domingo, 1 de julio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 1 DE JULIO DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO


“Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y queda curada de tu enfermedad...Muchacha, a ti te digo, levántate”
(Marcos 5: 34 y  42)
Lecturas:
1.   Sabiduría 1: 13-15 y 2: 23-24
2.   Salmo 29
3.   2 Corintios 8: 7-9 y 13-15
4.   Marcos 5: 21-43
Hoy el evangelio nos refiere dos curaciones: la de la  mujer que padecía flujo de sangre incontenible, la de la chiquilla de doce años, hija de Jairo, el jefe de la sinagoga. Demos siempre el salto cualitativo de la narración puntual a lo que ella significa. Jairo, a pesar de ser el jefe de esa institución, segunda en importancia después del templo judío, descubre que allí no está la salvación, que esa mediación religiosa no conduce a la vida, está desilusionado de su propia tradición de fe.
 Por eso, animado por lo que la gente dice de Jesús, acude a él con esperanza: “Mientras estaba hablando, llegaron unos de la casa del jefe de la sinagoga diciendo: tu hija ha muerto. A qué molestar ya al maestro? Jesús, que oyó el comentario dijo al jefe de la sinagoga: No temas, basta con que tengas fe” (Marcos 5: 35-36), busca la vida para su hija, algo  le dice que Jesús supera con creces las posibilidades de la sinagoga, mientras que la gente insiste en que no lo perturben porque ya no hay nada qué hacer. Jesús ha venido para dar vida en abundancia, vida de Dios, vida plena, inagotable, eso entusiasma a Jairo, no se arredra ante el pesimismo y desesperanza que le rodean: “Llegaron a la casa del jefe de la sinagoga y observaron el alboroto, unos que lloraban y otros que daban fuertes gritos. Jesús entró y les dijo: por qué lloran? La niña no ha muerto, está dormida” (Marcos 5: 38-39). Jesús es garantía de sentido para Jairo y para su pequeña.
Jesús arroja entonces  a la gente incrédula – para quien no cree, la muerte es el final – y entra a donde está la niña, junto con tres de sus discípulos. Estos mismos son los que le acompañan en la Transfiguración y en la oración del huerto, y en ambas escenas duermen. Este sueño es un símbolo muy profundo. En la Transfiguración Jesús habla con Moisés y Elías de su paso de la muerte a la vida (Marcos 9: 2-8); en el Huerto de los Olivos, Jesús pide al Padre fuerzas para aceptar el camino que le lleva a la muerte-vida porque esos discípulos no creen que sea un paso hacia la vida definitiva. Pedro, Santiago y Juan no aceptan la posibilidad de la muerte para Jesús porque – al igual que sus correligionarios judíos – no tienen la perspectiva de la novedad de vida en Dios, esta sí definitiva. Para que aprendan que Jesús es imagen de un Dios dador de vida, él los lleva consigo: “ Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago” (Marcos 5: 37).
La sinagoga, de la que Jairo es jefe, se asemeja a los espacios religiosos anquilosados, que no son capaces de sanar los males del mundo porque están dedicados a mantener sus estructuras frías y lejanas de la realidad y de los sufrimientos de la gente. La Iglesia toda, y cada comunidad eclesial en particular, están llamadas a ser espacios de vida, en nombre de Dios, en nombre de Jesús, por eso debe salir al encuentro de él, con la actitud de no temer , de tener fe, porque esto es lo que basta, de aquí proviene la abundancia de la vitalidad de Dios: “Ahora, la abundancia de ustedes, remedia su necesidad, para que, en otro momento, su abundancia pueda remediar la necesidad de ustedes, y así reine la igualdad” (2 Corintios 8: 14).
Solemos tener demasiadas seguridades, comodidades, mapas mentales fijos e inamovibles, nos dan temor el cambio, la innovación, el carisma, la profecía, el evangelio. Esto nos pasa en el plano individual, en el eclesial, en el social; no tenemos la osadía de lanzarnos a remediar los males del mundo porque nos asusta correr riesgos; adherir al mensaje de Jesús es muy exigente , reclama rupturas, ejercicios de libertad, confianza al máximo y generosidad igual, pero la mente calculadora nos frena para lanzarnos a la aventura de la vida teologal, la de inclinarnos ante los sufrimientos, dramas, tragedias de la humanidad con la intención de ayudar a superar tanta muerte e injusticia.
