domingo, 5 de noviembre de 2017

COMUNITAS MATUTINA 5 DE NOVIEMBRE DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado”
(Mateo 23: 12)
Lecturas:
  1. Malaquías 1: 14 a 2: 10
  2. Salmo 130
  3. 1 Tesalonicenses 2: 7-13
  4. Mateo 23: 1-12
Hoy la Palabra comienza con una fuerte diatriba del profeta Malaquías en contra de los sacerdotes, sus palabras son particularmente duras y estremecedoras. Este profeta ejerce su misión después del exilio de los israelitas en Babilonia, cuando se esperaba que – superada esta dura prueba- estarían más dóciles a Yahvé y más dispuestos a practicar la solidaridad y la justicia. Sin embargo, sucedió lo contrario: los retornados comenzaron a expropiar sus tierras a la gente que habitaba Palestina, tratándola como extranjera y desatando contra esta población una notable agresividad.
Esta situación echó por tierra la esperanza de muchos profetas que esperaban que Israel hubiera cambiado de conducta después del exilio. Tales cosas se agravaron cuando fueron un grupo de levitas y sacerdotes los que dirigieron estas injusticias. Este contexto nos ayuda a entender la fuerza del profeta: “Reciban ahora esta advertencia, sacerdotes: Si no hacen caso ni toman a pecho dar gloria a Mi Nombre, dice Yahvé Sebaot, lanzaré contra ustedes la maldición y maldeciré su bendición; la maldeciré porque ninguno de ustedes toma nada a pecho” (Malaquías 1: 1-2).
Para el profeta el pecado grave consiste en que los que se presentan como baluartes de la ley y de la religión no tengan el más mínimo sentido de justicia. No respetar el derecho de los pobres es violar la alianza con el Señor, esta es una ofensa mucho más grave que cualquier infracción ritual o disciplinaria: “Pero ustedes se han extraviado del camino, han hecho tropezar a muchos en la ley, han corrompido la alianza de Leví, dice Yahvé Sebaot” (Malaquías 1: 8).
Un líder religioso, llámese pastor, sacerdote, monje, obispo, rabino, está puesto delante de la comunidad como su referente y modelo que recoge todos sus valores y expectativas. Defraudar este voto de confianza es traición sumamente grave, a Dios, a la gente, a la misión que se le ha confiado.
Es lo que pasa penosamente con los conocidos y deplorables hechos de pederastia, con el carrerismo eclesiástico, con la afección desordenada por el poder y por el dinero, por el desinterés en el servicio a las personas que esperan de sus ministros entrega y dedicación. Las palabras de Malaquías son advertencia muy fuerte, también compromiso de las comunidades para hacer control de calidad a quienes las pastorean.
Recientemente se ha publicado un interesante libro titulado “La responsabilidad ética en el ministerio sacerdotal: el arte de servir”, del religioso agustino y teólogo Roberto Noriega. En su escrito el autor aborda estas problemáticas en la vida de la iglesia contemporánea, con todo lo que ellas implican de desencanto de los fieles y pérdida de credibilidad en algunos ámbitos de la iglesia institucional. Sea esta referencia una invitación para que laicos y sacerdotes estudien con atención este texto, profundo y serio en sus planteamientos.
Por otra parte, el evangelio de hoy también toma posición de parte de Jesús contra los consabidos hombres religiosos del judaísmo de su tiempo. Su mentalidad es la de poner en jaque las pretensiones de tantas personas que preocupándose de la ortodoxia de las doctrinas y de la rigidez de las normas del culto descuidan los principios elementales de la justicia. La auténtica ortodoxia debe ir de la mano de una auténtica ortopraxis, coherencia entre la fe y la vida!
Hoy Jesús toma la palabra y comienza con una afirmación llena de ironía: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Hagan, pues, y observen todo lo que les digan, pero no imiten su conducta, porque dicen y no hacen” (Mateo 23: 2-3). Estas palabras hay que matizarlas teniendo en cuenta el resto del evangelio, allí se advierte que Jesús no está de acuerdo con la enseñanza de estos maestros de la ley, pone a sus discípulos en guardia para que no se dejen persuadir por su doctrina y por las cargas pesadas que imponen a la gente: “Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mateo 23: 4).
Jesús hace énfasis en la búsqueda de notoriedad de estos personajes, que quieren ser aplaudidos, reverenciados, reconocidos con títulos, honrados en sus pretendidas dignidades, ataviados con vestimentas llamativas: “Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres: ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; les gusta ocupar el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente los llame Rabbí” (Mateo 23: 5-7).
