“Le
respondió Simón Pedro : Señor, donde quien vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”
(Juan
6: 68 – 69)
Lecturas:
1.
Josué 24: 1 – 2 y 14 – 18
2.
Salmo 33: 2 – 3 y 16 – 23
3.
Efesios 5: 21 – 32
4.
Juan 6: 60 – 69
Estamos en la
conclusión del capítulo 6 de Juan, proclamado durante cinco domingos, con un
contexto y mensaje claramente definido, acompañado de sus correspondientes comentarios
y aplicaciones. Llega la hora del desenlace. La disyuntiva es nítida: acceder a
la verdadera Vida, o permanecer enredados en el egoísmo, en la ley observada
rigurosamente sin conversión del corazón y sin acceso a la vitalidad de Dios.
Durante estos domingos
hemos reflexionado sobre lo inaceptables que eran estas palabras para los
judíos del tiempo de Jesús, también para nosotros cuando permanecemos atados a
la religiosidad cultual y a todo el universo de ídolos bien conocidos: nuestro
ego, los afectos desordenados, la carencia de solidaridad, el estilo
individualista y competitivo, el complejo de superioridad moral y religiosa.
De esta esta actitud de incomprensión también participan
algunos de los suyos: “Muchos de sus discípulos , al oírle, dijeron:
Es duro este lenguaje. Quién puede escucharlo? Pero sabiendo Jesús en su
interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: Esto los
escandaliza? Y cuando vean al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?” (Juan
6: 60 – 62).
Todo lo que les propone Jesús: dar su cuerpo y
su sangre para ser comido y bebido, ser El pan de vida, partirse y compartirse
para dar esa misma vida, proponer un modo de vida radical en el amor a Dios y a
los hermanos, dedicar la totalidad de la existencia a dar sentido a los demás,
aún previendo el riesgo de la muerte, resulta escandaloso, excesivamente
exigente, demandante de las mayores rupturas, moviendo el mundo de seguridades
de quienes se sienten interpelados por este requerimiento. Los que se sienten
sensatos y gentes de sentido común se escandalizan con Jesús!
Gran tentación de
muchos ámbitos cristianos ha sido la de adaptarse a los sistemas sociales y a
las mentalidades establecidas, disminuyendo notablemente la fuerza profética y
liberadora del Evangelio, dulcificando a Jesús, comprometiéndose con estilos y
mentalidades que nada tienen que ver con la originalidad de la Buena Noticia.
Un cristianismo así es “light”, no incomoda.
En cambio, cuando la
Iglesia y los cristianos se empeñan en aceptar y vivir el “escándalo” de Jesús,
el de la cruz, el de la donación de la vida, el de ponerse de parte de los
últimos del mundo, el de no transigir con las mundanidades de la injusticia y
de la exclusión, del ritualismo sin vida, se hace provocador, comunicador de la
genuina vida de Dios, y, en consecuencia, fiel a su vocación original.
Las grandes figuras del
camino cristiano como Pablo, Agustín de Hipona, Catalina de Siena, Hildegarda
von Bingen, Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de
Loyola, Laura Montoya, Dietrich Bonhoeffer, Desmond Tutu, Oscar Romero, Helder
Cámara, Thomas Merton, han experimentado las contradicciones y cruces de ser
incomprendidos, porque su estilo, sus palabras, su vida – como la de Jesús, su Señor y Maestro – aterran a muchos, en la
medida en que confrontan un modelo que definitivamente no es el del Padre Dios.
La escena que refiere
la primera lectura de hoy – del libro de Josué – es un dilema de fidelidad, de
opción, de libertad, que se inscribe en este contexto que venimos proponiendo: Josué
tomó el relevo que le dejó Moisés y concluyó la misión de traer los israelitas
a la tierra prometida, encontrándose con las tribus que por siglos habían
permanecido allí; la gran alternativa es , entonces, la de la fidelidad a Yahvé,
a sabiendas de que es en esta donde se puede
vivir la genuina libertad, la mejor humanidad, el sentido más completo
de la vida.
Por esto les dice: “Pues
bien, amen al Señor, sírvanle con toda sinceridad, quiten de en medio a los
dioses a los que sirvieron sus padres al otro lado del río y en Egipto, y
sirvan al Señor. Si les resulta duro servir al Señor, elijan hoy a quien
quieren servir: a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del río o a
los dioses de los amorreos en cuyo país habitan, que yo y mi casa serviremos al
Señor” (Josué 24: 14 – 15).
El dilema es:
esclavitud o libertad, sometimiento servil o dignidad!
Durante mucho tiempo se
ha configurado la idea y la vivencia de que ser creyente en Dios es estar
sometido con la libertad hipotecada a El, y, lo contrario, ser no creyente se
entiende como una evidencia de la emancipación de toda tutela distinta del
mismo ser humano. Y este es un asunto de la mayor seriedad: si por creer en
Dios se entiende perder la dignidad, dejarse manipular, alienarse, renunciar a
la autonomía y a la iniciativa, tornarse seres pacatos y llenos de miedos y de
culpas, pues está claro que el ateísmo así vivido es saludable y liberador.
