domingo, 24 de agosto de 2014

COMUNITAS MATUTINA 24 DE AGOSTO DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO



Lecturas
1.      Isaías 22: 19 – 23
2.      Salmo 137: 1 – 8
3.      Romanos 11: 33 – 36
4.      Mateo 16: 13 – 20
En su bello y profundo libro “Imágenes deformadas de Jesús”, el teólogo jesuita francés Bernard Sesboüé se dedica a estudiar con rigor las respuestas a la pregunta que el mismo Jesús formula a Pedro y a los discípulos: “Quien dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mateo 16: 13), ratificada con esta más directa: “Y ustedes, quien dicen que soy”? (Mateo 16: 15).
No se trata de una disquisición teológica para eruditos. Es una cuestión  de fondo que se  dirige de modo central a cada creyente con el fin de hacer control de calidad a la propia fe:
-          Si estamos llevados simplemente por una inercia sociocultural, en la que la adscripción al cristianismo es uno más de los elementos de identidad social; es como decir “en nuestra sociedad estamos acostumbrados a ser católicos” porque esto nos brinda la facilidad de ser aceptados y reconocidos por el medio, pero sin conmover con pasión evangélica a la persona que se define así.
-           Si nuestro cristianismo se inclina por definiciones incompletas de Jesús, mucho más divino que humano, tanto que esto último se diluye casi por completo; un Jesús milagrero, con características de extraterrestre, vidente con respecto al futuro, y desentendido de todas las implicaciones de la humanidad, especialmente de sus aspectos dramáticos y dolorosos.
-           También es muy frecuente el caso de un cristianismo   marcado por una religiosidad  triste y trágica que se fija demasiado en el aspecto sufriente del Señor, el escarnecido y humillado, el crucificado, con la abundante expresión de estas percepciones en la imaginería popular y en las devociones correspondientes: el Señor Caído de Monserrate, el Milagroso de Buga, muy populares por cierto, pero sin asomo de vitalidad pascual, de esperanza y de sentido trascendente de la existencia.
-          O un Jesús melifluo y sentimental, demasiado ingenuo, sin perspectiva crítica para captar las complejidades de la vida de hombres y mujeres, sus contradicciones y vacíos, que deriva en unas prácticas religiosas muy aisladas de la realidad y del carácter dialéctico de la historia.
-          También es preciso advertir sobre el volver a Jesús solamente como un caudillo y revolucionario social, identificándolo con unas determinadas tendencias políticas, y convirtiéndolo apenas en el gestor que impulsa hacia reivindicaciones de justicia, realidades que de entrada son legítimas pero que no agotan todo lo que la auténtica tradición cristiana cree sobre la totalidad del misterio del Señor Jesucristo.
Altamente recomendado para quienes se interesan en cultivar una fe inteligente y seria, este libro  de Sesboüé hace un recorrido juicioso por este universo de interpretaciones  deformadas, con la sana intención de purificar la práctica cristiana y de rescatar y explicitar los aspectos esenciales de la fe en Jesucristo, tal como fue vivido y proclamado por las comunidades del Nuevo Testamento y por los sucesivos momentos de definición de la fe en los primeros tiempos de la historia de la Iglesia, particularmente en los Concilios de Nicea (año 325) y de Calcedonia (año 451).
Que sean estas reflexiones un llamado sensato para volver al diálogo que nos propone el texto de Mateo que proclamamos en este domingo .  Que su inspiración provoque en nosotros preguntas serias a nuestra fe, a la manera como asumimos a Jesús, a nuestras respuestas espirituales y religiosas y a las formas concretas como esto influye en nuestras actitudes,  opciones y actuaciones, en todos los elementos que constituyen nuestro estilo de vida, el modo  como estamos insertos en la dinámica de la sociedad y  en los criterios con los que orientamos todas nuestras actividades, tanto en la vida personal como en la profesional y ciudadana.
Pongamos en nuestra mente, boca y corazón las palabras de Pedro, que habla por él mismo y por los discípulos, y digamos sentidamente  la respuesta a la cuestión que el Maestro les planteó: “ Simón Pedro respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mateo 16: 16), escueta pero densa profesión de fe que expresa las convicciones creyentes de la primera comunidad cristiana, y que luego vendrá a hacerse evidente en la vida y testimonio heroico de esas cristiandades originales, fundacionales, en muchos casos acreditada con el martirio y la persecución.
Cómo se da  el binomio de esa pregunta – respuesta entre nosotros hoy? Corremos el apasionante riesgo de vivir la fe en el Señor Jesús con todas las implicaciones de su divinidad y de su humanidad? Se refleja eso en nuestro ser cotidiano, en las diferentes dimensiones que configuran nuestra integralidad: racionalidad y capacidad de conocimiento, sexualidad y afectividad, participación social, trabajo y compromiso con la justicia, vida de hogar, amistades, postura crítica ante las presiones de los medios de comunicación, disfrute de la vida  desde la libertad, la alegría y el juego, espiritualidad y membresía en la comunidad de fe, valores éticos y opción por una vida responsable y honesta?
