“Mi
reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis soldados
habrían peleado para que no me entregaran a los judíos. Pero mi reino no es de
aquí”
(Juan 18: 36)
Lecturas:
1.
Daniel 7: 13 – 14
2.
Salmo 92: 1 – 16
3.
Apocalipsis 1: 5 – 8
4.
Juan 18: 33 – 37
Es el último domingo
del año litúrgico, tiempo de recapitulación, de discernimiento y confrontación
evangélica de nuestra vida, de definiciones y rupturas, de mirar nuestra
historia en clave de la plenitud
contenida en Jesucristo para toda la humanidad, para cada uno en particular,
para tì, para mì, para nosotros.
Las palabras de Daniel,
aùn en medio de su lenguaje apocalíptico que resulta extraño a nuestra cultura,
nos ayudan a interpretar nuestros relatos vitales: “Seguì mirando, y en la visión
nocturna vì venir en las nubes del cielo una figura humana, que se acercò al
anciano y fue presentada ante èl. Le dieron poder real y dominio: todos los
pueblos, naciones y lenguas lo respetaràn. Su dominio es eterno y no pasa, su
reino no tendrá fin” (Daniel 7: 13 – 14).
Es una “figura
humana”, lenguaje relevante para nosotros, con plena fuerza
significativa, capaz de hacer inteligible lo que pretende decirnos porque es
nuestro lenguaje nuestro estilo, pero, además, porque es un nuevo paradigma de
humanidad, un referente modélico que viene a dar sentido pleno a todo lo que
somos y hacemos, a la totalidad de la historia humana.
Recordamos el asunto de
los modelos de identidad, que se nos proponen en la vida de familia, en la
escuela, en los ámbitos donde nos formamos como personas. Se trata de gente que
es referencia para por encarnar en su
ser valores y elementos configuradores de lo mejor de nosotros mismos, en
términos de equilibrio emocional, de juicio y racionalidad, de eticidad y
compromiso solidario, de transparencia y pulcritud, de creatividad y
disposición para transformar constantemente el mundo.
Recordamos lo dicho
tantas veces aquí: que Dios es un experto en vida, El la crea y la mantiene en
su dinamismo, y que de todas esas creaturas el varòn y la mujer son los que
tienen maravillosamente la primigenia riqueza de la fuerza creadora de Dios: “Y
dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gènesis 1:
26); “Y creò Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creò , varòn y
mujer los creò” (Gènesis 1: 27).
Esta referencia bíblica
es fundante para la concepción del ser humano en el cristianismo, somos
partìcipes del mismo ser de Dios, que nos ha dado la vida, asì como nosotros
participamos del ser de papà y mamà, porque ellos nos han engendrado. En la
antropología teológica, que es la disciplina que estudia al ser humano en clave
de Jesucristo, esta es la afirmación central de la dignidad humana. Dios, el
especialista en vida, se manifiesta en su plenitud creadora en el varòn y en la
mujer, somos la expresión culminante de esta experticia dadora de vida. Nuestra
humanidad es de naturaleza teologal.
Por eso, toda la
historia de Dios tal como se manifiesta en la historia bíblica, en Israel y en
las comunidades cristianas, es un relato del empeño de El por mantenernos
siempre en la línea de la vida, conscientes de la radical precariedad contenida
en nuestro ser y en la posibilidad que tenemos de ejercer la libertad en contra
de Dios.
Este apasionante Dios
es, entonces, un especialista en construir seres humanos de primera categoría.
Cuando leemos los relatos bíblicos: Abraham, Moisès, Esther, Rut, Jeremìas,
Amòs, Ezequiel, Isaìas, los hechos colectivos, Marìa, Pedro, Pablo, los discípulos, nos encontramos con
seres humanos concretos, de carne y hueso decimos en lugar común, y percibimos
en ellos grandezas y debilidades, exactamente igual a nosotros. Què se trae
Dios con acontecer en ellos? Y en nosotros? Cual es su propósito? Pues generar
con su gracia y con la respuesta de nuestra libertad gente de primera, de lo
mejor en términos de amor, libertad, servicio, honestidad.
Es lo que describe el
salmo 92: “El justo florecerà como palmera, crecerà como cedro del Lìbano,
plantado en la casa del Señor, crecerà en los atrios de nuestro Dios. Aùn en la
vejez darà fruto, estarà lozano y frondoso, para proclamar que el Señor es
recto: Roca mìa en quien no hay falsedad” (Salmo 92: 13 – 16) .
Un ser humano asì es el
màs excelente resultado de la experticia divina, es relato de Dios, llevado por
El a su momento y proceso de máxima definición en la persona histórica de Jesùs
de Nazareth, en quien los cristianos reconocemos al Señor Jesucristo, plenitud
de la historia, consumación de todo el proyecto salvador del Padre.
