domingo, 22 de julio de 2018

COMUNITAS MATUTINA 22 DE JULIO DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO


“Al desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato”
(Marcos 6: 34)
Lecturas:
1.   Jeremías 23: 1-6
2.   Salmo 23
3.   Efesios 2: 13-18
4.   Marcos 6: 30-34
Un salmo de frecuente  proclamación en las celebraciones de la Iglesia es el  23 con su conocida invocación: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. El me hace descansar en verdes praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre. Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo, tu vara y tu bastón me infunden confianza” (Salmo 23: 1-3). El autor de este poema experimenta que Dios es su garantía, acudiendo a la figura del pastor, muy propia de la cultura agrícola y pastoril en la que surgen estas invocaciones de los creyentes de Israel, se sabe guiado con acierto, su lenguaje es de plena confianza, proclama que Dios Yavé es el garante de su humanidad.
Este es el contenido central de las lecturas de este domingo, avalado con los pasajes de Jeremías, el salmo aludido, y el evangelio de Marcos. El interés prioritario de Dios – no hay ninguno que se le iguale – es la plenitud, felicidad, realización, salvación, liberación, del ser humano. La imagen del pastor – de donde proviene pastoral, la acción apostólica de la Iglesia – surgida del ambiente sociocultural propio del pueblo hebreo, es perfecta para dar plasticidad al interés de Dios por su rebaño, a su incondicionalidad y desvelo para darse sin límites  a los seres humanos, que son su opción preferencial, dedicación en la que el amor teologal no conoce límites ni fronteras.
En el Antiguo Testamento los guías políticos y religiosos eran presentados como los pastores de ese rebaño, esta imagen cobró especial relieve a partir de David, el pastor que se convirtió en rey. El rebaño no es propiedad de los pastores, ellos son sus administradores, las ovejas son del Señor, aquellos representan el favor de Dios y deben rendir cuentas de lo que hacen por la porción que les es confiada, son una mediación y, en cuanto tales, son relativos, sin que esta relatividad menoscabe la seriedad con la que deben darse a esta misión.
Con frecuencia, el Antiguo Testamento refiere las perversiones e infidelidades de los jefes, lo que deriva en la dispersión del rebaño: “Ustedes han dispersado mis ovejas, las han expulsado y no se han ocupado de ellas. Yo, en cambio , voy a ocuparme de ustedes, para castigar sus malas acciones, oráculo del Señor” (Jeremías 23: 2).
En el caso de la fuerte confrontación que hace la primera lectura es bueno advertir su contexto: el rey Joaquín, con su conducta desatinada, provocó la intervención de Babilonia, y buena parte del pueblo hebreo fue deportado, desplazado, desarraigado de su hábitat, desposeído de sus tierras, de su religión, de sus tradiciones, como sucede tan a menudo en nuestro tiempo con las acciones de los depredadores de la vida y de la dignidad, las noticias en este sentido son penosamente abundantes: “Ay de los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal!” (Jeremías 23: 1).
La intervención del Señor tiene total justificación por tratarse de su pueblo, de su gente, de su humanidad entrañable – la de aquellos tiempos y la de todos los tiempos de la historia -, y se evidencia así: los deportados a Babilonia son repatriados, se nombran pastores ejemplares, dignos de crédito, y se hace la correspondiente resonancia de salvación-liberación. Se pasa de los pastores con minúscula al Pastor-Jefe, al rey davídico en quien el pueblo puede tener definitiva garantía de cuidado y protección: “Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países adonde las había expulsado, y las haré volver a sus praderas, donde serán fecundas y se multiplicarán. Yo suscitaré para ellas pastores que las apacentarán….” (Jeremías 23: 3-4).
Jeremías sabe muy bien que el desorden, la pobreza, la injusticia, el desplazamiento que sufre su pueblo, se debe a los mandatarios que no han sabido gobernar en función del bien público, sino para sus intereses personales y de clase, olvidando los compromisos adquiridos con Yavé en el momento de su consagración. Algún parecido con situaciones que se viven hoy en el mundo? Siria? Nicaragua? Venezuela? Una senadora colombiana enjuiciada por compra de votos pretendiendo validar su curul? El presidente del país más poderoso del mundo descalificando a sus colegas y frenando con clara sevicia la inmigración de los pobres del planeta a su nación?
Esperanza de los pueblos de aquellos siglos antiguos y de los actuales es la de ser guiados con justicia, con generosidad, con reconocimiento eficaz de su dignidad. Asunto de siempre en la historia! Pululan tiranías, violencias, autoritarismos, modelos económicos excluyentes, políticas promotoras de pobreza, corrupciones. También en la Iglesia hemos fallado con gravedad cuando algunos pastores se han entregado al carrerismo eclesiástico, a la pedofilia, al clericalismo y al poder, a beneficiarse del prestigio que en muchos ambientes da la condición sacerdotal. Se impone así una confrontación rigurosa y humilde simultáneamente, hondo examen de conciencia de todos en la Iglesia cuando unos proceden de modo tan contrario a Dios y a la dignidad de los cristianos y del ministerio, y cuando las ovejas del rebaño no hacen control de calidad a sus pastores. En esto último el magisterio del Papa Francisco es clarísimo y muy exigente.
