Recordemos que Jesús es un judío: fielmente se mantiene dentro de
las
tradiciones de Israel, su pueblo, como tantos otros buenos judíos
de su
tiempo. Pero hay en él algo especial: tiene la certeza de que el
reino ya ha
llegado (cf. Mc 1,15), de tal forma que se puede vivir ya
desde ahora el don
más hondo de su gracia y expresar su urgencia
sobre el mundo. Eso significa
que las leyes particulares de Israel, que
han hecho posible el surgimiento
de aquel pueblo distinto, separado de
los otros, ya han cumplido su función;
no son más necesarias. Ha
llegado el tiempo del despliegue verdadero de lo
humano.
En cierto sentido, Jesús ha sido el más estricto de todos los
judíos
pues asume y lleva hasta el final las palabras de promesa de la
BH
(AT). Todo lo que dice y hace ha de entenderse como
cumplimiento
radical de la esperanza israelita: toma en serio lo que dicen
los
profetas, lo lleva hasta el extremo. Pero, al mismo tiempo, Jesús
rompe
las fronteras de un judaísmo centrado en ley/pueblo: allí donde
su
grupo asume en forma radical la experiencia de gracia y el camino
de
universaolidad de la BH (de la ley israelita), ese grupo deja
de
pertenecer a la estructura sacro/social del judaísmo.
Esta es la
paradoja que desarrollamos en las reflexiones que ahora
siguen. Para
estudiarla en concreto hemos escogido tres pasajes que
nos parecen
significativos. Ellos marcan la fidelidad y ruptura de Jesús
respecto al
judaísmo de su tiempo. Los estudiaremos de un modo
conjunto, de tal forma
que puedan ofrecernos una visión concreta y
sistemática del
tema:
Amor al enemigo (/Mt/05/43-48). Las antítesis (5,21-48) marcan
la
novedad de Jesús frente a la ley judía. Escogemos la última,
que
asume y completa de algún modo todas las anteriores. A través de
ella
veremos lo que implica el Dios de gracia sobre (contra) una
postura
donde Dios tendía a interpretarse como justificación y correlato de
la
ley nacional del judaísmo.
Hermanos divididos (/Lc/15/11-32).
Esta parábola se suele llamar del
hijo pródigo, como resaltando el amor
acogedor del padre con
respecto al hijo que se ha ido de casa. Es una nueva
perspectiva,
podemos llamarla parábola de los dos hermanos. Uno de ellos
cumple
la ley (está en la casa); el otro la rompe. ¿Será posible que
ambos
vivan juntos? ¿Tiene sentido una convivencia fundada en la
pura
gratuidad, más allá de las imposiciones normativas de una ley
que
expulsa al malo? De eso tratará nuestro segundo pasaje.
Los
frutos de la ley: viñadores homicidas (/Mc/12/01-12). Desde el
fondo
anterior estudiamos la parábola que traza con más fuerza el
riesgo de la
ley: los viñadores de que habla Mc 12,1-12 par no son
malos en clave
intrajudia. Hacen lo que tienen que hacer: defienden su
«viña», la cuidan y
quieren adueñarse de sus frutos; no los pueden
regalar a pueblos y naciones.
Jesús, en cambio, quiere que la viña sea
para todos, que los frutos se
compartan, de esa forma supera la ley
vieja, cerrada en torno al judaismo,
para abrirse al don universal de lo
humano, conforme a una nueva y más honda
visión de Dios. Es
evidente (normal) que los (algunos) judíos quieran
matarle.
Estos son los temas. No los estudiamos por extenso, en
análisis
completo de tipo literario, histórico y teológico. Nos limitaremos
a trazar
con ellos la novedad del mensaje de gracia de Jesús respecto al
riesgo
legalista de un judaísmo que corre el peligro de cerrarse en si mismo
y
volverse autosuficiente.
En contra de esa clausura intrajudia de
las tradiciones de Israel,
nosotros descubriremos que la gracia de Jesús
significa antes que
nada universalidad: romper las fronteras de Israel,
abrirse hacia los
hombres, especialmente a los que pueden resultar una
amenaza
(enemigos, pecadores). Por el propio despliegue del tema
iremos
viendo que ésta no ha sido para el Cristo una disputa
académica,
propia de letrados. Ha sido una disputa que pone en juego su
vida:
Jesús ha superado eso que pudiéramos llamar fronteras de
seguridad
del pueblo israelita, descubriendo de forma nueva a Dios como
Padre
universal. Por fidelidad a ese Padre ha ofrecido gracia a
los
expulsados de su pueblo. Asi podriamos titular todo el tema:
amor
«versus» ley, la novedad mesiánica de Jesús 1.
1. Hace llover
sobre justos y pecadores: el Dios de los
enemigos (Mt
5,43-48)
Mt ha escrito un evangelio que podemos llamar
judeocristiano,
fundado en la certeza de que Jesús, el Cristo de Israel, no
ha venido a
derogar la ley sino a cumplirla (plerosai, 5,17). Por eso afirma
que el
mismo cielo y tierra han de pasar, como realidades temporales
que
son; la ley, en cambio, pertenece al misterio de la eternidad de
Dios;
por eso ha de cumplirse plenamente (cf. 5,18).
El problema
está en la forma en que se entienda ese «cumplirse».
Los judíos rabínicos
acentuarán el cumplimiento nacional, en clave
extensiva: uno por uno han de
tomarse los mandatos, observándolos
en su totalidad, como signo de elección
y distinción del propio pueblo.
Los judeocristianos de Mt acentúan el
cumplimiento universal, en clave
de profundidad: hay que llegar a la raíz de
esos mandatos,
descubriendo lo fundamental en todos ellos; de esa forma,
aquello que
parece (y es) más israelita puede convertirse en principio de
una forma
de comportamiento que se abre como gracia para todos los
humanos.
La interpretación cristiana de esa ley israelita se ha venido a
reflejar en
las seis antítesis (Mt 5,21-48). Es evidente que ellas no
quieren
derogar la ley sino expresarla en su auténtico sentido. No
pretenden
destruir la vieja ley, sino exponer su hondura y gracia, llegando
así a
las raíces del auténtico Israel que sólo en Cristo alcanza su verdad
y
su sentido 2..
No podemos estudiar por separado las antítesis, ni
discutir siquiera
el valor de esa palabra, cargada quizá de sentido
hegeliano: antítesis
es algo que se opone a una tesis anterior (que aquí
seria la del
judaísmo), para lograr con ella una especie de síntesis más
alta. En
contra de eso, la misma antítesis de Jesús implica una crisis y
síntesis
de la palabra precedente. Quizá pudiéramos decir que la
gracia
(antítesis) no destruye la ley (lo natural, la tesis), sino que la
asume y
cumple, como indica todo el texto (Mt 5,21-48).
El no matar
está integrado en un más profundo no airarse (5,21-26)
y el no adulterar en
un más hondo no desear (5,27-30). Sobre el
divorciarse legalmente está el no
divorciarse y sobre el jurar bien el no
jurar (5,31-37). Finalmente, sobre
la ley del buen talión está el no
oponerse al mal (5,38-42). Todas estas
formulaciones, y
especialmente la última, se incluyen de algún modo y se
completan en
la que ahora citaremos; ella es la expresión más honda de esta
fuerte
gracia de Jesús que asume y trasciende los buenos principios de la
ley
israelita, llevándolos a su cumplimiento mesiánico:
Mt 5,43 A
Habéis oído que se ha dicho:
«amarás a tu prójimo
y odiarás a tu
enemigo».
44 B Pero yo os digo:
amad a vuestros enemigos
y orad por
vuestros perseguidores;
45 C para que seáis hijos de vuestro Padre del
cielo,
que hace salir el sol sobre malos y buenos
y hace llover sobre
justos e injustos.
46 D Porque si amáis a los que os aman,
¿qué
recompensa tendréis?
¿No hacen lo mismo hasta los publicanos?
47 Y si
saludáis sólo a vuestros hermanos,
¿qué hacéis de especial? ¿No hacen lo
mismo hasta los
paganos?
48 E Vosotros, pues, sed
perfectos,
como vuestro Padre celestial es perfecto 3.
Suponemos que
este texto proviene básicamente de Jesús y expresa
un rasgo esencial de su
enseñanza: nos lleva hasta el lugar donde el
mensaje mesiánico, siendo fiel
a la más honda inspiración israelita,
rompe las fronteras del judaísmo
histórico con su ley particular y sus
principios de separación entre buenos
y malos. Suponemos también
que todo el texto guarda conexiones con Lc
6,27-28.32-36. Es muy
posible que ambos (Mt y Lc) beban de una misma fuente
escrita (el
documento Q), ofreciendo dos formas distintas y complementarias
de
una misma experiencia fundante de Jesús y de la iglesia
primitiva.
Todo eso lo suponemos: ya ha sido estudiado con
asombrosa
precisión tanto en los comentarios de Mc y Lc como en los libros
sobre
el Sermón de la Montaña y el amor al enemigo. Aquí haremos algo
más
sencillo pero, en algún sentido, más difícil: tomamos el texto como
está
y lo analizamos en clave teológica y social, destacando el sentido
de
Dios y la novedad del grupo eclesial que se atreve a tomar
estas
palabras como principio inspirativo de su vida. Seguimos las
divisiones
ya indicadas en la traducción.
1.1. ¡Habéis oído...!: la
tesis natural (5,43)
La llamo ahora natural porque refleja aquello que parece
surgir de la
misma realidad social (¡no cósmica!) del ser humano. Todo
grupo
particular presupone o suscita crea diferencias: así mira de una
forma
a los de dentro (amor) y de otra a los de fuera (odio, por lo
menos,
prevención). Esta es la ley que brota del talión, tal como ha
sido
formulado en 5,38: ¡ojo por ojo y diente por diente! Son amigos los
de
dentro y hay que darles amistad, creando así con ellos un
espacio
resguardado de solidaridad mutua. Son enemigos los de fuera y
hay
que odiarlos o, a lo menos, tener cuidado con ellos:
mantenernos
preparados frente a todo posible gesto de agresión que nos
dirijan.
Esta es la tesis natural que sigue guiando la vida política de
los
pueblos: es la norma que se emplea en la mejor economía,
como
indicarán las reflexiones posteriores. Por ahora bastará con
formularla,
precisando algo mejor su base israelita. Lo haremos de
forma
esquemática, distinguiendo las tres frases del pasaje:
Habéis
oído que se ha dicho. Es evidente que Jesús se dirige a los
judíos,
especializados en la escucha de una palabra que les viene de
Dios. El verbo
se ha dicho (errethe) actúa como pasivo divino, de
manera que el sujeto
último de lo que sigue debería ser Dios. Pero
Jesús no lo destaca de una
forma expresa. Más aún, pudiendo utilizar
una fórmula que cite directamente
la Escritura (como en 1,22-23; 2,5-6;
2,17-18, etc.) no lo hace. Por eso, el
«se ha dicho» puede referirse a
una palabra de maestros judíos con los que
Jesús quiere entrar en
desacuerdo y no a la BH o al AT en general (a los
LXX).