Un detalle para mejor comprensión: las filacterias eran pequeñas cajas forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contenían tiras en las que estaban escritos textos bíblicos. A partir de los trece años, el israelita varón se ponía una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo, con el fin de tener delante de sí la ley de Dios, presentándose ante los demás como el que tiene siempre ante sí la ley del Señor. Exagerado este comportamiento Jesús lo identifica como arrogancia religioso-moral y, naturalmente, lo fustiga con severidad.
Todo esto va en clave de humildad, de “bajo perfil”, de modestia, de discreción en el ser y en el obrar, de no invocar títulos ni precedencias religiosas, de no presentarse como superior a los demás, de no jactarse de cumplimientos, de dar prioridad a la justicia, a la solidaridad, al servicio de todos los prójimos, empezando por los más necesitados de reconocimiento y ayuda, de no hacer carrera, de dejar de ser autorreferenciales, como tan gráficamente lo dice el papa Francisco, cuando invita a obispos y sacerdotes a tener “olor a oveja”, metiéndose directamente en la realidad, sintiendo como propia la vida de la gente, comulgando con sus gozos y esperanzas, con sus dolores y sus tristezas.
Mateo, que no quiere limitarse a ironizar, sino que desea evitar los mismos peligros en la comunidad cristiana, termina esta parte exhortando a e evitar todo título honorífico, y los contenidos que los respaldan: “Ustedes, en cambio, no se dejen llamar Rabbí, porque uno solo es su maestro; y ustedes son todos hermanos. Ni llamen a nadie Padre en la tierra, porque uno sólo es su Padre, el del cielo” (Mateo 23: 8-9).
Usar estos títulos equivale a introducir diferencias y desigualdades. La plena manifestación de Dios como Padre que hace Jesús tiene como correlativo indispensable la igualdad de todos los seres humanos, asumidos y vividos como hermanos, con todas las connotaciones que esto tiene de comunión y participación, de fraternidad y solidaridad, de justicia y servicio, en el mejor espíritu evangélico.
Ha pasado en la vida de la Iglesia que en muchos momentos y situaciones nos hemos olvidado de este esencial valor y hemos introducido categorías, escalafones, títulos y preeminencias, creando en la práctica ofensivas distinciones entre cristianos de primera y cristianos de segunda, dando toda prelación a los clérigos y subestimando el potencial y la iniciativa de los laicos.
Tal asunto fue uno de los temas esenciales del Concilio Vaticano II, una iglesia donde todos somos iguales por la dignidad que nos confiere el bautismo, diversos en carismas y ministerios, pero todos orientados a la única comunidad de seguidores de Jesús con el mismo valor sustancial. Si bien, en muchos ámbitos eclesiales se ha evolucionado con eficacia en este sentido, en otros hace falta un mayor énfasis en la igualdad eclesial, en el favorecer la palabra y la iniciativa de los laicos, en la presencia de la mujer en las responsabilidades directivas de la Iglesia, en disminuír el protagonismo de la jerarquía.
El principio que debe regir en todo cristiano está perfectamente delineado en las palabras de Jesús: “El mayor entre ustedes será su servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado” (Mateo 23: 11-12).
Tal mensaje cobra mayor relevancia en un mundo en el que los cristianos debemos marcar la diferencia cualitativa con respecto al mundo de las instituciones, de los estados, de los criterios sociales que oprimen y dominan con exacerbada injusticia a mucha gente, de la cosificación del ser humano, del maltrato sistemático, del acallar las voces de las víctimas, del sometimiento servil.
Fundamental en el mensaje cristiano, contenido en el Evangelio, es la práctica comunitaria de la caridad expresada en una exigencia irrevocable de justicia. La comunidad cristiana existe para dar a la humanidad la Buena Noticia de Jesús, ella misma se hace Evangelio cuando transforma las realidades de muerte en caminos hacia la vida en abundancia y no cuando se anuncia a sí misma o cuando demanda privilegios.
Las palabras de San Pablo, en la segunda lectura, resuenan como contraste profético ante el mal ejemplo de desinterés, autoritarismo, vanidad, presunción: “Aunque pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos mostramos amables con ustedes, como una madre cuida con cariño de sus hijos. Tanto los queríamos, que estábamos dispuestos a entregarles no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias vidas. Ustedes han llegado a sernos entrañables” (1 Tesalonicenses 2: 7-8).
Bajar de los pedestales, caminar todos juntos por las calles de la vida, ejerciendo afectiva y efectivamente la condición de hijos de Dios, siguiendo a Jesús, el hermano mayor, haciendo de la Iglesia una comunidad que signifique con eficacia el reino de Dios y su justicia, dando al servicio fraterno la prioridad en nuestros proyectos de vida. Apasionante programa para ser sal de la tierra y luz del mundo!

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