domingo, 9 de agosto de 2015

COMUNITAS MATUTINA 9 DE AGOSTO DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO

“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirà siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne”
(Juan 6: 51)

Lecturas:
1.   1 Reyes 19: 3 – 8
2.   Salmo 33: 2 – 9
3.   Efesios 4: 30 a 5: 2
4.   Juan 6: 41 – 51
En la “carne” de Jesùs vamos a descubrir lo divino de su ser: seguimos este domingo con el capìtulo sexto de Juan, profundizando en El, en el sentido de su misión, a partir de la conversación con los judíos, profundamente escandalizados con la expresión y el contenido de “Yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Juan 6: 51). Ellos  critican severamente a Jesùs por esta afirmación, les resulta imposible y aberrante que un ser humano hable asì, para ellos Dios es una realidad totalmente distinta y lejana, no puede ser aprehendido en el “formato” de la humanidad. Lo que dice Jesùs es escandaloso, herético, totalmente inaceptable.
Asì como los israelitas murmuraron en contra de Moisès, en el desierto, porque no les daba de comer satisfactoriamente, como sì lo podían en Egipto cuando eran esclavos, asì también lo hacen estos con Jesùs, porque les resulta un autèntico escàndalo esa manera de presentarse , porque  para ellos el cauce de lo  humano no puede ser el cauce de Dios. Una afirmación de este talante no es admisible.
Justamente aquí reside la jugada maestra de este texto, que nos lleva a un asunto esencial del ser y el hacer de Jesùs, de lo que el Padre Dios se trae con El: en su humanidad se manifiesta en plenitud su divinidad, que es la misma del Padre, esto es lo que hace posible que el ser humano supere el absurdo del mal, de la muerte, del pecado, de la injusticia y – mediante la humanidad crucificada y resucitada de Jesùs – acceda a la divinidad.
Ante el escepticismo y profunda desconfianza de los judíos: “Los judíos murmuraban porque había dicho que era el pan bajado del cielo, y decían: No es este Jesùs, el hijo de Josè? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. Còmo dice que ha bajado del cielo” (Juan 6: 41 – 42), expresión de escàndalo, reprobación, incapacidad de reconocer el dinamismo encarnatorio, el acontecer humano de la divinidad, Jesùs responde: “No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mì si no lo atrae el Padre que me envió, y yo lo resucitarè el último dìa” (Juan 6: 43 – 44).
Lo ya dicho y escrito: el judaísmo contemporáneo de Jesùs tenía una visión y una formulación de Dios y de la relación con El totalmente determinada por la distancia y por la carencia de humanidad significante y significativa, requisito para “ser” Dios en esta mentalidad es justamente su deshumanización, con su consecuente montaje religioso de leyes minuciosas, de rituales externos, muy solemnes y formales, y su sentimiento de estar acumulando mèritos para hacerse acreedores a su favor y bendición, sin entrar en el dinamismo – ese sì profundamente humanizante – de la conversión del corazón y de la llegada a un modo de vida definitivamente humano y , en cuanto tal, capaz de significar a Dios Padre y Madre.
 Esto último es lo que hace Jesùs, esta es su esencia, esta es su fuerza reveladora de un nuevo y apasionante orden de vida y de significado para todos los humanos.
Los judíos se rasgaron los vestiduras porque uno igual a ellos se presentaba con tan contundente y radical identidad y misión. Siempre ha sido una tentación en algunas formulaciones y pràcticas cristianas, escandalizarse por la humanidad de Dios evidenciada en Jesùs!
En los primeros siglos de la vida eclesial y cristiana se dieron muchas tendencias e interpretaciones de la realidad de Jesucristo, desestimando la normativa de la iglesia apostólica y de las comunidades del Nuevo Testamento, expresadas en los Evangelios y Hechos de los Apòstoles, en los escritos joaneos y paulinos, en los de Pedro, Hebreos, Santiago y Judas. En estas , la convicción central de la fe neotestamentaria es que en el ser humano Jesùs de Nazareth se ha manifestado decisiva y plenamente Dios, El es el ungido, que es lo que quiere decir Cristo.
Cuando decimos Jesucristo, estamos afirmando que en el hombre histórico Jesùs se manifiesta Dios de modo total y decisivo, como el Cristo de la fe, vivido y proclamado por las comunidades primitivas y transmitido asì a todos aquellos que , personal y comunitariamente, le profesan y le viven como Señor y Salvador. Y esto es posible por la evidencia humana y por el don de la fe, procedente del Espìritu, que nos capacita para asumir que en esa humanidad de Jesùs reside la divinidad.
Es sumamente costoso, sumamente exigente, aceptar  que el lenguaje de Dios sea el de la humanidad. Esto que fue tan fuerte para los judíos, y que da pie al diálogo que nos refiere el texto de Juan, también inspirò a algunas tendencias de los primeros siglos de historia cristiana, en las que unas minimizaban la humanidad de Jesùs para hacerla ver como una simple apariencia, afirmando de modo unilateral su divinidad, y otras desconocían esta última para definir que era un excelente ser humano, extraordinario, inspirado por Dios, pero nunca divino.
