domingo, 23 de agosto de 2015

COMUNITAS MATUTINA 23 DE AGOSTO DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO



“Le respondió Simón Pedro : Señor, donde quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”
(Juan 6: 68 – 69)
Lecturas:
1.   Josué 24: 1 – 2 y 14 – 18
2.   Salmo 33: 2 – 3 y 16 – 23
3.   Efesios 5: 21 – 32
4.   Juan 6: 60 – 69
Estamos en la conclusión del capítulo 6 de Juan, proclamado durante cinco domingos, con un contexto y mensaje claramente definido, acompañado de sus correspondientes comentarios y aplicaciones. Llega la hora del desenlace. La disyuntiva es nítida: acceder a la verdadera Vida, o permanecer enredados en el egoísmo, en la ley observada rigurosamente sin conversión del corazón y sin acceso a la vitalidad de Dios.
Durante estos domingos hemos reflexionado sobre lo inaceptables que eran estas palabras para los judíos del tiempo de Jesús, también para nosotros cuando permanecemos atados a la religiosidad cultual y a todo el universo de ídolos bien conocidos: nuestro ego, los afectos desordenados, la carencia de solidaridad, el estilo individualista y competitivo, el complejo de superioridad moral y religiosa.
De esta esta  actitud de incomprensión también participan algunos de los suyos: “Muchos de sus discípulos , al oírle, dijeron: Es duro este lenguaje. Quién puede escucharlo? Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: Esto los escandaliza? Y cuando vean al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?” (Juan 6: 60 – 62).
 Todo lo que les propone Jesús: dar su cuerpo y su sangre para ser comido y bebido, ser El pan de vida, partirse y compartirse para dar esa misma vida, proponer un modo de vida radical en el amor a Dios y a los hermanos, dedicar la totalidad de la existencia a dar sentido a los demás, aún previendo el riesgo de la muerte, resulta escandaloso, excesivamente exigente, demandante de las mayores rupturas, moviendo el mundo de seguridades de quienes se sienten interpelados por este requerimiento. Los que se sienten sensatos y gentes de sentido común se escandalizan con Jesús!
Gran tentación de muchos ámbitos cristianos ha sido la de adaptarse a los sistemas sociales y a las mentalidades establecidas, disminuyendo notablemente la fuerza profética y liberadora del Evangelio, dulcificando a Jesús, comprometiéndose con estilos y mentalidades que nada tienen que ver con la originalidad de la Buena Noticia. Un cristianismo así es “light”, no incomoda.
En cambio, cuando la Iglesia y los cristianos se empeñan en aceptar y vivir el “escándalo” de Jesús, el de la cruz, el de la donación de la vida, el de ponerse de parte de los últimos del mundo, el de no transigir con las mundanidades de la injusticia y de la exclusión, del ritualismo sin vida, se hace provocador, comunicador de la genuina vida de Dios, y, en consecuencia, fiel a su vocación original.
Las grandes figuras del camino cristiano como Pablo, Agustín de Hipona, Catalina de Siena, Hildegarda von Bingen, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Laura Montoya, Dietrich Bonhoeffer, Desmond Tutu, Oscar Romero, Helder Cámara, Thomas Merton, han experimentado las contradicciones y cruces de ser incomprendidos, porque su estilo, sus palabras, su vida – como la de Jesús, su  Señor y Maestro – aterran a muchos, en la medida en que confrontan un modelo que definitivamente no es el del Padre Dios.
La escena que refiere la primera lectura de hoy – del libro de Josué – es un dilema de fidelidad, de opción, de libertad, que se inscribe en este contexto que venimos proponiendo: Josué tomó el relevo que le dejó Moisés y concluyó la misión de traer los israelitas a la tierra prometida, encontrándose con las tribus que por siglos habían permanecido allí; la gran alternativa es , entonces, la de la fidelidad a Yahvé, a sabiendas de que es en esta donde se puede  vivir la genuina libertad, la mejor humanidad, el sentido más completo de la vida.
Por esto les dice: “Pues bien, amen al Señor, sírvanle con toda sinceridad, quiten de en medio a los dioses a los que sirvieron sus padres al otro lado del río y en Egipto, y sirvan al Señor. Si les resulta duro servir al Señor, elijan hoy a quien quieren servir: a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del río o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitan, que yo y mi casa serviremos al Señor” (Josué 24: 14 – 15).
El dilema es: esclavitud o libertad, sometimiento servil o dignidad!
Durante mucho tiempo se ha configurado la idea y la vivencia de que ser creyente en Dios es estar sometido con la libertad hipotecada a El, y, lo contrario, ser no creyente se entiende como una evidencia de la emancipación de toda tutela distinta del mismo ser humano. Y este es un asunto de la mayor seriedad: si por creer en Dios se entiende perder la dignidad, dejarse manipular, alienarse, renunciar a la autonomía y a la iniciativa, tornarse seres pacatos y llenos de miedos y de culpas, pues está claro que el ateísmo así vivido es saludable y liberador.
