacidad de amar, y
llamándonos a construír un mundo armónico, en el que cada ser humano posee
igual dignidad, y en el que la referencia al Creador es el principio y
fundamento de eso que llamamos paraíso, expresión esta que significa el estado
de vinculación original y originante de las creaturas con respecto a la
iniciativa amorosa de Dios.
Es componente esencial de esa semejanza el ser
misericordiosos como es quien nos ha llamado a la vida. La misericordia es la
solidaridad amorosa de Dios con cada ser humano, fuerza que restaura y reconfigura
lo que el pecado pierde y desarticula. Tal es el mensaje dominante en las
lecturas de este domingo: al egoísmo y a
la injusticia que resultan de un
ejercicio distorsionado de la libertad , Dios responde con el empeño
infatigable de brindar siempre nuevas posibilidades para que los humanos
retornemos a esa condición original de gratuidad y armonía.
Examinemos el diálogo de Moisés con Yavé que empieza con las
palabras de este: “Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú
sacaste de Egipto” (Exodo 32: 7), es una expresión que si bien se
refiere explícitamente a los desvaríos idolátricos de los israelitas,
perfectamente se puede extender a la gran biografía de la humanidad, cuando
esta se siente autosuficiente, arrogante, y rompe los vínculos que la fundan y
la comprometen.
Es propio de muchos de los textos del Antiguo Testamento
presentar a Dios descompuesto por lo
excesos de la pecaminosidad del pueblo con el que había establecido una
alianza, lenguaje fuerte y exigente que está en los profetas y en otros
escritos bíblicos, y con el que se quiere contrastar la inmensidad y
generosidad del amor de Dios y la ingratitud del pueblo que hipoteca su
dignidad en la idolatría.
Historia de siempre como esta que vemos – dolorosamente! – en
las muchas injusticias, violencias, deshonestidades, corruptelas, que surgen de
seres humanos amados y bendecidos por Dios y llamados – como todos nosotros – a
un proyecto de vida digna.
Moisés acude a esta fidelidad original de Yavé y por eso se
atreve a interceder por su pueblo: “Por qué, Señor, se va a encender tu ira
contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta?” (Exodo
32: 11), es este un ejercicio de mediación en el que se remite a la
sensibilidad teologal por el ser humano, especialmente por el que distorsiona
su proyecto vital, con la esperanza puesta en la reintegración del corazón que
sólo se puede resignificar con la intervención salvadora – liberadora –
misericordiosa del mismísimo Dios.
Moisés osa – por amor a su pueblo, también por fidelidad a su
Dios- tocar esta fibra misericordiosa,
en la que reside la esperanza de rehacer la interioridad de lo que se ha
perdido por el efecto disolvente del pecado.
Mirar el aspecto pecaminoso de la condición humana no parte
de una visión pesimista sobre la misma, es ejercicio del más radical realismo:
la historia abunda en testimonios en los que el ser humano al volverse contra
Dios se ha vuelto contra su prójimo. En esto tienen su raíz las injusticias y
las exclusiones, las múltiples violencias, las innumerables manipulaciones, las
economías que propician la desigualdad, el sin sentido de quienes viven
expuestos a la tragedia, las abominables guerras que permanentemente empañan el
amor creador de Dios.
Los crímenes del régimen nazi contra la comunidad judía en
los desoladores años de la segunda guerra mundial, la guerra étnica en Ruanda y
Burundi en la que los hutus acabaron con la vida de novecientos mil tutsis, los
delitos abominables cometidos por paramilitares y guerrilleros, la violencia
demente del narcotráfico, son testimonios que no hablan bien de los seres
humanos que los decidieron y realizaron, para vergüenza y dolor de toda la
humanidad.
Cómo nos sentimos ante esto? Descubrimos alguna interpelación
vigorosa de Dios para nuestros relatos individuales y colectivos? O esta palabra se nos diluye en la
consideración de que el pecado y sus consecuencias son asuntos ajenos a
nosotros que vivimos en la comodidad de la “buena conciencia”?
Es clave también afirmar que Dios es misericordioso y perdona
pero también es profundamente exigente:
su poder reconciliador no es una contemporización benevolente con esta
tendencia humana a hacer el mal. El correlato de la misericordia es la
invitación para llevar una vida que lo tome en serio a El, a los demás seres
humanos, a nosotros mismos.
Si nos experimentamos perdonados y amados, también nos sentimos comprometidos a hacer de
nuestra existencia algo muy sensato, muy
generoso, muy honesto, expresión de nuestra respuesta agradecida a esa
incansable iniciativa de reconciliación.
