domingo, 26 de enero de 2014

COMUNITAS MATUTINA 26 DE ENERO III DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Lecturas
1.      Isaías 8: 23 a 9:3
2.      Salmo 26: 1-4 y 13-14
3.      1 Corintios 1: 10-13 y 17
4.      Mateo 4: 12-17
El gran asunto que mueve a la  humanidad es el del sentido de la vida, esto mismo subyace en el origen del dinamismo de la religión y de la espiritualidad. No es esta una realidad sólo para especialistas académicos que, especialmente a través de la filosofía y de la teología, hacen el esfuerzo de formular respuestas adecuadas a este interrogante fundamental.
 Es patrimonio de cada ser humano, de su búsqueda del significado definitivo de la existencia, de su deseo de superar la contradicción contenida en la muerte y en el sufrimiento, de salir adelante a los múltiples fracasos posibles, en la intención de desvelar el misterio del mal, en la pasión por dar a la vida de cada persona un contenido de trascendencia.
Aquí entra en juego la dimensión fundante de la esperanza. El estudio atento de las religiones abre una puerta muy importante para captar cómo los seres humanos han intentado respuestas  definitivas a  aquello que llamamos la dimensión última.
 Las ciencias humanas y sociales  han realizado estudios profundos para determinar las motivaciones y manifestaciones de lo religioso, con su correspondiente inserción en la cultura, intentando interpretaciones de diversa índole, unas concluyendo que la pretendida realidad de Dios y sus mediaciones religiosas no son nada más que fantasías y ficciones, proyecciones de seres humanos incapaces de darse sentido por sí mismos, y otras destacando la validez y definitividad salvadora y liberadora de estas opciones.
Como sea, estamos ante algo clave para configurar el destino de los humanos. Propongamos de entrada, un juicioso control de calidad a las religiones, para purificarlas de sus permanentes tentaciones de fundamentalismo, de arrogancia moral y doctrinal, de exclusión y condenación de otras búsquedas de lo verdadero y bueno, de su rechazo de la mundanidad histórica, justamente en la perspectiva de acceder a un encuentro saludable con la trascendencia decisiva y plena que muchos hombres y mujeres buscamos con interés y con pasión.
Cuál es el modo propio del cristianismo en este orden de cosas? De qué manera la fe en Jesucristo se constituye en un aporte válido, notable, a esta construcción del sentido total? Es una cuestión prioritaria en términos del valor de la opción creyente, de los contenidos de la fe, de la traducción de los mismos a la cotidianidad, de su huella en el conjunto general de la historia, de su capacidad de responder con honestidad  al sincero afán de trascender las fronteras de la  mortalidad y  de la irrelevancia.
El evangelista Mateo, en el texto de este domingo, trae una esperanzadora referencia del profeta Isaías, diciendo que: “ Al oír Jesús que Juan había sido encarcelado, regresó a Galilea. Dejó Nazareth y se fue a vivir a Cafarnaúm, junto al lago, en la frontera entre Zabulón y Neftalí; para que se cumpliera lo anunciado por el profeta Isaías: tierra de Zabulón, tierra de Neftalí , camino del mar al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vió una gran luz; a los que habitaban en una región de sombra de muerte, una gran luz les brilló” (Mateo 4: 12-16).  
Qué es lo específico de esta luminosidad? Tengamos presentes los muchos sufrimientos de tantas personas contemporáneas de Jesús, sus pobrezas y carencias, sus vacíos existenciales, sus desencantos, muchos de ellos causados por la misma religión , intransigente, rigorista, pensada más sobre el cumplimiento fanático de la ley que sobre el amor y la misericordia, y pensemos que esto mismo ha aquejado y sigue aquejando a muchos en la humanidad.
Es tal el alcance y dramatismo de estos problemas , hasta el punto de estremecer en sus raíces la condición humana, que merecen la atención y dedicación más honesta, en el mejor sentido de esta expresión, y  las consiguientes respuestas que verdaderamente reconfiguren la existencia, dotándola de un sentido esperanzador, liberador, suministrando a los creyentes la capacidad de afrontar creativamente  los grandes  retos de la vida, sin falsas resignaciones, sin conformismos alienantes, y disponiéndolos para el momento supremo de la muerte y de la apertura a una eternidad definitiva.
Esa “gran luz” ciertamente proviene de Dios, del que es totalmente otro, revelado en la experiencia histórica concreta de Israel, en las contingencias de su devenir, inserto particularmente en los dolores y en las crisis, redimiéndolas de su carácter trágico y abriéndolas a un horizonte de salvación y de libertad sin límites, y manifestado como Palabra decisoria, plena, en la historia del Señor Jesús, tal como lo testimonian los integrantes de la Iglesia Apostólica, de las comunidades de fe que dan origen al Nuevo Testamento.