Dice el evangelio de hoy: “Al desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Marcos 6: 34. De una parte, advertimos que mucha gente estaba realmente interesada por Jesús, según lo refiere el mismo relato: “Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos” (Marcos 6:33) alude a la multitud que reconocía en Jesús y en sus discípulos una gran señal de esperanza.
 Sentimos nosotros el mismo interés por Jesús? El nuestro es un cristianismo sociocultural , adormecido por la inercia de una religión mayoritaria, o estamos dispuestos a que el mismo Señor, la realidad de la vida, nos sacudan y nos saquen de nuestra cómoda tranquilidad?
De otra parte, es clarísima la dedicación de Jesús a la gente. Cuando se acercan a la orilla y ve a la multitud reunida, no dice a Pedro que reme lago adentro para alejarse, siente compasión de ellos porque los ve abandonados y deseosos de ser tenidos en cuenta. Sentimos nosotros compasión de la gente, somos capaces de dejar nuestro bienestar para entregarnos al bien de personas concretas? Tenemos el valor de minimizar para nuestros intereses para dar prioridad al bien común?: “Porque era tanta la gente que iba y venía que no tenían  tiempo ni para comer” (Marcos 6: 31).
También llama la atención que Jesús, al sentir compasión, no se dedica a realizar señales milagrosas sino a enseñarles: “y estuvo enseñándoles largo rato” (Marcos 6: 34). Sabemos bien que el contenido de su enseñanza es el reino de Dios y su justicia, el cambio de mentalidad con respecto a un Dios justiciero que El revela como Padre misericordioso y compasivo, esto es lo que consume toda la vida de Jesús, es su pasión fundante, y en esto quiere iniciar a las ovejas del rebaño que el Padre le confía.
Este elemento central define el ser cristiano,  el servicio , el ministerio (derivado de la palabra latina minister, el servidor humilde, el criado, el que realiza los menesteres más sencillos para beneficio de todos), la ofrenda incondicional del propio ser : “Pero yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10: 10).
Jesús comprendió que más urgente que descansar era atender a la multitud, sencilla referencia que determina el modo de vida de quien tenga la intención de seguir sus pasos. La Iglesia no puede ser una sociedad piramidal, escalafonada, sino una comunidad cristocéntrica, con diversidad de carismas y de ministerios, todos iguales en dignidad a partir de la configuración bautismal, distintos en dones y en servicios, pero orientados sin excepción a la construcción de la comunidad de discípulos y a la humanidad toda. El espectáculo principesco de algunos obispos y sacerdotes aliados con los poderes del mundo, y ellos mismos permeados en su vida de estos modos, no es compatible con la Buena Noticia.
A la Iglesia, a cada cristiano en particular, le corresponde ser signo de esperanza, haciendo del servicio, del pastoreo, de la dedicación generosa a los seres humanos, un signo privilegiado de esta ministerialidad que – hay que decirlo con palabras claras – no es patrimonio exclusivo y excluyente del papa, de los obispos, de los sacerdotes, es una implicación pastoral  normativa para todo cristiano que tome en serio su condición de tal.
Aspecto clave de este ministerio pastoral es el de la unidad. Partiendo del conflicto del cristianismo naciente, entre cristianos judaizantes y gentiles, Pablo descubre que en el Señor Jesucristo ya no hay razones para la división y para la oposición entre unos  y otros,  es definitivo en el ejercicio de su ministerio: “Porque Cristo es nuestra paz: El ha unido los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de la enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia carne la ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los reconcilió con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la enemistad en su persona” (Efesios 2: 14-15).
Es el asunto ecuménico, la universalidad de la fe, el saludable pluralismo que aportan al ser el eclesial la diversidad de etnias y culturas, la apertura respetuosa a lo que es diferente, la superación de las barreras y de las excomuniones, la valoración de los múltiples caminos religiosos, la presencia de la multiplicidad de denominaciones cristianas. Olvidando el talante original de Jesús durante siglos nos dedicamos a guerras de religión, a condenaciones y a permanentes sospechas, a prejuicios enfermizos, decidiendo que sólo los católicos teníamos la verdad, y eliminando de la posibilidad de diálogo a quienes no tenían nuestras  mismas convicciones.
En Cristo Jesús desaparecen todo antagonismo, toda excomunión, sin sacrificar la identidad creyente en aras de un pacifismo ingenuo, justamente la afirmación de esas identidades hace posible el diálogo interreligioso y el ecumenismo, como expresiones genuinamente evangélicas. Este es un servicio de primera línea como el de Jesús que “vió una gran muchedumbre y se compadeció de ella” (Marcos 6: 34).

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