domingo, 24 de julio de 2016

COMUNITAS MATUTINA 24 DE JULIO DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO

“Yo les digo: pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá”
Lucas 11: 9

Lecturas:
1.   Génesis 18: 20 – 32
2.   Salmo 137: 1 – 8
3.   Colosenses 2: 12 – 14
4.   Lucas 11: 1 – 13
Las lecturas que se nos proponen este domingo hacen una invitación a mirar la propia vida, individual y comunitaria, como un proceso constante y creciente de confianza en Dios a partir de la experiencia de la oración. Advertimos para empezar que no se trata de un piadoso lugar común, sino de una vigorosa realidad en la que adquirimos plena conciencia de nuestro propio ser  y del ser de Dios actuando en nosotros para hacernos el obsequio de una vida con sentido y esperanza.
Los seres humanos siempre tenemos la tentación de confiar excesivamente en nosotros mismos, cada época de la historia va superando a la anterior en este modo que con frecuencia se reviste de vanidad, soberbia, arrogancia.
Podemos examinar los logros del conocimiento, los desarrollos de la ciencia y de la tecnología,  que nos van confiriendo seguridades y nos van dado la certeza de las capacidades inagotables de nuestra inteligencia. Aspecto plenamente legítimo que debe dar satisfacción cuando es vivido con humanismo y dignidad.
Tal  constatación debe llevarnos a pensar, de una parte, que es bueno y saludable el esfuerzo humano por avanzar para hacer el mundo más habitable y equitativo; pero, de otra parte, también nos hace una señal de alerta para mirar con espíritu crítico estas posibilidades cuando pierden su referencia humanizante, de tal manera que no sucumbamos en una humanidad engreída y desconocedora de su inevitable contingencia.
El siglo XX y lo que va corrido del XXI son escenario privilegiado para verificar estas realidades. Los mayores desarrollos científicos, los avances de la medicina para controlar y erradicar enfermedades, aumentando el promedio de vida, el prodigio de la tecnología informática y digital que hacen del mundo una aldea global, como hace cuarenta años lo indicara el teórico de la comunicación Marshall Mc Luhan, el cultivo de las ciencias humanas para favorecer la emancipación de hombres y mujeres de toda tutela esclavizante, son, entre muchos ejemplos, indicadores de los logros del ser humano para comprenderse  a sí mismo, el mundo, la naturaleza, desarrollando un poder transformador de la misma.
Pero también este mismo escenario de la historia ha sido el ámbito de los mayores crímenes e ignominias en contra de la humanidad.  Como resultado tenemos las  dictaduras del nazismo y del comunismo, las guerras mundiales y los reiterados conflictos en uno y otro lugar del planeta con su dolorosa carga de víctimas que se pueden contar por millones, los modelos económicos y políticos que no se fundamentan en la dignidad humana sino en el incremento del poder y del capital, y las interminables alienaciones que hipotecan la libertad y la felicidad de los humanos.
Ante esto, qué decir desde la fe en Dios, asumida y vivida como confianza radical en una realidad que tiene toda la capacidad de dar pleno sentido a nuestra existencia, habilitándonos para emprender la vida como proyecto de salvación, de liberación, de plenitud, aquí en esta historia y en este diario acontecer, proyectándonos hacia el futuro definitivo de la trascendencia en la que vivir será  bienaventuranza inagotable en el amor de ese Dios?
La primera lectura, mediante el regateo entre Abrahán y Yahvé a propósito de los escándalos de dos ciudades, presenta el contraste entre las fuerzas del mal, favorecidas por el mismo ser humano que no logra presentar el resultado de  hombres justos, y la bondad y la misericordia de Dios, dispuesto a sanar, a perdonar, a reconciliar, a crear posibilidades de sentido y de esperanza. Sodoma y Gomorra son prototipos del mundo desordenado por el egoísmo y por la injusticia, carentes de solidaridad y de apertura a Dios y al prójimo.
Abrahán caracteriza al creyente sincero, que confía sin reservas en su Dios, sabedor de que este es justo y misericordioso: “Abrahán lo abordó y le dijo: Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. Vas a borrarlos sin perdonar a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes . Va a fallar una injusticia el juez de toda la tierra?” (Génesis 18: 23 – 25).
