“Al
desembarcar, Jesús vió una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque
eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato”
(Marcos 6: 34)
Lecturas:
1.
Jeremías 23: 1-6
2.
Salmo 23
3.
Efesios 2: 13-18
4.
Marcos 6: 30-34
Un salmo de frecuente proclamación en las celebraciones de la
Iglesia es el 23 con su conocida
invocación: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. El me hace descansar en
verdes praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas; me
guía por el recto sendero, por amor de su Nombre. Aunque cruce por oscuras
quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo, tu vara y tu bastón
me infunden confianza” (Salmo 23: 1-3). El autor de este poema
experimenta que Dios es su garantía, acudiendo a la figura del pastor, muy
propia de la cultura agrícola y pastoril en la que surgen estas invocaciones de
los creyentes de Israel, se sabe guiado con acierto, su lenguaje es de plena
confianza, proclama que Dios Yavé es el garante de su humanidad.
Este es el contenido central de las lecturas de este
domingo, avalado con los pasajes de Jeremías, el salmo aludido, y el evangelio
de Marcos. El interés prioritario de Dios – no hay ninguno que se le iguale –
es la plenitud, felicidad, realización, salvación, liberación, del ser humano.
La imagen del pastor – de donde proviene pastoral, la acción apostólica de la
Iglesia – surgida del ambiente sociocultural propio del pueblo hebreo, es
perfecta para dar plasticidad al interés de Dios por su rebaño, a su
incondicionalidad y desvelo para darse sin límites a los seres humanos, que son su opción
preferencial, dedicación en la que el amor teologal no conoce límites ni
fronteras.
En el Antiguo Testamento los guías políticos y
religiosos eran presentados como los pastores de ese rebaño, esta imagen cobró
especial relieve a partir de David, el pastor que se convirtió en rey. El
rebaño no es propiedad de los pastores, ellos son sus administradores, las
ovejas son del Señor, aquellos representan el favor de Dios y deben rendir
cuentas de lo que hacen por la porción que les es confiada, son una mediación
y, en cuanto tales, son relativos, sin que esta relatividad menoscabe la
seriedad con la que deben darse a esta misión.
Con frecuencia, el Antiguo Testamento refiere las
perversiones e infidelidades de los jefes, lo que deriva en la dispersión del
rebaño: “Ustedes han dispersado mis ovejas, las han expulsado y no se han
ocupado de ellas. Yo, en cambio , voy a ocuparme de ustedes, para castigar sus
malas acciones, oráculo del Señor” (Jeremías 23: 2).
En el caso de la fuerte confrontación que hace la
primera lectura es bueno advertir su contexto: el rey Joaquín, con su conducta
desatinada, provocó la intervención de Babilonia, y buena parte del pueblo
hebreo fue deportado, desplazado, desarraigado de su hábitat, desposeído de sus
tierras, de su religión, de sus tradiciones, como sucede tan a menudo en
nuestro tiempo con las acciones de los depredadores de la vida y de la
dignidad, las noticias en este sentido son penosamente abundantes: “Ay
de los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal!”
(Jeremías 23: 1).
La intervención del Señor tiene total justificación
por tratarse de su pueblo, de su gente, de su humanidad entrañable – la de
aquellos tiempos y la de todos los tiempos de la historia -, y se evidencia
así: los deportados a Babilonia son repatriados, se nombran pastores
ejemplares, dignos de crédito, y se hace la correspondiente resonancia de
salvación-liberación. Se pasa de los pastores con minúscula al Pastor-Jefe, al
rey davídico en quien el pueblo puede tener definitiva garantía de cuidado y
protección: “Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países adonde
las había expulsado, y las haré volver a sus praderas, donde serán fecundas y
se multiplicarán. Yo suscitaré para ellas pastores que las apacentarán….” (Jeremías
23: 3-4).
Jeremías sabe muy bien que el desorden, la pobreza, la
injusticia, el desplazamiento que sufre su pueblo, se debe a los mandatarios
que no han sabido gobernar en función del bien público, sino para sus intereses
personales y de clase, olvidando los compromisos adquiridos con Yavé en el
momento de su consagración. Algún parecido con situaciones que se viven hoy en
el mundo? Siria? Nicaragua? Venezuela? Una senadora colombiana enjuiciada por
compra de votos pretendiendo validar su curul? El presidente del país más
poderoso del mundo descalificando a sus colegas y frenando con clara sevicia la
inmigración de los pobres del planeta a su nación?
Esperanza de los pueblos de aquellos siglos antiguos y
de los actuales es la de ser guiados con justicia, con generosidad, con
reconocimiento eficaz de su dignidad. Asunto de siempre en la historia! Pululan
tiranías, violencias, autoritarismos, modelos económicos excluyentes, políticas
promotoras de pobreza, corrupciones. También en la Iglesia hemos fallado con
gravedad cuando algunos pastores se han entregado al carrerismo eclesiástico, a
la pedofilia, al clericalismo y al poder, a beneficiarse del prestigio que en
muchos ambientes da la condición sacerdotal. Se impone así una confrontación
rigurosa y humilde simultáneamente, hondo examen de conciencia de todos en la
Iglesia cuando unos proceden de modo tan contrario a Dios y a la dignidad de
los cristianos y del ministerio, y cuando las ovejas del rebaño no hacen
control de calidad a sus pastores. En esto último el magisterio del Papa Francisco
es clarísimo y muy exigente.
