martes, 17 de julio de 2012

Volver a la fuente


Los medios de comunicación de todo el mundo han publicado noticias sobre los que han dado en llamarse “escándalos vaticanos”. En principio, pueden distinguirse dos temas diferentes pero que comprometen en gran medida la credibilidad de una de las instituciones más influyentes en la concepción moral de Occidente.
Por un lado, la filtración de informaciones reservadas dirigidas al Papa. Por otro, las denuncias de graves irregularidades en el ámbito del IOR (Instituto para las Obras de Religión), el banco del Vaticano.
En el primer caso, el escándalo es de orden interno, es decir de la falta de reserva con respecto a información habitual pero que debería quedar en el círculo más íntimo de los estrechos colaboradores de Benedicto XVI. Esta fuga de documentos pone de manifiesto enfrentamientos, más o menos solapados, entre fuerzas contrarias dentro del más alto nivel de la curia romana. Las filtraciones parecen apuntar a dejar mal parado al cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, el número dos de la Santa Sede. Bertone es un salesiano sin experiencia diplomática pero de confianza del Papa. A él se opondrían algunos personajes de la vieja guardia de la curia de los tiempos de Juan Pablo II.
En el segundo caso hay de por medio complicaciones de tipo económico-financiero susceptibles de constituir delitos. La sospecha de presencias vinculadas con la omnipresente mafia italiana, sumado a la intervención de oscuros poderes, complica aún más el panorama.
Lo cierto es que la Iglesia, como toda institución, debe ser rigurosa en el control de sus métodos y de sus funcionarios. Sobre todo porque en este caso el error de algunos daña la confianza en toda una institución que debería precisamente apoyar su prédica en los valores y en la transparencia. Sobre el mal dentro de la Iglesia se había expresado con inusual dureza el cardenal Joseph Ratzinger poco antes de ser elegido pontífice. Habló de la “suciedad” interna en el gobierno central. Y, paradójicamente o acaso no, es la misma figura de Benedicto XVI, a quien todos dicen querer proteger, la que queda afectada con los escándalos.
Pero más allá de los hechos que habrá que investigar, aclarar; además de, eventualmente, castigar a los culpables, habrá que preguntarse si la curia romana no se ha ido convirtiendo en cierta medida en un órgano sobredimensionado, burocrático, atento a preservar su propio poder en desmedro de la colegialidad episcopal tan propia del Concilio Vaticano II y de las intenciones de Pablo VI. Sería impensable el gobierno de la Iglesia universal sin una curia que, por otra parte, lleva adelante múltiples tareas meritorias, pero lo que aquí quiere subrayarse es la imperiosa necesidad de una reforma que permita una mayor vinculación entre el Papa y los obispos de todo el mundo. La curia debería ser mucho más un órgano al servicio de esa comunión universal entre los auténticos responsables del gobierno eclesial, y mucho menos un organismo de control y de mando.
Por otra parte, acaso el viejo estatuto de gobierno monárquico de la Iglesia debería ser revisado. Este es fruto de la asimilación que la Iglesia ha hecho de formas de gobierno. Una necesidad impuesta por las circunstancias históricas a medida que la Iglesia se fue consolidando como institución organizada y como Estado. Ciertamente, la Iglesia no es una democracia desde el punto de vista carismático-espiritual, pero su conducción en cuanto Estado necesita adoptar formas de gobierno menos verticalistas, que eviten que recaigan sobre una sola persona demasiadas responsabilidades. El gobierno de la Iglesia no es una cuestión estática (Jesús al respecto no habló) y puede ser revisada en el tiempo siendo fieles en el momento presente a las enseñanzas evangélicas. En este sentido, sería auspicioso contar con la experiencia y la profesionalidad de muchos laicos y laicas precisamente en los órganos de gobierno.
En la doctrina y en la praxis cristiana se subraya siempre la constante necesidad de convertirse y de volver a las fuentes. Convertirse quiere decir ser exigente con uno mismo, tener capacidad de discernimiento y pedir perdón por las culpas cometidas para retomar la buena senda. Volver a las fuentes, no es sólo volver a los Evangelios (esfuerzo fundamental nunca acabado) y a las enseñanzas de los Padres y doctores de la Iglesia, sino —en este caso específico— ahondar y proseguir el gran Concilio del que se cumplen ahora los cincuenta años de su inicio, convocado por la iluminada figura de Juan XXIII. Además, en el mismo concilio los documentos que hoy marcan el horizonte de la Iglesia fueron votados y adoptados por mayoría, ofreciendo así un testimonio del consenso que puede darse en la Iglesia.
¿Qué podemos y debemos hacer los cristianos de a pie? Seguir tratando de vivir con sinceridad y pureza de corazón las palabras de la Escritura, seguir apostando al amor recíproco y a la unidad de la Iglesia, buscando antes que nada el Reino y su justicia. Porque solamente de la vida de las comunidades irá surgiendo la renovación más profunda que le exigirá a toda la Iglesia un mayor testimonio y un ejemplo de humildad y de servicio, tal como nos pide el mismo Jesús en repetidas oportunidades. En el evangelio de Mateo (capítulo 20, versículos 26, 27 y 28) afirma: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sufrir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así.
Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.
________
Editorial Ciudad Nueva. Publicada en Ciudad Nueva, http://www.ciudadnueva.org.ar/


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog