“Todo
lo ha sometido bajo sus pies, lo ha nombrado cabeza suprema de la
Iglesia, que es su cuerpo y se llena del que llena de todo a todos”
(Efesios
1: 22-23)
Lecturas:
- Hechos 1: 1-11
- Salmo 46
- Efesios 1: 17-23
- Mateo 28: 16-20
Haciendo
el habitual esfuerzo de interpretación de los textos bíblicos y
dando el salto cualitativo para descubrir su sentido teológico y
antropológico, vamos a fijarnos en lo que significa la realidad de
la Ascensión de Jesús, evento que es mucho más que un prodigio que
altera las leyes ordinarias de la naturaleza.
Ya
nos hemos referido varias veces al asunto del lenguaje que utilizan
los relatos bíblicos, bien distinto de nuestra mentalidad
contemporánea, pero siempre apuntando a dar testimonio de la fe en
Dios y de la forma como esta resulta plenamente conectada con las
expectativas de sentido de nosotros, los seres humanos.
Lo
de hoy es encontrarnos maravillados con el señorío de Jesús que
implica también a la humanidad, haciéndola participar de tal
condición. En la primera lectura – de Hechos de los Apóstoles –
encontramos trazados los rasgos específicos de la esperanza
cristiana. En los textos de los recientes domingos de Pascua hemos
escuchado a Jesús refiriendo todo su ser al Padre, aval de la
totalidad de su misión y también prometiendo el Espíritu como
garantía de que El permanecerá animando la vida de quienes siguen
su camino, configurando la Iglesia y constituyéndose como razón y
sentido de todos aquellos que opten libremente por asumir su proyecto
de vida.
Ahora
el testimonio de la comunidad primitiva que da origen a este relato
lo presenta en términos de consumación y plenitud: “Recibirán
la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ustedes, y serán
testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría, y hasta el confín
del mundo. Dicho esto, en su presencia se elevó, y una nube se lo
quitó de la vista. Seguían con los ojos fijos en el cielo mientras
él se marchaba, cuando dos personajes vestidos de blanco se les
presentaron y les dijeron: hombres de Galilea, qué hacen ahí
mirando al cielo? Este Jesús, que les ha sido arrebatado, vendrá
como lo han visto marchar al cielo” (Hechos
1: 8-11)
El
texto de la carta a los Efesios conecta el señorío del Mesías
Jesús con la comprensión que deben tener los miembros de la
comunidad eclesial acerca de la esperanza a la que quedan abiertos
gracias a la acción pascual del Señor, toda la vida de los seres
humanos es re-significada en esta plenitud de Jesús.
Esta
certeza da sólida consistencia al compromiso cristiano con la
dignidad humana, con la reivindicación de sus derechos, con la
opción preferencial por los más pobres, con el cuidado de la vida
en todas sus manifestaciones; el ser humano, así visto, es rostro de
Dios, gracias al señorío de Jesús.
Pablo
acredita esta convicción ante los Efesios con estas palabras: “Y
la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros los
creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa; poder que
ejercitó en Cristo resucitándolo de la muerte y sentándolo a su
diestra por encima de toda autoridad y potestad y poder y soberanía,
y de cualquier título que se pronuncie en este mundo o en el
venidero” (Efesios
1: 19-21).
Cuando
decimos que Jesús es el Señor estamos reconociendo que en El Dios
Padre ha acontecido definitivamente revelándonos al mismo tiempo lo
más pleno y definitivo de su divinidad y lo más pleno y definitivo
de nuestra humanidad, entendiéndose esta inserta en aquella, lo que
nos recuerda la afirmación clave del Génesis: “
Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó, varón
y hembra los creó”
(Génesis 1: 27).
Junto
con los elementos de reconocimiento de este señorío también
aparece la dimensión de universalidad del proyecto que Dios Padre
nos ofrece en Jesús, hecho que subraya ahora sí de modo decisivo el
trabajo constante que él hizo con sus discípulos y con otros
abriéndoles la mente y el corazón a una realidad de vida que no
podía limitarse al ámbito de la ley y de las tradiciones religiosas
de los judíos, contexto bien conocido a través de las controversias
sostenidas por El con los sacerdotes y maestros de la ley, y también
con la dureza de mente de sus seguidores.
El
gran interés de Dios que aquí se evidencia está dirigido a todos
los seres humanos, su cercanía y compasión, su misericordia, su
voluntad, sólo tienen en la mira la total realización y felicidad
de la humanidad. Y esto lo significa con eficacia en la persona del
Señor Jesucristo, cuya condición simultánea de Dios y de ser
humano es la concreción del querer del Padre para todos los que con
libertad acojan su iniciativa de sentido y de salvación.
De
esta universalidad se desprende la condición misionera de la
Iglesia, el envío a comunicar la Buena Noticia, a restaurar al ser
humano caído por el pecado y por la injusticia, sometido por las
indignidades que otros deciden para oprimir y maltratar a muchos.
Las
siguientes palabras de Jesús no se quedan solamente en un trabajo de
proselitismo religioso y de aumentar numéricamente el conjunto de
los seguidores, ellas son un envío claro a llenar de sentido
teologal la historia de la humanidad: “
Me han concedido plena autoridad en cielo y tierra. Por tanto, vayan
a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautícenlos
consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y enséñenles
a cumplir cuanto les he mandado. Yo estaré con ustedes siempre,
hasta el fin del mundo” (Mateo
28: 18-20).
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