Este texto es un testimonio de que el mal y las desgracias no proceden de Dios sino del ser humano que se vuelve sobre sí mismo de modo arrogante y emprende la destrucción en contra de sus semejantes y del mundo creado originalmente en armonía. Filósofos y pensadores han dedicado notables esfuerzos al planteamiento de la pregunta por el sentido de la vida ante la realidad del mal, muchos de ellos concluyendo en un sentimiento de absurdo y de tragedia, con marcada desconfianza hacia el mismo ser humano.
Nuestra postura es la de inclinarnos  esperanzada y confiadamente en el Dios que está totalmente de nuestra parte, a quien sólo le interesa nuestra felicidad, y por eso se empeña en dotarnos del Espíritu para estar en un dinamismo constante de vitalidad y re-creación. Tal es el Dios confiable que se nos revela en Jesús, y a quien nos dirigimos en el diálogo orante para encontrar siempre los mejores caminos para el buen vivir.
El Padre Nuestro, primera parte del evangelio de hoy, es la síntesis de todo lo que Jesús vivió y sintió a propósito de Dios, del mundo, de la humanidad. En esta oración,  que es identidad del  cristiano, se nos hace evidente la gloria de Dios, principio y fundamento del ser humano, siguiendo las palabras de San Ignacio de Loyola en sus ejercicios espirituales, gloria que tiene su mejor manifestación en el ser humano que vive de una manera digna de ese Dios,  sustento amoroso de su realidad.
Esta plegaria está estructurada en varias peticiones, todas ellas orientadas a la configuración teologal de la humanidad, para que venga un reino en el que la projimidad y la justicia tengan plena vigencia, en el que las relaciones entre las personas estén mediadas no por el poder y la codicia sino por el reconocimiento de la dignidad  de cada uno y por el ejercicio de la fraternidad: “Jesús dijo a sus discípulos: cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación” (Lucas 11: 1 – 4).
La expresión hebrea utilizada por Jesús para designar a Dios es Abba, que es el tratamiento que un hijo amante y agradecido da a su padre, expresándole su mayor ternura y haciéndose consciente de ser creatura necesitada de un amor fundante y liberador, como el niño pequeño que se arroja confiado en brazos de sus padres, en quienes vive la certeza de ser cuidado y amado.
Una experiencia de oración como esta  es uno de los modos contundentes que tiene nuestra fe cristiana para ir en contravía profética de ese mundo vanidoso al que nos referíamos al principio, brindándonos también los elementos para hacer una crítica a las falsas imágenes de Dios – justiciero, vengativo, vigilante, intransigente, policía – que conllevan falsas imágenes del ser humano – sometido, indigno, egoísta, miedoso, desconfiado - , imaginarios que son incompatibles con la originalidad liberadora de la experiencia de Jesús y del modo como El nos lleva al Padre y al hermano.
Cuando decimos Padre Nuestro estamos interrogando con rigor evangélico las Sodomas y las Gomorras en las que se deshace el ser humano en un maremágnum de injusticias y desamores, y al mismo tiempo  aceptamos  constituír un mundo en clave de reino de Dios, afirmando como valores constitutivos los que Jesús propone en las bienaventuranzas.
La oración en cuanto   experiencia explícita de nuestra relación con el Padre, es a tiempo y a destiempo, ilustrada por Jesús con el ejemplo del amigo inoportuno, segunda parte del texto de Lucas, con la invitación que el mismo Señor nos hace: “Pidan y se les dará; busquen y hallarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, le abrirán” (Lucas 11: 9 – 10).
Pedir es experimentarnos contingentes y necesitados, genuino ejercicio creatural; buscar es movilizarnos para buscar el Reino y su justicia, haciéndolo efectivo en nosotros; llamar es clamar denunciando la injusticia y demandando el acontecer de Dios para que esta se trueque en el mundo de prójimos querido por El.
El salmo 137 es un hermoso testimonio del creyente que se reconoce acogido y escuchado por Dios: “Te doy gracias por tu amor y tu verdad, pues tu promesa supera a tu renombre. El día en que grité me escuchaste, aumentaste mi vigor interior” (Salmo 137: 2 – 3).
El llamamiento que se nos hace es a ser testigos de esta vitalidad desbordante que vivimos en una intimidad como la que Jesús vivía con el Padre, contemplando el gozoso misterio que es sustancia de nuestro ser y sintiéndonos enviados a configurar un tejido de buenas noticias y realizaciones, de mesas servidas para todos, de dignidades siempre reconocidas, de reivindicaciones atendidas, de comuniones interminables.

Hacer un alto en el camino de cada día para el encuentro orante es garantía de una humanidad fecunda en el amor de Dios, pidiendo, buscando, llamando!

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