Amarás a tu prójimo. Esta es una cita clave de Lev 19,18,
asumida
por Mt 19,19 par al tratar de la ley fundante. Todo es normal en
esta
cita, que Jesús no discute. El problema estará en su aplicación:
habrá
que precisar la extensión de ese prójimo; habrá que saber si ha
de
entenderse de manera exclusivista. Aquí se juega el sentido y
amplitud
del judaísmo.
Y odiarás a tu enemigo. Se sabe desde antiguo
que esta palabra
constituye una ampliación expresa, pues no se encuentra
(tal como
aquí aparece) en ninguno de los textos del AT. ¿Por qué la formula
así
Jesús? Pueden darse múltiples respuestas, y aquí expondremos
sólo
algunas. Quizá es sólo una simple ampliación retórica: Jesús toma
la
frase anterior (amar al prójimo) en sentido particularista, como
hacen
muchos judíos de su tiempo y se limita a sacar las consecuencias
que
de ella se derivan. También puede tratarse de una
interpretación
sesgada de la BH: son muchos los lugares donde se supone que
el
judío debe separarse del gentil; son numerosos los pasajes
donde
parece que el creyente debe odiar a los enemigos del pueblo de
Dios,
pedir venganza contra ellos. Finalmente, puede haber al fondo un
eco
de la Regla de Qumran (cf. IQs 1,10;9,21ss; 10,17, etc.) donde
los
iniciados del grupo prometen amar a los hijos de Dios y odiar a
todos
los hijos de las tinieblas 4.
Es evidente que Jesús ha llevado
a su extremo una interpretación
posible de la ley fontal israelita: el amor
al propio grupo puede (y en
algún sentido debe) traducirse en forma de
rechazo frente a los
restantes grupos. La misma defensa del nosotros exige
el
distanciamiento respecto de los otros. Parece que el ser humano
opera
por antítesis de forma que sólo puede defender lo suyo en la
medida
en que ataca la postura del vecino. Este seria el buen talión, esta
la
más alta posibilidad de la ley, entendida como expresión de la
propia
identidad del grupo.
Ese odio al enemigo se puede interpretar
de muchas formas. Puede
haber rechazo militar, de tal manera que el
distanciamiento se traduzca
en forma de guerra. Pero puede haber también
oposiciones de tipo
religioso y social, de tal manera que los unos se
definan a si mismos en
clave de antítesis sacral y cordial frente a los
otros.
Esto es lo nuevo de Jesús: éste el lugar donde puede ponerse
de
relieve el aspecto positivo de la ley (amarás a tu prójimo) sin que
ella
se convierta en principio de exclusión o de ruptura frente a los
otros.
La ley se despliega normalmente en forma de talión dual (ayudar a
los
unos, rechazar a los otros). Por eso ella suscita o sanciona eso
que
podemos llamar el maniqueísmo fundante de la cultura humana:
nacemos
a la vida en el momento en que empezamos a distinguir el
bien y el mal (cf.
Gen 2-3); esa distinción se expresa inmediatamente
en forma de disociación
de grupos, de tal forma que a unos (a los
buenos, que son los nuestros) los
tratamos bien y a los otros (que son
los malos) los tratamos mal, en gesto
de rechazo.
Jesús viene a situarnos en el lugar fundante de la vida,
allí donde
Gen 2,17 nos decia «no comas del árbol del conocimiento de lo
bueno
y malo». Eso significa en este contexto: no escindas a unos y otros;
no
conviertas la ley del bien/mal en principio de tu vida. Más allá de
esa
ley hay un ancho espacio de realidad; más allá de esa ley, que
tú
inventas, está el campo de la gracia creadora de Dios y de la
vida
interpretada como encuentro universal de amor.
1.2. Pero yo os
digo: revelación mesiánica (5,44)
Frente al impersonal habéis oído, frase
que pareciendo venir de
Dios, procede en realidad de la misma lucha de la
historia, ratificada
por un tipo de ley judía, eleva Jesús su más clara
palabra personal: yo
os digo. Se trata, sin duda alguna, de un yo enfático.
Como testigo
auténtico de Dios, Jesús presenta su yo, ego, superando el
riesgo de
violencia anterior y poniendo a los hombres ante su tarea
más
profunda, rompiendo el circulo del odio y haciendo que el amor
se
despliegue en toda fuerza.
Antes había oposición de grupo: a un
lado amigos, al otro enemigos,
cada uno con su propia simetría interna. Es
como si la vida de los
individuos estuviera determinada desde fuera y cada
uno tuviera por
fuerza que amoldarse al lugar donde se hallaba (ser amigo de
los
amigos, enemigo de los enemigos). Pues bien, la palabra de
Jesús
rompe el fatalismo, supera la determinación de esa ley de contrarios
y
sitúa al hombre ante la posibilidad de una respuesta creadora, en
línea
de amor.
Esta nueva palabra de amor al enemigo se sitúa en el
espacio que
después destacará la sentencia sobre la superación del juicio
(Mt
7,1-6). Juzgar significa discernir y dividir, dando a cada uno su lugar
en
el conjunto: ese es el plano del talión o correspondencia entre acción
y
reacción; ese es el plano de la ley que pide siempre conceder a
cada
uno lo debido, como si estuviera escrita dentro de un conjunto
de
normas la actitud que ha de seguirse en cada caso. No juzgar
supone,
conforme a la palabra de Jesús, ponerse en un nivel más alto
de
gratuidad; no se trata de dejar que las cosas sucedan de
modo
fatalista, sin influir en modo alguno sobre ellas; tampoco se trata
de
dejar la vida social en manos de la pura violencia de los
prepotentes.