Hacia mediados de los
años setenta el sacerdote y periodista español Juan Arias escribió el libro
titulado “El Dios en quien no creo”, en el que planteaba con talante
crítico las falsas imágenes de Dios que se corresponden con falsas imágenes de
ser humanos. Fuerte y contundente, el referido texto pretende despertar la
conciencia adormecida de los creyentes y llamar la atención sobre esas
idolatrías, que, con cuño religioso, apartan a las personas del Dios de la
libertad, al que convoca el llamamiento de Josué .
Y así, volvemos a Juan:
“ Es
el Espíritu quien da vida, la carne no vale nada” (Juan 6: 63). Es
preciso advertir que aquí , carne y espíritu no se refieren a dos realidades
concretas y opuestas, sino a dos maneras de afrontar la existencia humana. Sólo
una actitud espiritual puede ser dadora de sentido. Vivir desde las exigencias
de lo que San Juan entiende como “carne” conlleva una limitación
radical, y cercena la verdadera meta del ser humano.
En este orden de cosas,
la “carne”
tiene sentido si está informada por el “espíritu”. La encarnación, la
inserción de Dios en la humanidad, en su historia, es una asunción que El hace
para dotarla de espiritualidad, de vitalidad, de trascendencia, de capacidad de
dar la vida. Vivir en la “carne” es estar en el egoísmo, en
la ley que no libera, en el pecado, en la injusticia. Vivir en el “espíritu”,
es estar en el Padre, en el hermano, en la solidaridad, en el servicio, como
Jesús.
Una concreción de esta
vida en el “espíritu” es la que hace hoy Pablo en la carta a los Efesios: “Hombres,
amen a su mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para
limpiarla con el baño del agua y de la palabra, y consagrarla, para presentar
una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e
irreprochable. Así tienen los maridos que amar a sus mujeres, como a su cuerpo.
Quien ama a su mujer se ama a sí; nadie ha odiado nunca su cuerpo, antes lo
alimenta y cuida , como Cristo a la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo”
(Efesios 5: 25 – 30).
El seguimiento de Jesús
es de altísima exigencia, no por razones de masoquismo o de perfeccionismo
sicorrígido y superyoico sino por la excelencia en el amor, en la donación de
la propia vida para dar sentido a la de
los demás, marcando el contraste con esa mentalidad “carnal” que sólo persigue
el propio beneficio y la comodidad.
Naturalmente, esto
asusta: “Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no
andaban con El” (Juan 6: 66). Fijémonos bien que hasta
ahora quienes le repudiaban eran los judíos, ahora son sus mismos discípulos,
muchos de ellos se sienten incomodísimos e incomodados por la alternativa que
El les propone, quien les responde: “También ustedes quieren marcharse?”
(Juan 6: 67).
Jesús no busca la
aprobación general, su mensaje no es políticamente correcto, no persigue éxito
y aplausos – como tantos líderes y no pocos predicadores religiosos que buscan
“rating”
y fama - , es consciente del dramatismo contenido en la invitación que formula,
pero no va a rebajar un ápice en los contenidos de la misma, y paga el riesgo
de la soledad.
En los evangelios
sinópticos, empieza muy aclamado por la multitud, pero termina abandonado por
la inmensa mayoría, por el calibre de las implicaciones de su seguimiento. Aquí
el mesianismo triunfal no tiene cabida, es excluído, junto con la vanagloria,
el poder. La alternativa es la cruz, la renuncia a toda ambición, dejarnos
comer y beber como El, ser comidos y bebidos para dar vida, en la mejor lógica
eucarística y evangélica.
Advertencia crítica
contra ese mundo de seguridades religiosas que se ofrecen, derivadas del cumplimiento de unas normas y
del frío y poco cautivante sentido de pertenencia a una institución prestadora
de servicios rituales. La oferta de Jesús no es presentada con la contundencia
que merece. Hasta la eucaristía, que es el sacramento de la entrega, se ha
reducido a objeto de devoción, para evitar el compromiso de dejarnos comer. Nos
duele oír hablar de la realidad significada: el don de sí mismo, y pasa a
segundo plano la comunidad que celebra y vive la eucaristía.
Es descorazonador
seguir pensando que Dios está más presente en un trozo de pan que en los seres
humanos humillados y ofendidos.
Por eso, debe quedarnos
claro – aunque sean estas palabras fuertes y escandalosas – que la oferta es
absoluta: vida definitiva, Dios que se nos da en Jesús, bebido y comido para
nuestro provecho en el Espíritu, y nosotros haciéndonos - como El – de la misma sacramentalidad , para
la vida del mundo.
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