Porque la realidad divina y humana de Jesús, comprensión completa de la fe de la Iglesia y de todas las comunidades cristianas, respuesta genuina a la pregunta que el Señor hace a Pedro y a nosotros, es para que cada hombre y cada mujer que optan por esta alternativa sean plenamente divinos y plenamente humanos, en la feliz simultaneidad  que se da en la persona adorable del Señor, Jesús el Cristo.
Creer en Jesús, seguir a Jesús, no es un asunto que se queda para los momentos rituales, litúrgicos, la pretensión es que todo lo que constituye a un ser humano que libremente decide seguir este camino esté permeado por El hasta configurar una nueva manera de ser, saludable, integrada, realista, un verdadero relato de Dios, cimentado en el original  que es Nuestro Señor Jesucristo.
 Esto es exactamente lo que San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales llama el “conocimiento interno de Jesús”,  lo expresa el santo en la tercera petición preparatoria de la oración de la segunda semana  de los ejercicios(etapa, digamos para mejor comprensión) : “….demandar lo que quiero; será aquí demandar conocimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (Texto de los Ejercicios de San Ignacio, No 104). Dicho en lenguaje más llano, pero no por ello menos claro y demandante: se trata de que todo lo que somos como seres humanos se deje configurar por la persona de Jesús, y esto en el mayor nivel posible de apasionamiento y de amor.
Y hay algo más. Por eso vamos a fijarnos con detalle  en la segunda parte del texto de Mateo: “Jesús le dijo: dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre del cielo! Pues yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra constituiré mi Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá” (Mateo 16:  17 – 18).
Jesús se propone construír una comunidad nueva, en la que se viva plenamente la Buena Noticia que El anuncia y vive, una comunidad que permanezca en el tiempo, que sea sacramento de su presencia eficaz en la historia humana, para ello requiere que esta esté cimentada sobre una piedra fundamental, el sillar o la roca en la que se asienta el edificio, entendiendo como tal a la comunidad de discípulos de Jesús, que tiene su punto de partida en Pedro – Piedra y en sus  compañeros, testigos originales de la vida y ministerio del Señor en su existencia histórica, ahora cualificados y redimensionados por la experiencia de la Pascua que los ha transformado cualitativamente del temor y el sentimiento de fracaso al coraje apostólico y a la disposición de apostar toda la vida a esta causa.
Este es el origen de lo que llamamos el ministerio petrino y la sucesión apostólica. Comprender esto es clave para una cabal vivencia de nuestra condición cristiana. Pedro es una figura vinculante, en cuanto en él se condensa el ser humano creyente, con todas sus virtudes y también límites y deficiencias, como lo testimonian los mismos relatos evangélicos, especialmente  en aquel de la negación, cuando Jesús es prendido por los enviados del sanedrín y del sumo sacerdote (Mateo 26: 69 – 75).
 Pero este mismo Pedro, temeroso y cobarde, como muchas veces nos sucede, es después cabeza de los discípulos y el más entusiasta testigo de Jesucristo.  El mismo lo afirma: “Bendito sea Dios, padre de Nuestro Señor Jesucristo que, según su gran misericordia y por la resurrección de Jesucristo de la muerte, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, a una herencia que no puede destruirse , ni mancharse, ni marchitarse, reservada para ustedes en el cielo” (1 Pedro 1: 3 – 4).
Pedro, pastor de la primera comunidad de cristianos de Roma,  es la roca en la que se afianza la solidez de la Iglesia. El mismo, el negador, es ahora el afirmador del Señor Jesús, y lo hace también martirialmente, avalando con su sangre que aquello que profesa y vive con los primeros discípulos es la más poderosa razón para vivir en plenitud de sentido y esperanza.
Esto es lo que da significado al ministerio del Obispo de Roma, el ministerio petrino. El Papa es sucesor de Pedro en este servicio apostólico: “A  ti te daré las llaves del reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mateo 16: 19).  Es su condición de hombre privilegiado amigo personal de Jesús, que fue iniciado por El en los misterios del reino de Dios y su justicia, testigo primigenio de los hechos con los que surge el cristianismo, lo que lo hace acreedor a este ministerio y a ser el comienzo de la sucesión apostólica, que da validez sacramental al devenir de la Iglesia en el paso de los siglos.
Tengamos claro que no se trata de un poder del mundo – aunque algunos papas se desorientaron y se dejaron llevar por esto último – sino de una capacidad sacramental conferida por Jesús a Pedro, en cuanto este  lleva en sí toda la Iglesia, y en ello se incluye la respuesta a la pregunta “Quien dice la gente que soy yo?”, respuesta completa que asume conscientemente la plena divinidad y la plena humanidad del Señor , en la que estamos involucrados todos los cristianos.

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