“Por
aquel entonces, tomò Jesùs la palabra y dijo: Yo te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado todas estas
cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla”
(Mateo
11: 25)
Lecturas:
- Zacarìas 9: 9-10
- Salmo 144: 1-14
- Romanos 8: 8-13
- Mateo 11: 25-30
La
simplicidad de Dios nos asusta y escandaliza porque estamos
habituados a modos muy solemnes y sacralizados, refiriéndonos a El
con el mismo lenguaje con el que se alude a poderosos emperadores,
gobernantes y demás gentes consideradas importantes por la sociedad.
Las lecturas de hoy nos ayudan a comprender la primera afirmación, y
hacen posible que desarmemos ese tinglado complejo con el que
buscamos a Dios para encontrarnos con El, descalzo y despojado de
arrogancias, tal como nos lo revela Jesùs.
En
la primera comunidad cristiana todos sus integrantes eran gente
sencilla, no se gloriaban de nada, dòciles al Espìritu del Señor,
seguían con entusiasmo el proyecto original de Jesùs y carecían
de los prejuicios legales y rituales que caracterizaban a los sabios
y entendidos.
Estos
últimos se sentían seguros y confiados por creer que lo sabían
todo sobre Dios y sobre la religión, se sentían sus expertos, y asì
presumìan ante la comunidad, con un problema muy grave: no estaban
convertidos al amor de Dios, al sentido solidario con el prójimo; lo
suyo era una religiosidad autosuficiente, que se vanagloriaba de su
pericia teológica y jurídica, sin reparar en la necesaria e
imperativa conversión del corazón.
Para
la lógica que propone el Evangelio, los sencillos son aquellos en
quienes descubrimos ausencia de cálculos interesados, agendas
ocultas, intenciones dobles, estilos soterrados; es decir, los
pobres, los humildes, los silenciados de aquella sociedad y religión.
Naturalmente , los sacerdotes y los maestros de la ley los
despreciaban por considerarlos ignorantes de la ley religiosa judía
e ineptos para el cumplimiento de la misma.
Queda
claro que tales dueños de la verdad desconocían – y desconocen -
que todo lo que procede de Dios es don inmerecido, gratuidad pura,
que no repara en medidas y en autojustificaciones, que se da
ilimitadamente a todos los seres humanos libres que quieren ser
depositarios del beneficio de su amor.
Por
feliz contraste, los sencillos, los “sin voz”, hacen patente que
el encuentro con Dios – revelado por Jesùs como Padre compasivo y
misericordioso – no se da por el conocimiento erudito de su ser ni
por la rigurosa observancia de las prescripciones morales y
religiosas, sino a través de la disposición para vivir en esa
perspectiva de lo gratuito.
La
profecía de Zacarías - primera lectura de hoy - hace un aporte
valioso en este mismo sentido. Los fanáticos religiosos de esos
tiempos anteriores a Jesús tenían la expectativa de un Mesías
triunfante y lleno de poder que vendría a vengarse de los enemigos
de Israel y a restaurar el prestigio político y religioso de la
nación.
El
profeta se aparta de esta idea y propone un estilo alternativo de
mesianismo, lo manifiesta con estas palabras: “Exulta
sin límite, Jerusalén, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a
ti tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una
cría de asna” (Zacarias
9: 9). Es un fuerte realismo el que propone el texto, pone en tela de
juicio los vanos ideales de triunfalismo y ratifica la sana
mentalidad contracultural del profetismo bíblico, determinado por la
humildad, por el sentido de la justicia, por la construcción de la
paz, por la negativa a toda retaliación.
Disidencia
total que se hizo historia y realidad en Jesús de Nazareth,
entronizando el talante de los sencillos y humildes de corazón, en
quienes encuentra las mejores condiciones de posibilidad para la
sabiduría del Evangelio.
Esto
es lo que hace decir a Jesùs las palabras iniciales del texto
evangélico que se nos propone este domingo: “
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios inteligentes, y se las has revelado a
gente sencilla” (Mateo
11: 25).
La
ley judía, vigente en tiempos de Jesùs era minuciosa y llena de
rigurosas normativas, tenía màs de 600 preceptos y 5.000
prescripciones, descritas al detalle, y determinaba que su estricta
observancia era lo que garantizaba la justicia de un ser humano ante
Dios, lo demás no contaba; quien no cumplìa con este cùmulo de
reglas era despreciable ante los aludidos líderes religiosos y, en
consecuencia, ante Dios mismo. Ordenamiento legal que se convertía
en verdadero obstáculo para muchos en Israel, superando las
posibilidades reales de cumplimiento.
