“Pues
el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será
ensalzado”
(Mateo
23: 12)
Lecturas:
- Malaquías 1: 14 a 2: 10
- Salmo 130
- 1 Tesalonicenses 2: 7-13
- Mateo 23: 1-12
Hoy
la Palabra comienza con una fuerte diatriba del profeta Malaquías en
contra de los sacerdotes, sus palabras son particularmente duras y
estremecedoras. Este profeta ejerce su misión después del exilio de
los israelitas en Babilonia, cuando se esperaba que – superada esta
dura prueba- estarían más dóciles a Yahvé y más dispuestos a
practicar la solidaridad y la justicia. Sin embargo, sucedió lo
contrario: los retornados comenzaron a expropiar sus tierras a la
gente que habitaba Palestina, tratándola como extranjera y desatando
contra esta población una notable agresividad.
Esta
situación echó por tierra la esperanza de muchos profetas que
esperaban que Israel hubiera cambiado de conducta después del
exilio. Tales cosas se agravaron cuando fueron un grupo de levitas y
sacerdotes los que dirigieron estas injusticias. Este contexto nos
ayuda a entender la fuerza del profeta: “Reciban
ahora esta advertencia, sacerdotes: Si no hacen caso ni toman a pecho
dar gloria a Mi Nombre, dice Yahvé Sebaot, lanzaré contra ustedes
la maldición y maldeciré su bendición; la maldeciré porque
ninguno de ustedes toma nada a pecho”
(Malaquías 1: 1-2).
Para
el profeta el pecado grave consiste en que los que se presentan como
baluartes de la ley y de la religión no tengan el más mínimo
sentido de justicia. No respetar el derecho de los pobres es violar
la alianza con el Señor, esta es una ofensa mucho más grave que
cualquier infracción ritual o disciplinaria: “Pero
ustedes se han extraviado del camino, han hecho tropezar a muchos en
la ley, han corrompido la alianza de Leví, dice Yahvé Sebaot”
(Malaquías 1: 8).
Un
líder religioso, llámese pastor, sacerdote, monje, obispo, rabino,
está puesto delante de la comunidad como su referente y modelo que
recoge todos sus valores y expectativas. Defraudar este voto de
confianza es traición sumamente grave, a Dios, a la gente, a la
misión que se le ha confiado.
Es
lo que pasa penosamente con los conocidos y deplorables hechos de
pederastia, con el carrerismo eclesiástico, con la afección
desordenada por el poder y por el dinero, por el desinterés en el
servicio a las personas que esperan de sus ministros entrega y
dedicación. Las palabras de Malaquías son advertencia muy fuerte,
también compromiso de las comunidades para hacer control de calidad
a quienes las pastorean.
Recientemente
se ha publicado un interesante libro titulado “La responsabilidad
ética en el ministerio sacerdotal: el arte de servir”, del
religioso agustino y teólogo Roberto Noriega. En su escrito el autor
aborda estas problemáticas en la vida de la iglesia contemporánea,
con todo lo que ellas implican de desencanto de los fieles y pérdida
de credibilidad en algunos ámbitos de la iglesia institucional. Sea
esta referencia una invitación para que laicos y sacerdotes estudien
con atención este texto, profundo y serio en sus planteamientos.
Por
otra parte, el evangelio de hoy también toma posición de parte de
Jesús contra los consabidos hombres religiosos del judaísmo de su
tiempo. Su mentalidad es la de poner en jaque las pretensiones de
tantas personas que preocupándose de la ortodoxia de las doctrinas y
de la rigidez de las normas del culto descuidan los principios
elementales de la justicia. La auténtica ortodoxia debe ir de la
mano de una auténtica ortopraxis, coherencia entre la fe y la vida!
Hoy
Jesús toma la palabra y comienza con una afirmación llena de
ironía: “En
la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos.
Hagan, pues, y observen todo lo que les digan, pero no imiten su
conducta, porque dicen y no hacen” (Mateo
23: 2-3). Estas palabras hay que matizarlas teniendo en cuenta el
resto del evangelio, allí se advierte que Jesús no está de acuerdo
con la enseñanza de estos maestros de la ley, pone a sus discípulos
en guardia para que no se dejen persuadir por su doctrina y por las
cargas pesadas que imponen a la gente: “Atan
cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni
con el dedo quieren moverlas”
(Mateo 23: 4).
Jesús
hace énfasis en la búsqueda de notoriedad de estos personajes, que
quieren ser aplaudidos, reverenciados, reconocidos con títulos,
honrados en sus pretendidas dignidades, ataviados con vestimentas
llamativas:
“Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres:
ensanchan las filacterias y alargan las orlas del manto; les gusta
ocupar el primer puesto en los banquetes y los primeros asientos en
las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente los
llame Rabbí”
(Mateo 23: 5-7).
