“Yo
les digo: pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá”
Lucas 11: 9
Lecturas:
1.
Génesis 18: 20 – 32
2.
Salmo 137: 1 – 8
3.
Colosenses 2: 12 – 14
4.
Lucas 11: 1 – 13
Las
lecturas que se nos proponen este domingo hacen una invitación a mirar la
propia vida, individual y comunitaria, como un proceso constante y creciente de
confianza en Dios a partir de la experiencia de la oración. Advertimos para
empezar que no se trata de un piadoso lugar común, sino de una vigorosa
realidad en la que adquirimos plena conciencia de nuestro propio ser y del ser de Dios actuando en nosotros para
hacernos el obsequio de una vida con sentido y esperanza.
Los
seres humanos siempre tenemos la tentación de confiar excesivamente en nosotros
mismos, cada época de la historia va superando a la anterior en este modo que
con frecuencia se reviste de vanidad, soberbia, arrogancia.
Podemos
examinar los logros del conocimiento, los desarrollos de la ciencia y de la
tecnología, que nos van confiriendo
seguridades y nos van dado la certeza de las capacidades inagotables de nuestra
inteligencia. Aspecto plenamente legítimo que debe dar satisfacción cuando es
vivido con humanismo y dignidad.
Tal
constatación debe llevarnos a pensar, de
una parte, que es bueno y saludable el esfuerzo humano por avanzar para hacer
el mundo más habitable y equitativo; pero, de otra parte, también nos hace una
señal de alerta para mirar con espíritu crítico estas posibilidades cuando
pierden su referencia humanizante, de tal manera que no sucumbamos en una
humanidad engreída y desconocedora de su inevitable contingencia.
El
siglo XX y lo que va corrido del XXI son escenario privilegiado para verificar
estas realidades. Los mayores desarrollos científicos, los avances de la
medicina para controlar y erradicar enfermedades, aumentando el promedio de
vida, el prodigio de la tecnología informática y digital que hacen del mundo
una aldea global, como hace cuarenta años lo indicara el teórico de la
comunicación Marshall Mc Luhan, el cultivo de las ciencias humanas para
favorecer la emancipación de hombres y mujeres de toda tutela esclavizante,
son, entre muchos ejemplos, indicadores de los logros del ser humano para
comprenderse a sí mismo, el mundo, la
naturaleza, desarrollando un poder transformador de la misma.
Pero
también este mismo escenario de la historia ha sido el ámbito de los mayores
crímenes e ignominias en contra de la humanidad. Como resultado tenemos las dictaduras del nazismo y del comunismo, las
guerras mundiales y los reiterados conflictos en uno y otro lugar del planeta
con su dolorosa carga de víctimas que se pueden contar por millones, los
modelos económicos y políticos que no se fundamentan en la dignidad humana sino
en el incremento del poder y del capital, y las interminables alienaciones que
hipotecan la libertad y la felicidad de los humanos.
Ante
esto, qué decir desde la fe en Dios, asumida y vivida como confianza radical en
una realidad que tiene toda la capacidad de dar pleno sentido a nuestra
existencia, habilitándonos para emprender la vida como proyecto de salvación,
de liberación, de plenitud, aquí en esta historia y en este diario acontecer,
proyectándonos hacia el futuro definitivo de la trascendencia en la que vivir
será bienaventuranza inagotable en el
amor de ese Dios?
La
primera lectura, mediante el regateo entre Abrahán y Yahvé a propósito de los
escándalos de dos ciudades, presenta el contraste entre las fuerzas del mal,
favorecidas por el mismo ser humano que no logra presentar el resultado de hombres justos, y la bondad y la misericordia
de Dios, dispuesto a sanar, a perdonar, a reconciliar, a crear posibilidades de
sentido y de esperanza. Sodoma y Gomorra son prototipos del mundo desordenado
por el egoísmo y por la injusticia, carentes de solidaridad y de apertura a
Dios y al prójimo.
Abrahán
caracteriza al creyente sincero, que confía sin reservas en su Dios, sabedor de
que este es justo y misericordioso: “Abrahán lo abordó y le dijo: Así que vas a
borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. Vas
a borrarlos sin perdonar a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere
dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que
corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes . Va a fallar una injusticia el
juez de toda la tierra?” (Génesis 18: 23 – 25).
Este
texto es un testimonio de que el mal y las desgracias no proceden de Dios sino
del ser humano que se vuelve sobre sí mismo de modo arrogante y emprende la
destrucción en contra de sus semejantes y del mundo creado originalmente en
armonía. Filósofos y pensadores han dedicado notables esfuerzos al
planteamiento de la pregunta por el sentido de la vida ante la realidad del mal,
muchos de ellos concluyendo en un sentimiento de absurdo y de tragedia, con
marcada desconfianza hacia el mismo ser humano.