Todo lo contrario. Jesús nos habla de un no juicio activo:
quiere que
respondamos con amor a la violencia de los otros.
Se
rompe así la simetría, se supera el mimetismo que consiste en
depender de
algo externo, como si nuestra actitud se encontrara
determinada por aquello
que hacen de nosotros. Debemos ya asumir
las riendas de la vida, pero no en
plano de capricho o egoísmo (buscar
nuestro provecho, pase lo que pase) sino
en gesto de creatividad. Asi
podemos superar el puro exclusivismo del
prójimo/amigo a quien sólo
se responde en gesto de amor interesado (le
queremos porque nos
conviene) y así hablar de un amor gratuito que
ofrecemos
precisamente a aquellos que no pueden reportarnos
beneficio.
Amad a vuestros enemigos. Recordemos que enemigos son
aquellos
que nos quieren hacer daño: los que están fuera de nuestro circulo
y
se pueden aprovechar de nosotros, porque piensan de otra forma...
El
amor que les debemos ofrecer no es respuesta al amor que recibimos
(o
esperamos recibir) de ellos sino un gesto de pura gracia: deseo de
que
vivan, se desplieguen, triunfen.
Orad por vuestros perseguidores. Son
perseguidores aquellos
enemigos que nos amenazan en concreto y nos
destruyen, los que
impiden que vivamos en libertad, los que ponen en riesgo
nuestra vida.
Orar por ellos significa pedir a Dios que les bendiga,
sosteniendo su
camino.
Esta doble petición rompe los limites de la
lógica del talión.
Humanamente hablando es una petición paradójica, por no
decir
imposible. Lo normal es que pidamos que el bien triunfe del mal;
que
se desplieguen y que venzan los buenos sobre el mundo. Pues
bien,
aquí se pide precisamente lo contrario: se ofrece ayuda a
los
enemigos, se ruega a Dios por los adversarios. Es como si de
pronto
se hubiera dislocado todo y los humanos perdieran el norte o rumbo
de
sus vidas: cesa la lógica normal, se abandona el nivel de la ley
(¡a
cada uno según sus méritos!) y se introduce sobre el mundo un
tipo
nuevo de lógica de gratuidad, abierta precisamente hacia aquellos
que
parece que no la aceptan ni valoran 5.
1.3. Para que seáis
hijos de vuestro Padre: el Dios de la gratuidad
(5.45)
Lo que acaba
de decir el evangelio no se prueba, porque toda
prueba cae dentro de la
lógica de ley o del talión. No se demuestra
pero puede razonarse en clave de
revelación fundante: quien supera
el talión y actúa en gratuidad creadora
sabrá que hay Dios; descubrirá
un principio de amor que está por encima de
la ley, sabrá entenderlo
por dentro, como hijo que comprende por
connaturalidad al propio
padre.
Esta no es una prueba racional de la
existencia de Dios, en la linea
de las demostraciones cósmicas (tipo
Aristóteles), racionales (tipo
Descartes) o morales (tipo Kant). Más que
prueba es una revelación
concomitante: donde la gratuidad emerge, donde ella
encuentra
sentido, rompiendo el talión de la ley, se desvela Dios. En
este
contexto se pueden ofrecer una serie de consideraciones que
ayudan
a situar (no a comprender ni a resolver) el misterio del
texto:
Dios estaba antes. Quien actúa en gratuidad y responde al odio
con
amor descubre que no ha sido el primero. Su gesto no ha surgido de
la
nada, ni es invento de algo que antes no existía. Quien obra
en
gratuidad descubre que el mismo Dios le ha precedido y le sostiene
(le
acompaña) en su camino.
Para que seáis hijos... Conforme a este
lenguaje, hijo es el que
expresa lo que ya estaba en el padre. Serán hijos
de Dios los que
imiten su gesto generante, respondiendo con gratuidad (amor)
donde
existía antes el odio y la violencia. Desplegar la vida como
experiencia
de filiación, en clave de gratuidad: ésta es la tarea que ofrece
nuestro
texto.
Dios hace su sol para buenos/malos, su lluvia para
justos/injustos.
Estas parecen palabras de contexto sapiencial: Dios se
ocupa de
todos, ofrece sus beneficios por igual, rompiendo de esa forma
el
pretendido equilibrio moralista, que tiende a distinguir la suerte
de
buenos y malos sobre el mundo.
Esta última palabra sobre el Dios
que es madre/padre que ama a
buenos y malos, a justos e injustos, puede
interpretarse de formas
contrapuestas. Estamos en el centro de la
problemática moral que ha
preocupado a los humanos desde antiguo. A Job le
han torturado
estas preguntas (¿por qué sufren los buenos sobre el mundo?).
Ellas
han preocupado a los más grandes filósofos, de Leibniz a Kant,
de
Hegel a los posmodernos. Digo que las interpretaciones pueden ser
(y
han sido) muy variadas. Aquí sólo he querido señalar
algunas:
Fatalismo. Si llueve igual sobre justos e injustos, si el sol
alumbra
igual a buenos y malos... no merece la pena hacerse justo;
nada
cambia orando, nada se mejora cambiando de conducta. Sobre un
mundo
de fatalidad vivimos; Dios es simplemente un nombre
del
destino.