Es clásico en el mensaje de Jesús lo que El expresa en el
capítulo 15 de Lucas. Al escándalo de fariseos y maestros de la ley ante la
conducta de Jesús con los “malos”: “Este recibe a pecadores y come con ellos” (Lucas
15: 2), El responde con las tres parábolas de la misericordia, en las que
destaca la conocidísima del padre compasivo y el hijo pródigo. La invitación
que hacemos es a orar en profundidad sintiéndonos involucrados en el relato y
haciendo un ejercicio de identificación con los personajes que allí se nos
proponen:
-
Somos
como el hijo menor, vanidosos, desaforados para ejercer una libertad mal
entendida y profundamente ingratos con quien nos ha bendecido con su paternidad
y con todos los dones que vienen de ella? : “A los pocos días, el hijo menor
reunió todo y emigró a un país lejano,
donde derrochó su fortuna viviendo una vida desordenada” (Lucas 15:
13).
-
Somos
como el hijo mayor, arrogantes porque nos sentimos observantes al pie de la
letra de los mandatos de Dios, presuntuosos porque nos consideramos mejores que
los demás, y envidiosos con el Padre porque perdona al hijo desordenado?: “Mira,
tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has
dado un cabrito para comerlo con mis amigos. Pero, cuando ha llegado ese hijo
tuyo, que ha gastado tu fortuna con prostitutas, has matado para él el ternero
cebado” (Lucas 15: 29-30).
-
O
– felizmente – somos como el Padre, cuyo amor incondicional, inagotable, no
descansa hasta celebrar la fiesta de la reconciliación “porque este hermano tuyo estaba
muerto y ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado”? (Lucas
15: 32)
Lo que quiere decir Jesús con esta parábola es que la
misericordia es la personalidad del Padre, siempre comprometido con la plenitud
y felicidad de cada ser humano, como que finalmente esta es su opción
preferencial.
Lo que verdaderamente
interesa a Dios es el ser humano, su dignidad, su vida en gratuidad, su
bienaventuranza, y por eso no ahorra esfuerzos para que cada hombre , cada
mujer, descubra este elemento sustancial de su identidad.
Con esto marca el contraste bien conocido con la mentalidad
religiosa, ritual y legalista, de los sacerdotes judíos, doctores de la ley,
fariseos, siempre en plan de escandalizarse cuando algo salía de los límites
estrechos de esa milimetría intransigente. El ministerio de Jesús es revelar la
realidad de un Dios que se inserta misericordiosamente en la realidad de todos
los humanos, santos y pecadores, justos e injusto, buenos y malos, Dios
empeñado en que su obra creadora no se deshaga por el egoísmo y por el desatino
del pecado.
Este estilo de Jesús – debemos decirlo – es profundamente
escandaloso porque rompe los esquemas de esa justicia que practicaban con
mezquindad aquellos hombres “religiosos” y afirma que Dios ama sin reservas a
los condenados, a los pecadores, a los que han perdido la referencia teologal
de su vida. Tener esto claro es asumir uno de los elementos esenciales del
cristianismo!
Que sea este ejercicio de oración una mirada para ir a las
profundidades de nuestra conciencia, desnudándonos ante Dios, sin apariencias
ni mecanismos de defensa o justificación, dejando que El nos interrogue,
desafíe, y estimule a una vida en justicia y rectitud. Y también que
cultivemos una conciencia sobre el aspecto frágil y precario de nuestro ser.
Cómo compaginar la exquisitez de la misericordia con la
exigencia y la responsabilidad? Asumamos que esta es una cuestión de base que
el Espíritu nos propone para que nuestra historia no sea un desperdicio de
oportunidades sino un constante y creciente camino de configuración con el
proyecto de Jesús, en los términos en que lo expresa Pablo: “Doy
gracias a Cristo Jesús Señor nuestro, quien me fortaleció, se fió de mí y me
tomó a su servicio a pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias
anteriores” (1 Timoteo 1: 12).
Hemos experimentado el perdón? Hemos vivido todo el poder
restaurador de la reconciliación? Nos sentimos movidos a participar de esta revolución
con la que Jesús instaura una nueva lógica de vida, no inspirada en el cobro
milimétrico de las deudas sino en la iniciativa del Padre que nos reconstruye
desde dentro?
Los tiempos que vivimos en Colombia son una excelente
coyuntura para estas consideraciones. Indudablemente deseamos que finalmente
las negociaciones de paz entre el gobierno y las FARC concluyan
satisfactoriamente, conscientes, por supuesto, de que se han dado crímenes de
hondo calado y gravísimas violaciones del derecho a la vida.
Qué reto plantea esto a nuestras conciencias desde la óptica
de la misericordia de Dios?
Antonio José Sarmiento Nova,S.J. -
Alejandro Romero Sarmiento
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