“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma
de este pan vivirà siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi
carne”
(Juan 6: 51)
Lecturas:
1.
1 Reyes 19: 3 – 8
2.
Salmo 33: 2 – 9
3.
Efesios 4: 30 a 5: 2
4.
Juan 6: 41 – 51
En
la “carne” de Jesùs vamos a descubrir lo divino de su ser: seguimos este
domingo con el capìtulo sexto de Juan, profundizando en El, en el sentido de su
misión, a partir de la conversación con los judíos, profundamente
escandalizados con la expresión y el contenido de “Yo soy el pan vivo bajado del
cielo” (Juan 6: 51). Ellos critican severamente a Jesùs por esta
afirmación, les resulta imposible y aberrante que un ser humano hable asì, para
ellos Dios es una realidad totalmente distinta y lejana, no puede ser
aprehendido en el “formato” de la humanidad. Lo que dice Jesùs es escandaloso,
herético, totalmente inaceptable.
Asì
como los israelitas murmuraron en contra de Moisès, en el desierto, porque no
les daba de comer satisfactoriamente, como sì lo podían en Egipto cuando eran
esclavos, asì también lo hacen estos con Jesùs, porque les resulta un autèntico
escàndalo esa manera de presentarse , porque para ellos el cauce de lo humano no puede ser el cauce de Dios. Una
afirmación de este talante no es admisible.
Justamente
aquí reside la jugada maestra de este texto, que nos lleva a un asunto esencial
del ser y el hacer de Jesùs, de lo que el Padre Dios se trae con El: en su
humanidad se manifiesta en plenitud su divinidad, que es la misma del Padre,
esto es lo que hace posible que el ser humano supere el absurdo del mal, de la
muerte, del pecado, de la injusticia y – mediante la humanidad crucificada y
resucitada de Jesùs – acceda a la divinidad.
Ante
el escepticismo y profunda desconfianza de los judíos: “Los judíos murmuraban porque
había dicho que era el pan bajado del cielo, y decían: No es este Jesùs, el
hijo de Josè? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. Còmo dice que ha
bajado del cielo” (Juan 6: 41 – 42), expresión de escàndalo,
reprobación, incapacidad de reconocer el dinamismo encarnatorio, el acontecer
humano de la divinidad, Jesùs responde: “No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir
a mì si no lo atrae el Padre que me envió, y yo lo resucitarè el último dìa”
(Juan 6: 43 – 44).
Lo
ya dicho y escrito: el judaísmo contemporáneo de Jesùs tenía una visión y una
formulación de Dios y de la relación con El totalmente determinada por la
distancia y por la carencia de humanidad significante y significativa,
requisito para “ser” Dios en esta mentalidad es justamente su deshumanización,
con su consecuente montaje religioso de leyes minuciosas, de rituales externos,
muy solemnes y formales, y su sentimiento de estar acumulando mèritos para
hacerse acreedores a su favor y bendición, sin entrar en el dinamismo – ese sì
profundamente humanizante – de la conversión del corazón y de la llegada a un
modo de vida definitivamente humano y , en cuanto tal, capaz de significar a
Dios Padre y Madre.
Esto último es lo que hace Jesùs, esta es su
esencia, esta es su fuerza reveladora de un nuevo y apasionante orden de vida y
de significado para todos los humanos.
Los
judíos se rasgaron los vestiduras porque uno igual a ellos se presentaba con
tan contundente y radical identidad y misión. Siempre ha sido una tentación en
algunas formulaciones y pràcticas cristianas, escandalizarse por la humanidad
de Dios evidenciada en Jesùs!
En
los primeros siglos de la vida eclesial y cristiana se dieron muchas tendencias
e interpretaciones de la realidad de Jesucristo, desestimando la normativa de
la iglesia apostólica y de las comunidades del Nuevo Testamento, expresadas en
los Evangelios y Hechos de los Apòstoles, en los escritos joaneos y paulinos,
en los de Pedro, Hebreos, Santiago y Judas. En estas , la convicción central de
la fe neotestamentaria es que en el ser humano Jesùs de Nazareth se ha
manifestado decisiva y plenamente Dios, El es el ungido, que es lo que quiere
decir Cristo.
Cuando
decimos Jesucristo, estamos afirmando que en el hombre histórico Jesùs se
manifiesta Dios de modo total y decisivo, como el Cristo de la fe, vivido y
proclamado por las comunidades primitivas y transmitido asì a todos aquellos
que , personal y comunitariamente, le profesan y le viven como Señor y Salvador.
Y esto es posible por la evidencia humana y por el don de la fe, procedente del
Espìritu, que nos capacita para asumir que en esa humanidad de Jesùs reside la
divinidad.
Es
sumamente costoso, sumamente exigente, aceptar
que el lenguaje de Dios sea el de la humanidad. Esto que fue tan fuerte
para los judíos, y que da pie al diálogo que nos refiere el texto de Juan,
también inspirò a algunas tendencias de los primeros siglos de historia
cristiana, en las que unas minimizaban la humanidad de Jesùs para hacerla ver
como una simple apariencia, afirmando de modo unilateral su divinidad, y otras
desconocían esta última para definir que era un excelente ser humano,
extraordinario, inspirado por Dios, pero nunca divino.