Solución escatológica. Los apocalípticos antiguos, lo
mismo que Kant
en tiempos más recientes, han buscado la respuesta tras la
muerte,
pues aquí van igual (en bien y mal) buenos y malos. Eso significa
que
las cosas (las vidas de los hombres) no encuentran sentido en
este
mundo. Sólo tras la muerte habrá justicia: un equilibrio entre la
forma
de conducta y la sanción (suerte final) de los
humanos.
Nuestro texto no es fatalista (no supone que todo da lo mismo)
ni es
escatológico (no deja la solución para el final). Nuestro texto
es
providencialista: interpreta como signo de la gracia universal de Dios
el
hecho de que llueva sobre justos y pecadores. De esa forma
ha
vinculado el ser de Dios, del mundo y del hombre, en intuición de
gran
profundidad. No es que primero se resuelva un enigma y luego el
otro;
no es que primero se aclare un punto y luego pueda descubrirse
el
aspecto racional del otro. Los tres van vinculados:
Valor del
mundo. El texto supone que sólo puede hablar de Dios (y
obrar en actitud de
gracia) aquel que sabe descubrir en gratuidad el
mundo: el sol y la lluvia
son dones gratuitos que el mismo Dios ofrece,
sin regateos ni equilibrios
partidistas, sobre unos y otros. Democrático
es el sol, democrática la
lluvia; vienen como don y nadie puede
apoderarse de ellos. Carecen de dueño,
carecen de color racial, moral
o intelectual.
Gratuidad de los
humanos. Han de amar a todos (a justos e
injustos): deben ser como la lluvia
y sol, puro regalo abierto al ancho
espacio social. Al situar la acción
humana en ese fondo de gratuidad
cósmica, Jesús vuelve a ponernos en la base
de Gen 1: en el principio
de todo está la gracia cósmica, el descubrimiento
del mundo y de la
vida como un orden sagrado, regalo de abundancia que se
ofrece por
igual a todos los humanos. Malo es el deseo de apoderarse de
algo
(hacerlo mio) en contra de los otros. Sólo sobre un mundo
interpretado
como regalo universal puede hablarse de Dios conforme a
nuestro
texto. Sólo en ese mundo los humanos pueden realizar su vida
como
gracia, superando el plano de la distinción moralizante (nacionalista
o
social) de buenos y malos, de amigos y enemigos.
Paternidad de
Dios. Sólo sobre un mundo entendido como don
puede hablarse de Dios y
entenderle como Padre de los hombres. Si
es Padre de todos por igual, no se
encuentra vinculado a un pueblo
peculiar como el judío. Dios se desvela como
Padre allí donde los
hombres se atreven a vivir ya en
gratuidad.
Cuando se ha llegado aquí desaparecen los signos peculiares
de
Israel como pueblo distinto de los otros. No se puede hablar de un
Dios
nacional, como si los judíos tuvieran derechos especiales, no hay
un
Dios propio de justos y buenos, como si él dependiera de la forma
en
que los hombres cumplen su ley. Dios es divino por si mismo, en
su
gesto paternal de amor, abierto a buenos/malos, justos/injustos,
su
revelación en Cristo quiebra por dentro el equilibrio
religioso/nacional
del judaísmo, hace que estallen las bases de su ley y
surja un misterio
de vida diferente:
Podemos volver a la barbarie.
Se trata de un retorno al estadio en
que no había ley alguna, al plano de la
lucha de todos contra todos. Si
no vale ya la ley ¿qué queda? ¿cómo podremos
comportarnos? De
esta forma preguntaba Nietzsche, anticipándose a los
tiempos en que
no pudiera ya fundarse la vida/sociedad humana sobre una ley
de Dios
interpretada como norma que se impone sobre todo. Volver a
la
barbarie seria la mala solución, lo contrario de aquello que ha
querido
Jesucristo.
Podemos superar la ley en camino de amor. No se
trata de negarla
(en su plano sigue teniendo valor). No se trata de dejar
que cada uno
viva como «quiera», en clave de puro apetito. Se trata de
potenciar el
surgimiento de una experiencia nueva de vida en gratuidad. Se
trata
de lograr que todo venga a convertirse para el hombre en un
regalo,
en gesto de fundamentación cósmica (sobre un mundo que es
don
para todos) y de experiencia teológica (descubriendo a Dios
como
Padre).
Israel ha sido una experiencia teológica en plano de
ley, a nivel de
despliegue nacional. Los judíos han logrado bellos
equilibrios sociales:
han suscitado formas muy valiosas de vida compartida.
Pero siguen en
plano de talión: organizan el mundo (su mundo), pero no son
capaces
de transformarlo. Jesús, en cambio, ha querido presentar sobre
el
mundo (ya desde ahora) un ideal y camino de plena gratuidad.
Es
evidente que su propuesta ha encontrado dificultades 6.
1.4.
Mundo sin Dios: paganos y publicanos (5,46-47)
Después de lo indicado
podemos ser breves. Jesús confirma lo que
ha dicho con unas preguntas de
tipo retórico: ofrece a sus oyentes un
modelo de vida que rompe los modelos
del entorno, en esquema que
resulta extraordinariamente significativo. Es
evidente que aquí pueden
incluirse también los «buenos judíos» que aman al
amigo y odian al
enemigo; con ellos se logran tres tipos de personas, tres
formas de
vida social:
Sociedad de publicanos. Ellos se «aman» entre
sí y encuentran en el
mutuo amor la recompensa propia de su vida. Es
evidente que su amor
puede entenderse en clave de negocio económico: al
servicio de su
interés monetario se ayudan; para triunfar juntos se
defienden.