A estas distorsiones , llamadas herejías en el lenguaje clásico del magisterio eclesial y de la teología, les salen al paso los Concilios de Nicea ( año 325) y de Calcedonia (año 451) , definiendo el primero que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, y el segundo la verdadera y simultànea divinidad y humanidad de Jesùs.
Este comentario , muy importante y clave para el cristianismo, no es un alarde de erudición teológica para complicar nuestras mentes. Tener certeza de este contenido es tener certeza de lo esencial del cristianismo: que lo humano de Jesùs ha sido tomado por Dios Padre como mediación sustancial para intervenir en la historia de modo salvífico y liberador, es decir, que eso humano es al mismo tiempo divino.  En todo este proceder se implica a cada hombre, a cada mujer, a los humanos de todos los tiempos de la historia, para que su vida se abra al sentido de vida pleno y definitivo que aquí se comunica.
Entonces , cuando Jesùs dice a los incrédulos y escandalizados judíos: “Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el manà en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo , para que quien coma de èl no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirà siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne” (Juan 6: 48 – 51), està expresando que esa humanidad de El es de la misma naturaleza que la del Padre, y que en esa fuerza sacramental – significativa de su ser humano està presente la divinidad dando vida, haciéndose alimento, para que nuestra vida sea totalmente teologal, totalmente humana, y nos convierta también a nosotros en portadores de esa vitalidad para que muchos – ojalà todos – encuentren allì la saciedad feliz de haber encontrado la plenitud.
La escena del desaliento de Elìas, referida en la primera lectura de hoy (1 Reyes 19: 4 – 8), nos conecta nuevamente con esa búsqueda creyente de nuestros padres en la fe, los israelitas, bendecidos y escogidos por Dios, pero siempre sometidos, como nosotros, a las fragilidades inherentes a la condición humana: “Elìas temió y emprendió la marcha para salvar la vida. Llegò a Berseba de Judà y dejó allí a su criado. El continuò por el desierto una jornada de camino y al final se sentò bajo una retama y se deseò la muerte:¡ Basta , Señor! Quìtame la vida, que yo no valgo màs que mis padres” (1 Reyes 19: 3 – 4), un hondo desencanto de este hombre de Dios, una crisis similar a las muchas que vivimos nosotros, una pèrdida de confianza, un sentimiento trágico de la vida, un sentirse agobiado por el no poder màs, sintiéndose abandonado y expuesto, sin esperanza, a la muerte.
Y la respuesta: “De pronto un angel le tocò y le dijo: Levàntate, come! Mirò Elìas y viò a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comiò, bebió y se volvió a echar. Pero el angel del Señor lo volvió a tocar y le dijo: Levàntate, come! Que el camino es superior a tus fuerzas. Elìas se levantò, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminò cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Reyes 19: 5 – 8).  Testimonio elocuente de la fe bíblica en la que se significa que Dios es el único y definitivamente capaz de satisfacer al ser humano, de transformar lo trágico y expuesto a la muerte, en vida plena y total posibilidad de sentido.
Dios es el alimento del ser humano, y esto lo hace a través de la mediación de la misma condición humana, la de Jesùs, la nuestra, la de cada hombre y cada mujer.
Esto se significa , con potencia sacramental, en la eucaristía, ella es el signo eficaz del amor y de la entrega a todos los seres humanos, como Jesùs, en la que El mismo se nos da en su cuerpo y su sangre , como lo hizo en la cruz, para consagrar también nuestra humanidad y enviarnos a consagrar a todos los seres humanos, compartiéndoles el mismo alimento, vitalidad del Padre en Jesùs. Esto es profundamente humano y profundamente divino!
Jesùs se convierte en pan y en vino, haciendo actual la donación total de su vida, y se nos da para que nosotros nos convirtamos también en pan y en vino, partiéndonos y compartiéndonos para que la vida del prójimo sea digna y participe de esta vida de Dios, de Jesùs, de nosotros mismos.
Aquì surge una nueva manera de vida, que es a la que Pablo invita a los Efesios, y a nosotros: “Sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo que los amò hasta entregarse por ustedes a Dios como ofrenda y sacrificio de aroma agradable” (Efesios 5: 2).

La vida vale la pena, se realiza en plenitud, cuando rompemos con nuestras zonas de comodidad, para trascender, para hacer del servicio, de la solidaridad, de la fraternidad, elementos identificadores de nuestros proyectos existenciales. Eso es – como Jesùs – dedicarnos a ser con nuestra humanidad alimento y vitalidad para todos, humanidad sacramental, comunicadora del alimento de Dios.

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