Còmo lo hace? Es muy
saludable recordar de entrada que la realeza de Jesùs, su condición de rey, no
tiene nada que ver con los criterios y determinaciones humanos de poder y de
dominación: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis
soldados habrìan peleado para que no me entregaran a los judíos. Pero mi reino
no es de aquí” (Juan 18:36), es la respuesta de Jesùs a Poncio Pilato,
cuando le llevan ante èl los judíos, acusándolo de subversivo, usurpador,
blasfemo, hereje.
Durante el tiempo histórico conocido como
régimen de cristiandad la Iglesia entendió que su misión la llamaba a estar
presente en todo con un estilo de autoridad mundana, en clara alianza del trono
y del altar, haciendo alianzas políticas y militares, adquiriendo grandes
privilegios, incluidos los económicos, influyendo en el nombramiento de reyes y
poderosos, mandando en la conciencia de los individuos, disfrutando de
posesiones temporales. Todo esto, gracias a Dios, se ha ido superando aunque
todavía quedan permanencias de esa mentalidad, totalmente antievangélica,
diametralmente opuesta al proyecto de Jesùs.
Jesùs anuncia el reino,
y empieza a realizarlo. Este es un nuevo orden de vida fundamentado en Dios,
inspirado por su gran proyecto que reside en el espíritu de las
bienaventuranzas, exalta el servicio, la solidaridad, el trabajo por la paz, la
dignidad de los pobres, la pasión por la justicia, la negativa al vano honor
del mundo, la vida humilde y sencilla, la construcción de un mundo fraterno e
incluyente, el sentido de las trascendencia de los seres humanos hacia el
Padre, y de este hacia los humanos, encarnando este dinamismo en su persona,
sin vanagloria, sin destellos de espectáculo pomposo, en cruz y en humillación.
Eso es lo que significa
la expresión “mi reino no es de este mundo”, programa que se deshace del prestigio
entendido mundanamente, y adopta la pequeñez, el abajamiento (kenosis en San
Pablo), la desposesión, la entrega total de la vida, el ser pobre con los
últimos del mundo. Propuesta que para muchos resulta escandalosa, contrastante,
y que muy a menudo en ámbitos de la iglesia misma ha sido rechazada y
escarnecida.
En el crudo
interrogatorio que hace Pilatos a Jesùs surge el asunto crucial de la verdad: “Le
dijo Pilato: entonces, tù eres rey? Jesùs le contestò: tù lo dices. Yo soy rey:
para eso he nacido, para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la
verdad. Quien està de parte de la verdad escucha mi voz. Le dice Pilato: què es
la verdad?” (Juan 18: 37 – 38).
Es la verdad de Dios en
el ser humano, en su dignidad, en su condición de creatura necesitada de un
significado definitivo, en la grandeza con la que Dios se expresa en cada
persona. Asì , recordamos la encíclica programática de Juan Pablo II, a los pocos meses de iniciado
su ministerio de Obispo de Roma, “Redemptor Hominis”, en la que el
papa Wojtyla formulò la antropología teológica y el humanismo caracterìsticos del servicio evangelizador de
la Iglesia y de su pastoreo, en los crudos contextos de la guerra fría, del
capitalismo salvaje, de la carrera armamentista, de la demencia del mercantilismo
y de la economía que supedita al hombre, de la barbarie de las interminables
guerras en las que el mundo siempre se està implicando, en ejercicio de la
pecaminosa demencia del poder.
Esta es la verdad de la que Jesùs es el
testigo mayor, la verdad de su realeza y de su reinado.
Tal es la plenitud de
la historia en la revelación cristiana, hecho que no es algo que empieza
después de la muerte física. Està inaugurado por Jesùs en este tiempo de
salvación, que designamos con la palabra griega “kairòs”, con la que se designa
la intervención salvadora y liberadora de Dios en la persona del Señor
Jesucristo, y cuando muchos seres humanos libremente deciden acoger tal oferta
como estructurante esencial de su vida.
Asì son los que viven
evangélicamente, humanamente, los que luchan por la afirmación del ser humano
digno y libre, los que trabajan por la paz y por la justicia, los que no se
dejan seducir por los halagos del dinero y de la soberbia, los que construyen
comunidad y fraternidad, los que se entregan misericordiosa y solidariamente al
servicio de los hermanos, los que restituyen su valor a los humillados por los
vanos ajetreos de poderes y poderosos.
Y, en ese dinamismo
histórico, està contenida la gran proyección de eternidad que es reconocida por
el autor del Apocalipsis: “Y de parte de Jesucristo, el testigo
fidedigno, el primogénito de los muertos, el señor de los reyes del mundo. Al
que nos ama y nos librò con su sangre de nuestros pecados, e hizo de nosotros
un reino, sacerdotes de su padre Dios, a El la gloria y el poder por los siglos
de los siglos.Amèn” (Apocalipsis 1: 5 – 6).
En este orden de cosas
estamos llamados a vivir con esperanza, y a construir la historia con
perspectiva de eternidad, siguiendo a Aquel que dice: “Yo soy el Alfa y la Omega, dice
el Señor Dios” (Apocalipsis 1: 8).
No hay comentarios:
Publicar un comentario