Sociedad de paganos. También ellos se «saludan», es decir,
se
respetan entre si. No viven en clima de puro antagonismo, porque
si
así fuera no podrían subsistir. Unos a otros se saludan, se
protegen;
de esa forma triunfa su proyecto social sobre la
tierra.
Sociedad de judíos. Se mantiene, conforme a todo lo anterior,
en
ese mismo plano de interés de grupo. Como los publicanos se
ayudan
para bien del conjunto, como los paganos se saludan para triunfo
de
sus estrategias, se ayudan y aman los judíos para mantener
su
proyecto nacional y religioso sobre el mundo. Por ley de grupo
se
defienden; por interés particular se ayudan. Es evidente que no
se
aman de manera puramente gratuita.
Frente a ese amor interpretado
como expresión de interés del grupo,
frente a la ley convertida en garantía
de estabilidad del conjunto, ha
ofrecido Jesús el ideal de su amor gratuito,
siguiendo el gesto de Dios
Padre que da generosamente y ama sin buscar
ninguna forma de
oculta recompensa. Pues bien, al llegar aquí, cuando se ha
superado
el deseo de equilibrio social y seguridad, emerge algo distinto:
ahora
se puede hablar de verdadera sanción de la gratuidad. Se trata de
una
paga más alta, que no se busca, que no se exige, pero que
emerge
luminosa porque hay Dios y Dios es gracia.
Esta es recompensa
de la gracia, lo que Jesús llama «misthos»
(5,46). Ni publicanos ni gentiles
pueden alcanzarla; nadie que la exija
por ley puede lograrlo. Dentro del
mismo equilibrio social de este
mundo, marcado por la ley, judíos,
publicanos y gentiles ya han tenido
su paga mundana, pues por ella han
laborado. Por el contrario, los que
aman en gratuidad, los que han dado sin
pedir nada (los que han
ofrecido oración y gesto buenos a enemigos y
adversarios), pueden
confiar y confían en la gratuidad definitiva: con su
misma acción apelan
a la recompensa de la gracia.
Este es el
«misthos» o paga de la gracia; este es el «perisson»
(gesto especial) que
distingue a los cristianos: más allá de la ley,
superando todo nivel de
imposición, ellos pueden presentarse al
mundo como testigos de la gratuidad.
Eso significa para ellos ser
testigos de Dios. No demuestran su existencia
con ninguna presión
social. Por eso no convencen a nadie utilizando normas,
apelando a
posibles secretos interiores que Dios les ha ofrecido. Esta es
su
verdad, esta es la prueba de que creen en el Padre: creen en
la
gratuidad y la expresan sobre el mundo. De esa forma se ponen
en
manos del Padre de la gracia: son testigos de un amor que
desborda
toda ley, son representantes de la vida que se regala sin
hacer
cálculos interesados, sin buscar por ello ningún tipo de
ventajas.
Donde ese amor existe y triunfa sobre la ley se puede decir que
Dios
existe.
1.5. Conclusión: como vuestro Padre celestial es
perfecto)
El texto paralelo de Lc 6,36 ha pedido que los hombres
sean
«oiktirmones» (misericordiosos), porque también su Padre
es
misericordioso: así culmina e interpreta en clave de generosidad
activa
todo su pasaje sobre el amor al prójimo. Mt 5,48 ha
preferido
mantenerse en perspectiva teológica, reelaborando las palabras
de
Lev 19,2 «sed santos, como yo, Yahvé, vuestro Dios, soy
santo
[qados]» desde el testimonio de Dt 18,13: «seréis
perfectos
[«tammim»] con Yahvé, vuestro Dios».
Los tres términos
resultan importantes. Clara es la exigencia de
misericordia que brota de
Dios y define al ser humano en su gesto de
amor gratuito (como quiere Lc).
Fuerte es la experiencia de santidad
que en este contexto se expresa más
allá de toda ley, en gesto de
ayuda al enemigo (desde Lev 19,2). Pero Mt
5,48 ha preferido el
término perfecto: «tammim», «teleios». En esto consiste
la perfección
de Dios, en su amor gratuito hacia los hombres. Aquí viene
a
desvelarse la perfección de los humanos: ellos la consiguen al
hacerse
ya capaces de amar de tal manera que venzan la violencia y
egoísmo
normales de este mundo 7.
2. Hermano pródigo: el Dios de los
perdidos (Lc 15,11-32)
El texto anterior nos
ha llevado al mismo centro del evangelio, al
lugar donde Jesús, siendo fiel
a la inspiración israelita, rompe las
fronteras de la ley judía. Su doctrina
no ha quedado en el nivel de la
teoría, sino que se ha expresado en forma
activa: el mismo Jesús ha
ofrecido «gracia» de Dios, signo de amor y perdón
a los expulsados de
su pueblo, de un modo especial a publicanos y
prostitutas (cf. Mt
21,31). No se ha limitado a enseñar en una escuela de
iniciados; en
medio de la calle ha comenzado a «reunir» un nuevo pueblo para
el
reino.
Lógicamente, los representantes de la «ortodoxia» social
judía le
han acusado: «recibe a los pecadores, come con ellos» (Lc 15,2).
Esta
es la acusación básica. El judaísmo era en sentido especial
una
fraternidad de mesa; en ella sólo entraban los «puros», es
decir,
aquellos que cumplían las normas de comensalidad en plano de
raza
(pueblo) y de costumbres. Eso significaba en concreto amar a
los
amigos (acoger a los miembros del propio grupo) y odiar a
los
enemigos (mantenerse separado de los otros).
