“El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos”
El 10 de octubre de 1982, en la gran
plaza de san Pedro de Roma, el papa Juan Pablo II canonizó a un paisano
suyo: Maximiliano Kolbe, sacerdote franciscano, nacido el 8 de enero de
1894 en la ciudad de Zdunska Wola. Estuvo presente en este acto un
testigo excepcional: Franciszek Gajowniczek, un polaco ya anciano que,
cuarenta y un años antes, había salvado su vida en el campo de
concentración de Auschwitz, gracias al heroico gesto del nuevo santo.
Este hombre cuenta así su experiencia de
aquel verano de 1941: “Yo era un veterano en el campo de Auschwitz;
tenía en mi brazo tatuado el número de inscripción: 5659. Una noche, al
pasar los guardianes lista, uno de nuestros compañeros no respondió
cuando leyeron su nombre. Se dio al punto la alarma: los oficiales del
campo desplegaron todos los dispositivos de seguridad; salieron
patrullas por los alrededores. Aquella noche nos fuimos angustiados a
nuestros barracones. Los dos mil internados en nuestro pabellón sabíamos
que nuestra alternativa era bien trágica; si no lograban dar con el
escapado, acabarían con diez de nosotros. A la mañana siguiente nos
hicieron formar a todos los dos mil y nos tuvieron en posición de firmes
desde las primeras horas hasta el mediodía. Nuestros cuerpos estaban
debilitados al máximo por el trabajo y la escasísima alimentación.
Muchos del grupo caían exánimes bajo aquel sol implacable. Hacia las
tres nos dieron algo de comer y volvimos a la posición de firmes hasta
la noche. El coronel Fritsch volvió a pasar lista y anunció que diez de
nosotros seríamos ajusticiados”.
A la mañana siguiente, Franciszek
Gajowniczek fue uno de los diez elegidos por el coronel de la SS para
ser ajusticiados en represalia por el escapado. Cuando Franciszek salió
de su fila, después de haber sido señalado por el coronel, musitó estas
palabras: “Pobre esposa mía; pobres hijos míos”. El P. Maximiliano
estaba cerca y oyó estas palabras. Enseguida, dio un paso adelante y le
dijo al coronel: “Soy un sacerdote católico polaco, estoy ya viejo.
Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos”. Su
ofrecimiento fue aceptado por el oficial nazi y Maximiliano Kolbe, que
tenía entonces 47 años, fue condenado, junto con otros nueve
prisioneros, a morir de hambre. Tres semanas después, el único
prisionero que seguía vivo era el P. Kolbe, de modo que le fue aplicada
una inyección letal que terminó definitivamente con su vida. Maximiliano
Kolbe había vivido su ministerio pastoral en Polonia y Japón, donde
había pasado cinco años como misionero. Con este gesto sellaba una vida
de entrega permanente.
Jesús nos invita a amarnos como Él nos
ama: “Mi mandamiento es este: Que se amen unos a otros como yo los he
amado a ustedes”. Y en seguida explica lo que esto significa: “El amor
más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos”. Es decir,
que el amor que Jesús nos tiene es un amor capaz de entregar la propia
vida para que los demás vivan. Esa es la tarea de todos los que queremos
seguir a Jesús. Esta es la fuente de nuestra alegría: “Les hablo así
para que se alegren conmigo y su alegría sea completa”. No siempre se
tratará de situaciones tan extremas como las que vivió san Maximiliano
Kolbe, pero siempre el amor pasa por la entrega de la propia vida.
Hermann
Rodríguez Osorio es sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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