Hacia mediados de los años setenta el sacerdote y periodista español Juan Arias escribió el libro titulado “El Dios en quien no creo”, en el que planteaba con talante crítico las falsas imágenes de Dios que se corresponden con falsas imágenes de ser humanos. Fuerte y contundente, el referido texto pretende despertar la conciencia adormecida de los creyentes y llamar la atención sobre esas idolatrías, que, con cuño religioso, apartan a las personas del Dios de la libertad, al que convoca el llamamiento de Josué .
Y así, volvemos a Juan: “ Es el Espíritu quien da vida, la carne no vale nada” (Juan 6: 63). Es preciso advertir que aquí , carne y espíritu no se refieren a dos realidades concretas y opuestas, sino a dos maneras de afrontar la existencia humana. Sólo una actitud espiritual puede ser dadora de sentido. Vivir desde las exigencias de lo que San Juan entiende como “carne” conlleva una limitación radical, y cercena la verdadera meta del ser humano.
En este orden de cosas, la “carne” tiene sentido si está informada por el “espíritu”. La encarnación, la inserción de Dios en la humanidad, en su historia, es una asunción que El hace para dotarla de espiritualidad, de vitalidad, de trascendencia, de capacidad de dar la vida. Vivir en la “carne” es estar en el egoísmo, en la ley que no libera, en el pecado, en la injusticia. Vivir en el “espíritu”, es estar en el Padre, en el hermano, en la solidaridad, en el servicio, como Jesús.
Una concreción de esta vida en el “espíritu” es la que hace hoy Pablo en la carta a los Efesios: “Hombres, amen a su mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para limpiarla con el baño del agua y de la palabra, y consagrarla, para presentar una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e irreprochable. Así tienen los maridos que amar a sus mujeres, como a su cuerpo. Quien ama a su mujer se ama a sí; nadie ha odiado nunca su cuerpo, antes lo alimenta y cuida , como Cristo a la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo” (Efesios 5: 25 – 30).
El seguimiento de Jesús es de altísima exigencia, no por razones de masoquismo o de perfeccionismo sicorrígido y superyoico sino por la excelencia en el amor, en la donación de la  propia vida para dar sentido a la de los demás, marcando el contraste con esa mentalidad “carnal” que sólo persigue el propio beneficio y la comodidad.
Naturalmente, esto asusta: “Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con El” (Juan 6: 66). Fijémonos bien que hasta ahora quienes le repudiaban eran los judíos, ahora son sus mismos discípulos, muchos de ellos se sienten incomodísimos e incomodados por la alternativa que El les propone, quien les responde: “También ustedes quieren marcharse?” (Juan 6: 67).
Jesús no busca la aprobación general, su mensaje no es políticamente correcto, no persigue éxito y aplausos – como tantos líderes y no pocos predicadores religiosos que buscan “rating” y fama - , es consciente del dramatismo contenido en la invitación que formula, pero no va a rebajar un ápice en los contenidos de la misma, y paga el riesgo de la soledad.
En los evangelios sinópticos, empieza muy aclamado por la multitud, pero termina abandonado por la inmensa mayoría, por el calibre de las implicaciones de su seguimiento. Aquí el mesianismo triunfal no tiene cabida, es excluído, junto con la vanagloria, el poder. La alternativa es la cruz, la renuncia a toda ambición, dejarnos comer y beber como El, ser comidos y bebidos para dar vida, en la mejor lógica eucarística y evangélica.
Advertencia crítica contra ese mundo de seguridades religiosas que se ofrecen,  derivadas del cumplimiento de unas normas y del frío y poco cautivante sentido de pertenencia a una institución prestadora de servicios rituales. La oferta de Jesús no es presentada con la contundencia que merece. Hasta la eucaristía, que es el sacramento de la entrega, se ha reducido a objeto de devoción, para evitar el compromiso de dejarnos comer. Nos duele oír hablar de la realidad significada: el don de sí mismo, y pasa a segundo plano la comunidad que celebra y vive la eucaristía.
Es descorazonador seguir pensando que Dios está más presente en un trozo de pan que en los seres humanos humillados y ofendidos.
Por eso, debe quedarnos claro – aunque sean estas palabras fuertes y escandalosas – que la oferta es absoluta: vida definitiva, Dios que se nos da en Jesús, bebido y comido para nuestro provecho en el Espíritu, y nosotros haciéndonos  - como El – de la misma sacramentalidad , para la vida del mundo.

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