Pues bien, Jesús ha
roto esa ley: ha ofrecido amor de Dios, es decir,
puesto en la mesa del
reino, en la comida de la fraternidad, a los que
debían mantenerse fuera. De
esa forma ha quebrantado aquellas
normas que habían ido fijando la identidad
judía desde el tiempo de
Esdras y Nehemías (siglos V y IV a.C.). Como un
peligro para la vida
del pueblo aparece Jesús. Por eso le acusan fariseos y
escribas,
representantes de la ortodoxia legal del judaísmo (cf. Lc
15,1-2).
Jesús ha respondido de muchas maneras. Una importante han
sido
las parábolas. Con ellas se defiende: quiere buscar a la oveja errante
y
alegrarse al encontrarla (Lc 15,4-7); hay que imitar a la mujer
que
barre la casa hasta hallar la moneda que ha perdido (15,8-10).
Desde
este fondo entenderemos la nueva parábola, mucho más
elaborada,
más rica en análisis social y teología. Leámosla con
atención,
procurando fijar los gestos de los personajes
8.
Lc 15,11 A Un hombre tenía dos
hijos.
12 Y dijo el más joven al padre: -Padre, dame la parte de fortuna que
me corresponde. Y el padre les repartió los bienes.
13 No mucho después
juntando todo, el hijo menor emigró a un país lejano y allí derrochó la fortuna
viviendo pródigamente.
14 B Habiéndolo gastado todo, vino un hambre fuerte
sobre aquella tierra y él empezó a pasar necesidad.
15 Entonces fue y se
puso al servicio de uno de los ciudadanos de aquella tierra, que lo mandó a sus
campos a guardar cerdos.
16 Y deseaba llenarse con las bellotas que comían
los cerdos, pero no se lo permitían. Y volviendo sobre si se dijo:
-Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abun dancia, mientras yo me
muero aquí de hambre.
18 Levantándome, iré a donde mi padre y le
diré:
19 «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de
llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose
se puso en camino hacia su padre.
21C Y estaba todavía lejos cuando lo vio su
padre y se compadeció y,
corriendo, se le echó al cuello y le besaba. El
hijo entonces le dijo:
-Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
soy digno de
llamarme hijo tuyo.
22 El padre dijo a sus criados: -Pronto,
sacad el traje mejor y vestídselo;
ponedle el anillo en su mano y las
sandalias en los pies.
23 Traed el ternero cebado y matadlo; celebremos
un banquete.
24 Porque este hijo mio estaba muerto y ha revivido; estaba
perdido y lo
hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
25 D El hijo mayor
estaba en el campo. Y cuando al volver se acercó a la casa
26 oyó la música y
las danzas; y llamando a uno de los muchachos le
preguntó:
27 ¿qué
significaban aquellas cosas? El le respondió: -Ha vuelto tu hermano y tu padre
ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano.
28 El se enfureció
y no quería entrar.
29 E Pero su padre, saliendo, quería convencerle.
El, respondiendo, dijo a su padre: -Mira cuántos años te sirvo y no
he desobedecido ninguno de tus mandamientos; y a mí no me has dado ni siquiera
un cabrito para que lo celebre con mis amigos.
30 Pero cuando este hijo
tuyo, que ha comido tus bienes con prostitutas, has venido tú, has matado para
él el ternero cebado.
31 El padre le respondió:
32 -Hijo, tú has estado
siempre conmigo y todo lo mio es tuyo. Pero había que hacer fiesta y alegrarse
porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y ha sido
encontrado 9.
Quizá la mejor
introducción a este pasaje sea el libro de Jonás. La
estructura y conclusión
se repite en ambos casos. Es evidente que
existen también diferencias: Jonás
es profeta fugitivo y después
violento, Nínive una ciudad perversa, no un
simple hijo perdido... Pero
las semejanzas son mayores: Jonás es el mismo
mayor que no quiere
que su hermano perdido (Nínive) reciba un lugar en la
casa familiar; el
padre es como el Dios de Jonás y tiene que salir al
encuentro del
mayor (profeta) «bueno» para intentar convencerle de que se
alegre
por el hermano recuperado (Nínive arrepentida). Lo que preocupa
al
fin a ese Dios (al padre) es el hermano mayor, es Jonás: ¿será
capaz
de convencerle de que acoja al otro, de que ensanche su casa
para
recibirle en ella? Este es el problema de la ley israelita:
estrictamente
hablando, con esa ley en la mano, el Padre (Dios) no puede
acoger al
pródigo, sin tener la certeza de que se arrepiente de verdad, de
que
cambia de conducta y se hace digno de la gracia de la
vida.
Entendida así, y dejemos a Jonás ya a un lado, la parábola
resulta
absolutamente paradójica. La ley está de parte del hermano mayor:
ha
permanecido fiel; ha mantenido la herencia que le corresponde.
¿Qué
derecho tiene el padre a recibir en casa al hijo pródigo? ¿Qué
derecho
tiene a darle una fortuna que pertenece ya sólo al mayor? Por
otra
parte, es claro que no tiene garantías: ¿quién asegura que el
pródigo
no derrochará la nueva herencia como derrochó la antigua?
¿No
sucederá que todos -el padre y los dos hijos- vengan a acabar
sin
nada?
El hermano mayor representa la ley. Ha hecho lo que debe
hacerse;
se mantiene en casa con todo derecho para disfrutar de lo que
ha
trabajado. Dentro de los limites de esa ley ha vivido por años en
casa
del padre. En ella quiere mantenerse: necesita seguridad, quiere
tener
la garantía de que nadie va a derrochar la herencia que él
ha
trabajado por años y años.