Un
detalle para mejor comprensión: las filacterias eran pequeñas cajas
forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contenían tiras en
las que estaban escritos textos bíblicos. A partir de los trece
años, el israelita varón se ponía una sobre la cabeza y otra en el
brazo izquierdo, con el fin de tener delante de sí la ley de Dios,
presentándose ante los demás como el que tiene siempre ante sí la
ley del Señor. Exagerado este comportamiento Jesús lo identifica
como arrogancia religioso-moral y, naturalmente, lo fustiga con
severidad.
Todo
esto va en clave de humildad, de “bajo perfil”, de modestia, de
discreción en el ser y en el obrar, de no invocar títulos ni
precedencias religiosas, de no presentarse como superior a los demás,
de no jactarse de cumplimientos, de dar prioridad a la justicia, a la
solidaridad, al servicio de todos los prójimos, empezando por los
más necesitados de reconocimiento y ayuda, de no hacer carrera, de
dejar de ser autorreferenciales, como tan gráficamente lo dice el
papa Francisco, cuando invita a obispos y sacerdotes a tener “olor
a oveja”, metiéndose directamente en la realidad, sintiendo como
propia la vida de la gente, comulgando con sus gozos y esperanzas,
con sus dolores y sus tristezas.
Mateo,
que no quiere limitarse a ironizar, sino que desea evitar los mismos
peligros en la comunidad cristiana, termina esta parte exhortando a e
evitar todo título honorífico, y los contenidos que los respaldan:
“Ustedes,
en cambio, no se dejen llamar Rabbí, porque uno solo es su maestro;
y ustedes son todos hermanos. Ni llamen a nadie Padre en la tierra,
porque uno sólo es su Padre, el del cielo” (Mateo
23: 8-9).
Usar
estos títulos equivale a introducir diferencias y desigualdades. La
plena manifestación de Dios como Padre que hace Jesús tiene como
correlativo indispensable la igualdad de todos los seres humanos,
asumidos y vividos como hermanos, con todas las connotaciones que
esto tiene de comunión y participación, de fraternidad y
solidaridad, de justicia y servicio, en el mejor espíritu
evangélico.
Ha
pasado en la vida de la Iglesia que en muchos momentos y situaciones
nos hemos olvidado de este esencial valor y hemos introducido
categorías, escalafones, títulos y preeminencias, creando en la
práctica ofensivas distinciones entre cristianos de primera y
cristianos de segunda, dando toda prelación a los clérigos y
subestimando el potencial y la iniciativa de los laicos.
Tal
asunto fue uno de los temas esenciales del Concilio Vaticano II, una
iglesia donde todos somos iguales por la dignidad que nos confiere el
bautismo, diversos en carismas y ministerios, pero todos orientados a
la única comunidad de seguidores de Jesús con el mismo valor
sustancial. Si bien, en muchos ámbitos eclesiales se ha evolucionado
con eficacia en este sentido, en otros hace falta un mayor énfasis
en la igualdad eclesial, en el favorecer la palabra y la iniciativa
de los laicos, en la presencia de la mujer en las responsabilidades
directivas de la Iglesia, en disminuír el protagonismo de la
jerarquía.
El
principio que debe regir en todo cristiano está perfectamente
delineado en las palabras de Jesús: “El
mayor entre ustedes será su servidor. Pues el que se ensalce, será
humillado; y el que se humille, será ensalzado”
(Mateo 23: 11-12).
Tal
mensaje cobra mayor relevancia en un mundo en el que los cristianos
debemos marcar la diferencia cualitativa con respecto al mundo de las
instituciones, de los estados, de los criterios sociales que oprimen
y dominan con exacerbada injusticia a mucha gente, de la cosificación
del ser humano, del maltrato sistemático, del acallar las voces de
las víctimas, del sometimiento servil.
Fundamental
en el mensaje cristiano, contenido en el Evangelio, es la práctica
comunitaria de la caridad expresada en una exigencia irrevocable de
justicia. La comunidad cristiana existe para dar a la humanidad la
Buena Noticia de Jesús, ella misma se hace Evangelio cuando
transforma las realidades de muerte en caminos hacia la vida en
abundancia y no cuando se anuncia a sí misma o cuando demanda
privilegios.
Las
palabras de San Pablo, en la segunda lectura, resuenan como contraste
profético ante el mal ejemplo de desinterés, autoritarismo,
vanidad, presunción: “Aunque
pudimos imponer nuestra autoridad por ser apóstoles de Cristo, nos
mostramos amables con ustedes, como una madre cuida con cariño de
sus hijos. Tanto los queríamos, que estábamos dispuestos a
entregarles no sólo el Evangelio de Dios, sino nuestras propias
vidas. Ustedes han llegado a sernos entrañables” (1
Tesalonicenses 2: 7-8).
Bajar
de los pedestales, caminar todos juntos por las calles de la vida,
ejerciendo afectiva y efectivamente la condición de hijos de Dios,
siguiendo a Jesús, el hermano mayor, haciendo de la Iglesia una
comunidad que signifique con eficacia el reino de Dios y su justicia,
dando al servicio fraterno la prioridad en nuestros proyectos de
vida. Apasionante programa para ser sal de la tierra y luz del mundo!
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