Jesús nos invita a confiar en él, a tener la osadía de dejarnos llevar por la fe, como Jairo, el padre de la niña, a recibir el don de una vida inagotable y totalmente capaz de dar sentido a nuestras vidas, así como lo manifiesta Pablo a los cristianos de Corinto: “Sé muy bien que sobresalen en todo, en fe, en palabra, en conocimiento, en preocupación por los demás y en la caridad que les hemos comunicado. Pues bien, sobresalgan también en esta generosa iniciativa. No es una orden; sólo quiero comprobar la generosidad de su caridad, comparándola con la diligencia demostrada por otros. Ya conocen la generosidad de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza” (2 Corintios 8: 7-9).
Pablo los está estimulando a darse , teniendo como referente a Jesús, ahí – sin más rodeos – está la vida, en el ejercicio de la solidaridad, en el servicio, en el dejarse tomar por Dios, sin anclarse en religiosidades vacías de amor. Un verdadero milagro que está en nuestras manos realizar para devolver la vida  a cuantos carecen de las mínimas condiciones de vida, para hacer de nuevo el prodigio del maná por el que Dios impedía que unos pocos acumulasen lo que era necesario para otros: “al que recogía mucho no le sobraba y al que recogía poco no le faltaba” (Exodo 16: 18).
Un mundo de iguales, un mundo regido por un Dios que, como dice el libro de la Sabiduría: “porque Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes. El lo creó todo para que subsistiera: las creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni el abismo reina sobre la tierra, porque la justicia es inmortal” (Sabiduría 1: 13-15).
En el mismo relato de Marcos, propuesto para este domingo, se refiere el hecho de la mujer que, agobiada por la pérdida constante de sangre y cansada de los mil esfuerzos para obtener la salud, incluída la prohibición que tenía de contactarse con los demás porque su enfermedad la ponía en estado de impureza legal, se arriesga a buscar a Jesús, rompe todas las normas y se abre camino persiguiendo su sanación: “Había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con numerosos médicos. Había gastado todos sus bienes sin encontrar alivio; al contrario, había ido a peor. Sabedora de lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto” (Marcos 5: 25-27).
 Jesús es la realidad definitiva de Dios para bien de la humanidad, para restaurarla en su dignidad, para configurar su interioridad, para liberarla del desorden del pecado, de la muerte, de lo que menoscaba su valor, Jesús es todo para el ser humano necesitado de sentido y de salvación. En esta escena, como en la de los diversos relatos de milagros, esta posibilidad se hace patente. Jesús recuerda a la mujer el poder y la confianza que existe dentro de ella: “Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y preguntó: Quién me ha tocado los vestidos? ……..Entonces , la mujer, viendo lo que le había sucedido , se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él y le contó la verdad. El le dijo: Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Marcos 5: 30 y 33-34).
Esa confianza es la que dignifica la persona, de ahora en adelante no tendrá que depender de nadie, Jesús le descubre su dignidad y la hace caminar erguida y sana. Las dos mujeres, la madura y la niña, han entrado en la nueva vida que comunica Jesús; en ambos casos, Jesús enfatiza su fe, la que permite volver al ser original.
No nos resultan tan extrañas hoy estas historias de mujeres, de niños pisoteados por intereses mezquinos en situaciones de guerra, de pobreza, de trata de personas. Grandes  interrogantes para los países y sociedades que se siguen considerando “cristianos”, aunque se olvidan del modo de proceder de Jesús, cerrando con egoísmo los ojos a realidades que nos pasan cada día, incesantemente.
Dios, lo reiteramos, es Señor de la vida, de la dignidad, lo suyo es definitivamente liberador: “Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo y la experimentan sus secuaces” (Sabiduría 2: 23-24).
El origen de la vida, del ser humano, del mundo natural, es en sí mismo digno y dignificante, todo lo que resulta del amor creador de Dios es bueno, no hay una pecaminosidad de raíz que nos haga manchados, impuros, es el don de la libertad – que hace parte de estas gracias esenciales – el que nos puede llevar a distorsionar esa situación de dignidad original, cuando decidimos ir en contra de nuestra realización y romper la armonía con Dios y con el prójimo. Para trabajar en contra de esta alternativa de muerte está presente Jesús en la historia, asumiendo ese aspecto contrario al Padre, con el fin de retornarlo a su dimensión fundante de dignidad.
La sinagoga, el templo de Jerusalén, la incredulidad de los judíos, de los discípulos, son señales de corazones cerrados a la acción liberadora de Dios, impedimentos estructurales que frenan la acción de la vida. Jairo, su pequeña hija, la mujer enferma, son indicativos de la confianza que rescata  las posibilidades de las personas cuando se dan totalmente al amor de Dios, tal como se revela en la persona de Jesús.

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