A
esto es a lo que Jesùs llama yugo: “Vengan
a mì todos los que están fatigados y sobrecargados, y yo les
proporcionarè descanso. Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de
mì, que soy manso y humilde de corazón, y hallaràn descanso para
sus almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo
11: 28-30), es la intención del Señor liberarnos de esas ataduras,
de la religión entendida como reglamentaciones de extrema rigidez,
de los rituales sin vida y sin esperanza, para introducirnos en el
camino de la gratuita misericordia del Padre.
Es
esto una invitación al facilismo religioso-moral, a minimizar las
responsabilidades que nos competen cuando decidimos seguir a Jesùs y
a su Evangelio? Es la antesala del relativismo y de la permisividad?
Es el relajamiento de las costumbres? La respuesta contundente es no,
y vamos a ver por què.
En
el proyecto del Señor hay unas implicaciones de seriedad y de alto
compromiso, el mismo relato de su vida asì lo evidencia, la
incomprensión de que fue vìctima, el juicio al que se le sometiò,
la condena a muerte, su crucifixión, son el mejor argumento para
aclarar la posible ambigüedad que suscita ese trueque radical de la
religiosidad obligada y obligante por la relación de gracia y de
misericordia que en èl Dios introduce en la historia de la
humanidad.
Dios
no comparte leyes ni conocimiento ni ritos, El se da a sì mismo,
nos ofrece su propia vitalidad, la vida según el Espìritu, como
podemos apreciarlo en la segunda lectura de hoy, de la carta de Pablo
a los Romanos: “Mas
ustedes no viven según la carne, sino según el Espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en ustedes”
(Romanos 8: 9).
Todo
el capítulo 8 de Romanos, que es clásico en la teología paulina,
hace patente la nueva lógica de libertad y de salvación que se
inaugura con Jesús. Con la expresión “según la carne” se
entiende en el lenguaje bíblico al ser humano dominado por el
egoísmo y por la injusticia, por los afectos desordenados, por la
ausencia de gratuidad y de amor, también por fundamentar su relación
con Dios en la ya referida observancia de la ley sin apertura al
Padre y al prójimo.
Valgan
estas consideraciones para que pensemos en el agobio de las
prohibiciones, en la religión saturada de normas, en la cultura
fundamentalista de los mil y un requisitos. Dónde queda aquí la
gracia de Dios, que se nos ofrece como don incondicional? Cuántas
lesiones psicológicas ha causado esa perspectiva intransigente,
cuántos alejamientos de Dios, cuántas infelicidades, cuántos
desencantos, cuántas violencias en su nombre?
El
camino de Jesús es la vida, no la ley: “Y
si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos
dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en ustedes”
(Romanos 8: 11).
En
los procesos de educación y formación en la fe hay que inculcar
el sentido de la espiritualidad como el proceder de Dios Padre que
acontece liberando y sanando, nunca dispensándonos de una vida
responsable y comprometida, con unos claros referentes de seriedad
evangélica que han de traducirse a nuestros modos de vida , a
nuestros criterios y conductas, siempre alentados por la esperanza
que es inherente a la Buena Noticia.
Las
reflexiones que aquí consignamos son conscientes de los
compromisos profundos a los que accedemos como creyentes, en materia
de valores éticos, en términos de fidelidad al estado de vida que
hemos asumido con libertad, a las opciones que se desprenden de la
decisión fundamental de seguir el camino de Jesús, nunca
propiciando laxitudes ni medianías en tales responsabilidades, pero
siempre imbuídos de la perspectiva del Dios gratuito que se revela a
los sencillos.
Así
mismo se impone hacer claridad en algo que juzgamos esencial para la
calidad de nuestra vivencia cristiana: Dios es el que justifica, es
su gracia, no nuestros merecimientos, lo que nos lleva por los
caminos de su amor, si en el desarrollo de la vida adquirimos una
formación sólida, esta ha de ponerse en esta clave, en lógica de
gratuidad, no de presunción de ser más religiosos o más
observantes que quienes no han tenido estas posibilidades.
Mateo,
en el evangelio de hoy, conecta con las expectativas de los
postergados. Jesús no se identifica con los mesianismos de su época,
a El lo que le importa es hacer vigente la gran utopía de Dios, con
eso entronca con los ideales de aquellos profetas bíblicos que
preveían un modelo alternativo de sociedad y, en la raíz de todo,
anunciando al mismo tiempo una manera novedosa y liberadora para la
experiencia de Dios.
Jesús
propone una comunidad “piloto” que se encarna en el espíritu de
las Bienaventuranzas, una comunidad que quiebra la lógica de la
prepotencia y afirma la feliz novedad de la vida según el Espíritu,
en la que los pobres, los despojados de vanidades y suficiencias, los
dóciles a la gratuidad del reino de Dios y su justicia se encuentren
en su lugar natural.
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