Dice el evangelio de hoy: “Al desembarcar, Jesús vió una
gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y
estuvo enseñándoles largo rato” (Marcos 6: 34. De una parte, advertimos
que mucha gente estaba realmente interesada por Jesús, según lo refiere el
mismo relato: “Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades
acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos” (Marcos
6:33) alude a la multitud que reconocía en Jesús y en sus discípulos una gran
señal de esperanza.
Sentimos
nosotros el mismo interés por Jesús? El nuestro es un cristianismo
sociocultural , adormecido por la inercia de una religión mayoritaria, o
estamos dispuestos a que el mismo Señor, la realidad de la vida, nos sacudan y
nos saquen de nuestra cómoda tranquilidad?
De otra parte, es clarísima la dedicación de Jesús a
la gente. Cuando se acercan a la orilla y ve a la multitud reunida, no dice a
Pedro que reme lago adentro para alejarse, siente compasión de ellos porque los
ve abandonados y deseosos de ser tenidos en cuenta. Sentimos nosotros compasión
de la gente, somos capaces de dejar nuestro bienestar para entregarnos al bien
de personas concretas? Tenemos el valor de minimizar para nuestros intereses
para dar prioridad al bien común?: “Porque era tanta la gente que iba y venía
que no tenían tiempo ni para comer” (Marcos
6: 31).
También llama la atención que Jesús, al sentir
compasión, no se dedica a realizar señales milagrosas sino a enseñarles: “y
estuvo enseñándoles largo rato” (Marcos 6: 34). Sabemos bien que el
contenido de su enseñanza es el reino de Dios y su justicia, el cambio de
mentalidad con respecto a un Dios justiciero que El revela como Padre
misericordioso y compasivo, esto es lo que consume toda la vida de Jesús, es su
pasión fundante, y en esto quiere iniciar a las ovejas del rebaño que el Padre
le confía.
Este elemento central define el ser cristiano, el servicio , el ministerio (derivado de la
palabra latina minister, el servidor humilde, el criado, el que realiza los menesteres
más sencillos para beneficio de todos), la ofrenda incondicional del propio ser
: “Pero
yo he venido para que las ovejas tengan vida y la tengan en abundancia”
(Juan 10: 10).
Jesús comprendió que más urgente que descansar era
atender a la multitud, sencilla referencia que determina el modo de vida de
quien tenga la intención de seguir sus pasos. La Iglesia no puede ser una
sociedad piramidal, escalafonada, sino una comunidad cristocéntrica, con
diversidad de carismas y de ministerios, todos iguales en dignidad a partir de
la configuración bautismal, distintos en dones y en servicios, pero orientados
sin excepción a la construcción de la comunidad de discípulos y a la humanidad
toda. El espectáculo principesco de algunos obispos y sacerdotes aliados con
los poderes del mundo, y ellos mismos permeados en su vida de estos modos, no
es compatible con la Buena Noticia.
A la Iglesia, a cada cristiano en particular, le
corresponde ser signo de esperanza, haciendo del servicio, del pastoreo, de la
dedicación generosa a los seres humanos, un signo privilegiado de esta
ministerialidad que – hay que decirlo con palabras claras – no es patrimonio
exclusivo y excluyente del papa, de los obispos, de los sacerdotes, es una
implicación pastoral normativa para todo
cristiano que tome en serio su condición de tal.
Aspecto clave de este ministerio pastoral es el de la
unidad. Partiendo del conflicto del cristianismo naciente, entre cristianos
judaizantes y gentiles, Pablo descubre que en el Señor Jesucristo ya no hay
razones para la división y para la oposición entre unos y otros, es definitivo en el ejercicio de su ministerio:
“Porque Cristo es nuestra paz: El ha unido los dos pueblos en uno solo,
derribando el muro de la enemistad que los separaba, y aboliendo en su propia
carne la ley con sus mandamientos y prescripciones. Así creó con los dos
pueblos un solo Hombre nuevo en su propia persona, restableciendo la paz, y los
reconcilió con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, destruyendo la
enemistad en su persona” (Efesios 2: 14-15).
Es el asunto ecuménico, la universalidad de la fe, el
saludable pluralismo que aportan al ser el eclesial la diversidad de etnias y
culturas, la apertura respetuosa a lo que es diferente, la superación de las
barreras y de las excomuniones, la valoración de los múltiples caminos
religiosos, la presencia de la multiplicidad de denominaciones cristianas.
Olvidando el talante original de Jesús durante siglos nos dedicamos a guerras
de religión, a condenaciones y a permanentes sospechas, a prejuicios
enfermizos, decidiendo que sólo los católicos teníamos la verdad, y eliminando
de la posibilidad de diálogo a quienes no tenían nuestras mismas convicciones.
En Cristo Jesús desaparecen todo antagonismo, toda
excomunión, sin sacrificar la identidad creyente en aras de un pacifismo
ingenuo, justamente la afirmación de esas identidades hace posible el diálogo
interreligioso y el ecumenismo, como expresiones genuinamente evangélicas. Este
es un servicio de primera línea como el de Jesús que “vió una gran muchedumbre y se
compadeció de ella” (Marcos 6: 34).
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