A
estas distorsiones , llamadas herejías en el lenguaje clásico del magisterio
eclesial y de la teología, les salen al paso los Concilios de Nicea ( año
325) y de Calcedonia (año 451) , definiendo el primero que el Hijo es de
la misma naturaleza que el Padre, y el segundo la verdadera y simultànea
divinidad y humanidad de Jesùs.
Este
comentario , muy importante y clave para el cristianismo, no es un alarde de
erudición teológica para complicar nuestras mentes. Tener certeza de este
contenido es tener certeza de lo esencial del cristianismo: que lo humano de
Jesùs ha sido tomado por Dios Padre como mediación sustancial para intervenir
en la historia de modo salvífico y liberador, es decir, que eso humano es al
mismo tiempo divino. En todo este
proceder se implica a cada hombre, a cada mujer, a los humanos de todos los
tiempos de la historia, para que su vida se abra al sentido de vida pleno y
definitivo que aquí se comunica.
Entonces
, cuando Jesùs dice a los incrédulos y escandalizados judíos: “Yo
soy el pan de la vida. Sus padres comieron el manà en el desierto y murieron.
Este es el pan que baja del cielo , para que quien coma de èl no muera. Yo soy
el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirà siempre. El pan que
yo doy para la vida del mundo es mi carne” (Juan 6: 48 – 51), està expresando
que esa humanidad de El es de la misma naturaleza que la del Padre, y que en
esa fuerza sacramental – significativa de su ser humano està presente la
divinidad dando vida, haciéndose alimento, para que nuestra vida sea totalmente
teologal, totalmente humana, y nos convierta también a nosotros en portadores
de esa vitalidad para que muchos – ojalà todos – encuentren allì la saciedad
feliz de haber encontrado la plenitud.
La
escena del desaliento de Elìas, referida en la primera lectura de hoy (1 Reyes
19: 4 – 8), nos conecta nuevamente con esa búsqueda creyente de nuestros padres
en la fe, los israelitas, bendecidos y escogidos por Dios, pero siempre
sometidos, como nosotros, a las fragilidades inherentes a la condición humana:
“Elìas
temió y emprendió la marcha para salvar la vida. Llegò a Berseba de Judà y dejó
allí a su criado. El continuò por el desierto una jornada de camino y al final
se sentò bajo una retama y se deseò la muerte:¡ Basta , Señor! Quìtame la vida,
que yo no valgo màs que mis padres” (1 Reyes 19: 3 – 4), un hondo
desencanto de este hombre de Dios, una crisis similar a las muchas que vivimos
nosotros, una pèrdida de confianza, un sentimiento trágico de la vida, un
sentirse agobiado por el no poder màs, sintiéndose abandonado y expuesto, sin
esperanza, a la muerte.
Y
la respuesta: “De pronto un angel le tocò y le dijo: Levàntate, come! Mirò Elìas y viò
a su cabecera un pan cocido sobre piedras y un jarro de agua. Comiò, bebió y se
volvió a echar. Pero el angel del Señor lo volvió a tocar y le dijo: Levàntate,
come! Que el camino es superior a tus fuerzas. Elìas se levantò, comió y bebió,
y con la fuerza de aquel alimento caminò cuarenta días y cuarenta noches hasta
el Horeb, el monte de Dios” (1 Reyes 19: 5 – 8). Testimonio elocuente de la fe bíblica en la
que se significa que Dios es el único y definitivamente capaz de satisfacer al
ser humano, de transformar lo trágico y expuesto a la muerte, en vida plena y
total posibilidad de sentido.
Dios
es el alimento del ser humano, y esto lo hace a través de la mediación de la
misma condición humana, la de Jesùs, la nuestra, la de cada hombre y cada mujer.
Esto
se significa , con potencia sacramental, en la eucaristía, ella es el signo
eficaz del amor y de la entrega a todos los seres humanos, como Jesùs, en la
que El mismo se nos da en su cuerpo y su sangre , como lo hizo en la cruz, para
consagrar también nuestra humanidad y enviarnos a consagrar a todos los seres
humanos, compartiéndoles el mismo alimento, vitalidad del Padre en Jesùs. Esto
es profundamente humano y profundamente divino!
Jesùs
se convierte en pan y en vino, haciendo actual la donación total de su vida, y
se nos da para que nosotros nos convirtamos también en pan y en vino, partiéndonos
y compartiéndonos para que la vida del prójimo sea digna y participe de esta
vida de Dios, de Jesùs, de nosotros mismos.
Aquì
surge una nueva manera de vida, que es a la que Pablo invita a los Efesios, y a
nosotros: “Sigan el camino del amor, a ejemplo de Cristo que los amò hasta
entregarse por ustedes a Dios como ofrenda y sacrificio de aroma agradable”
(Efesios 5: 2).
La
vida vale la pena, se realiza en plenitud, cuando rompemos con nuestras zonas
de comodidad, para trascender, para hacer del servicio, de la solidaridad, de
la fraternidad, elementos identificadores de nuestros proyectos existenciales.
Eso es – como Jesùs – dedicarnos a ser con nuestra humanidad alimento y
vitalidad para todos, humanidad sacramental, comunicadora del alimento de Dios.
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