Nuestra
postura es la de inclinarnos esperanzada
y confiadamente en el Dios que está totalmente de nuestra parte, a quien sólo
le interesa nuestra felicidad, y por eso se empeña en dotarnos del Espíritu
para estar en un dinamismo constante de vitalidad y re-creación. Tal es el Dios
confiable que se nos revela en Jesús, y a quien nos dirigimos en el diálogo
orante para encontrar siempre los mejores caminos para el buen vivir.
El
Padre Nuestro, primera parte del evangelio de hoy, es la síntesis de todo lo
que Jesús vivió y sintió a propósito de Dios, del mundo, de la humanidad. En
esta oración, que es identidad del cristiano, se nos hace evidente la gloria de
Dios, principio y fundamento del ser humano, siguiendo las palabras de San
Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales, gloria que tiene su mejor
manifestación en el ser humano que vive de una manera digna de ese Dios, sustento amoroso de su realidad.
Esta
plegaria está estructurada en varias peticiones, todas ellas orientadas a la
configuración teologal de la humanidad, para que venga un reino en el que la
projimidad y la justicia tengan plena vigencia, en el que las relaciones entre
las personas estén mediadas no por el poder y la codicia sino por el
reconocimiento de la dignidad de cada
uno y por el ejercicio de la fraternidad: “Jesús dijo a sus discípulos: cuando oren,
digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro
pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros
perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación”
(Lucas 11: 1 – 4).
La
expresión hebrea utilizada por Jesús para designar a Dios es Abba,
que es el tratamiento que un hijo amante y agradecido da a su padre,
expresándole su mayor ternura y haciéndose consciente de ser creatura
necesitada de un amor fundante y liberador, como el niño pequeño que se arroja
confiado en brazos de sus padres, en quienes vive la certeza de ser cuidado y
amado.
Una
experiencia de oración como esta es uno
de los modos contundentes que tiene nuestra fe cristiana para ir en contravía
profética de ese mundo vanidoso al que nos referíamos al principio,
brindándonos también los elementos para hacer una crítica a las falsas imágenes
de Dios – justiciero, vengativo, vigilante, intransigente, policía – que
conllevan falsas imágenes del ser humano – sometido, indigno, egoísta, miedoso,
desconfiado - , imaginarios que son incompatibles con la originalidad
liberadora de la experiencia de Jesús y del modo como El nos lleva al Padre y
al hermano.
Cuando
decimos Padre Nuestro estamos interrogando con rigor evangélico las Sodomas y
las Gomorras en las que se deshace el ser humano en un maremágnum de
injusticias y desamores, y al mismo tiempo
aceptamos constituír un mundo en
clave de reino de Dios, afirmando como valores constitutivos los que Jesús
propone en las bienaventuranzas.
La
oración en cuanto experiencia explícita
de nuestra relación con el Padre, es a tiempo y a destiempo, ilustrada por
Jesús con el ejemplo del amigo inoportuno, segunda parte del texto de Lucas,
con la invitación que el mismo Señor nos hace: “Pidan y se les dará; busquen y hallarán;
llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y
al que llama, le abrirán” (Lucas 11: 9 – 10).
Pedir
es experimentarnos contingentes y necesitados, genuino ejercicio creatural;
buscar es movilizarnos para buscar el Reino y su justicia, haciéndolo efectivo
en nosotros; llamar es clamar denunciando la injusticia y demandando el
acontecer de Dios para que esta se trueque en el mundo de prójimos querido por
El.
El
salmo 137 es un hermoso testimonio del creyente que se reconoce acogido y
escuchado por Dios: “Te doy gracias por tu amor y tu verdad, pues
tu promesa supera a tu renombre. El día en que grité me escuchaste, aumentaste
mi vigor interior” (Salmo 137: 2 – 3).
El
llamamiento que se nos hace es a ser testigos de esta vitalidad desbordante que
vivimos en una intimidad como la que Jesús vivía con el Padre, contemplando el
gozoso misterio que es sustancia de nuestro ser y sintiéndonos enviados a
configurar un tejido de buenas noticias y realizaciones, de mesas servidas para
todos, de dignidades siempre reconocidas, de reivindicaciones atendidas, de
comuniones interminables.
Hacer
un alto en el camino de cada día para el encuentro orante es garantía de una
humanidad fecunda en el amor de Dios, pidiendo, buscando, llamando!
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