Siempre cabe preguntarnos  -  cuestión saludable por excelencia -  cómo acontecieron estas realidades de salvación en los creyentes del cristianismo primitivo, porque esta es la experiencia original de la fe cristiana, la que ha de inspirar todo el caminar histórico de las comunidades que profesan a Jesucristo como Señor y Salvador, el dador de sentido en nombre del Padre y del Espíritu, la “ luz brillante” que nos rescata del vacío y de la tragedia.
Con Isaías afirmamos: “ Porque, como hiciste el día de Madián, has roto el yugo que pesaba sobre ellos, la vara que castigaba sus espaldas, el látigo del opresor que los hería” (Isaías 9: 3) , constatación testimonial de que Dios sí valida las esperanzas humanas de dignidad, de recuperación del sentido de trascendencia, de liberación y redención de toda muerte y de toda injusticia.
Nos preocupa demasiado el que se utilice a Dios y a la religión como recurso de engaño, de fanatismo sectario, de manipulación de los textos fundantes para convertirlos en argumentos favorecedores de torpezas doctrinales, de alienaciones y esclavitudes, como desafortunadamente se percibe en muchas manifestaciones religiosas. Este retorno de lo religioso, a menudo apabullante y masivo, tiene esa preocupante connotación! Esto impone una vigilancia crítica a los predicadores “vedettes”, a sus abusos frente a las comunidades, a su búsqueda enfermiza de reconocimiento y de poder.
 De ahí el reto del permanente control de calidad, de una espiritualidad purificada de contaminaciones, de una configuración saludable de la afectividad y de la racionalidad de los sujetos creyentes, de una interpretación juiciosa de los textos originales y originantes para acceder a sus con-textos y sus pre-textos, de la encarnación comprometida en las realidades del ser humano, de la escucha abierta de sus clamores: Implicación redentora en el mejor estilo del Evangelio!
Qué nos dicen estas consideraciones? A qué nos mueven? Qué cambios cualitativos suscitan en nuestra humanidad y en nuestra condición de creyentes? Somos conscientes de la relevancia histórica y existencial de la fe cristiana? El ser seguidores de Jesucristo nos hace más humanos – sinceramente humanos ¡ - comprometidos con las grandes causas de sentido, de trascendencia, de liberación, de todos nuestros congéneres?
La reflexión teológica y los movimientos pastorales que ayudaron a preparar el Concilio Vaticano II estuvieron marcados por este interés, por un diálogo abierto con las problemáticas humanas más acuciantes, el drama de la guerra, la pobreza y exclusión en que viven tantos hombres y mujeres, el absurdo y el sentimiento trágico de la vida, los interrogantes formulados por las interpretaciones que hacen el psicoanálisis, la filosofía, las ciencias humanas y sociales, la insuficiencia de las respuestas políticas e institucionales.
Uno de los grandes textos de este Concilio – la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno GAUDIUM ET SPES – hace un diagnóstico atento de estos aspectos de la vida de los seres humanos y traza unas directrices teológicas y pastorales para una plena sintonía con el ser humano: “El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón” (Concilio Vaticano II. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Moderno, No. 1) .
Ser relevantes en términos de capacidad de responder a estas demandas legítimas y válidas, con la misma relevancia salvífico-liberadora del Señor Jesús, es lo que compete a la Iglesia, para que sea fiel a las intenciones del Padre Dios, pasar de la excesiva institucionalidad y verticalidad a su condición de servidora de todos los humanos con lo que le es propio: anunciar la Buena Noticia de salvación y dar razones definitivas para la esperanza!
Caminar hombro a hombro con la humanidad, sentir como propios sus vacíos y dolores, gozar con sus plenitudes y felicidades, y esmerarse siempre en ser transparencia de Jesucristo, inclinada misericordiosamente hacia todos – sin excepciones ! - , encarnada, implicada, inculturada, siempre saliendo de sí misma, es imperativo evangélico para la Iglesia. Al ser así, ella – nosotros, nos situamos en la autenticidad que estamos invocando para responder con seriedad a la pregunta de los humanos por el sentido último de la existencia.
Una característica del ministerio evangelizador – constatada por Pablo – le hace decir que: “Porque Cristo no me ha enviado a bautizar sino a evangelizar, y esto sin sabios discursos, para que no pierda eficacia la cruz de Cristo” (1 Corintios 1: 17), advirtiendo con ello que lo que verdaderamente salva es el mismo trabajo del Dios que en El, en el Señor Jesús, se ha revelado como comunión plena, incondicionalmente comprometida, con el destino del género humano.
La cruz de Jesucristo, su eficacia salvadora, no es un acontecimiento espectacular de poder, ni siquiera una gran evidencia religiosa, es el testimonio máximo del amor de Dios, el gran referente de su credibilidad, su apuesta amorosa, ilimitada, incluyente, solidaria, por  la pasión de cada ser humano persiguiendo siempre  el sentido absoluto de su existencia.

Antonio José Sarmiento Nova,SJ  -  Alejandro Romero Sarmiento

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