El hermano menor también representa la
ley. Tenia derecho a la
herencia y la ha gastado. Hasta aquí todo es legal.
También es legal el
gesto que le mueve a volver a casa de su padre: ¡que me
trate como a
un jornalero! No exige entrar en la familia e intimidad de la
casa, no
viene por otra herencia. El pródigo no intenta ser tratado como
hijo. Le
basta con que quieran recibirle y mantenerle como a un
jornalero.
Como extraño está dispuesto a volver a casa de su padre;
como
jornalero está dispuesto a trabajar por un poco de alimento.
El
texto es sobrio. No dice si el hermano menor vuelve arrepentido.
Lo que
acentúa es simplemente el hambre: la necesidad le hace
pensar en la casa de
su padre, no el posible cariño que allí encuentre.
Posiblemente no sabe de
cariños: ha malgastado la fortuna con
«mujeres» y parece que no ha
encontrado de verdad cariño en ellas.
Ha derrochado, ha perdido, al fin se
encuentra solo, entre los puercos
de un campo ajeno, tratado como pura
mercancía: no puede ni
siquiera disputar a los cerdos la comida, pues ellos
la necesitan para
engordar y él puede seguir flaco.
Esta no es
parábola del arrepentimiento del hijo y no se puede
comparar con textos como
la Oración de Manasés donde se resalta
ese motivo. Por eso resultan a mi
juicio equivocadas todas las
interpretaciones moralizantes que acentúan la
bondad del pródigo,
para resaltar después la dureza legalista del
mayor.
El pródigo no aparece como bueno; ni siquiera viene a
presentarse
en el texto como arrepentido, pues las palabras que dice a su
padre
(¡he pecado contra el cielo y contra ti...!) no tienen por qué ser
más
que ordinaria retórica. El pródigo no tiene por qué ser bueno;
es
simplemente un necesitado en manos del padre. El mayor tampoco
es
malo; no es ni siquiera legalista; sólo quiere mantener el orden de
la
casa; por simple ley, conforme a los principios de la administración
del
mundo, para que las cosas se mantengan en orden y exista justicia
en
su entorno tiene que oponerse al gesto del padre que
convierte
nuevamente al pródigo en dueño de la casa (con vestido y anillo
de
hijo, entre fiestas de renacimiento).
Ni el pródigo es bueno (es
sólo un perdido en busca de comida), ni
el mayor es malo (es simplemente un
hombre de la ley de casa). Bueno
es sólo el padre: es bueno porque cree que
los hijos pueden vivir en
gratuidad, juntos en la misma casa, en gesto de
alegría compartida.
Jesús, el narrador, se pone en el lugar del padre y
cuenta desde allí la
historia de la vida humana, en forma de parábola. No
dice lo que hay
para que quede como está; lo cuenta para cambiarlo. Eso
significa que
los perfiles no se encuentran fijados todavía, la respuesta
del hermano
mayor no está ya dada para siempre; puede cambiar, debe
cambiar.
En ese proceso de transformación de la ley que debe abrirse hacia
la
gracia se sitúa y nos sitúa Jesucristo.
Destruimos la parábola si
damos la respuesta de antemano: si
decidimos desde el principio que el
pródigo es bueno, que tiene
derecho a la casa; y añadimos que el mayor es
malo, un egoísta. No
hacemos honor a Jesús ni a su evangelio si resolvemos
las cosas de
esa forma, si pensamos que la gracia del perdón y de la vida
que
ofrece nuevamente el padre es algo fácil, algo que se puede asumir
y
realizar sin dificultad ni sobresaltos.
Revisemos el texto. Lo
fácil, lo natural es la actitud del hermano
mayor. Tiene su derecho y quiere
mantenerlo, por el bien de la casa
(por el bien de la ley, por la justicia
del mismo judaísmo). Digo que la
actitud del mayor es fácil, siendo como es
dura: no es grato cerrar la
puerta a quien viene suplicando, lleno de
necesidades y de hambre; no
es grato, pero quizá deba hacerse, por bien de
la justicia, como saben
todos los sermones judíos (y cristianos) sobre el
juicio.
La actitud del padre parece en principio algo evidente: ¿quién
se
niega a recibir en casa al hijo que vuelve? Sin embargo, a la larga es
la
actitud más exigente, la más arriesgada. Como estamos indicando,
no
se trata de una gracia fácil: ¡aceptar al hijo en casa y suponer que
todo
sigue como estaba! Lo que empieza siendo amor gratuito, perdón
sin
juicio... termina presentando muchas complicaciones. ¿Qué hacer
con
este hijo/hermano que vuelve? ¿dejarle que siga como
estaba?
¿transformarlo? ¿cómo? Esta es la tarea de la gracia que el texto
abre
ante el oyente. Pero dejemos por ahora las consideraciones
generales.
Volvamos al texto y veamos su estructura:
A)
Introducción: el pródigo (15,11-13). Ya desde Caín/Abel, el
paradigma es
conocido: dos hermanos se enfrentan y separan por la
herencia (favor) del
mismo padre (cf. Gen 4,1-16). En nuestro caso, la
solución parece buena: uno
de los dos se marcha; toma la parte de su
herencia y desaparece; da la
impresión de que el otro (el mayor)
queda dueño de la casa; evidentemente,
el menor derrocha todo lo
que ha recibido.
B) Miseria y conversión
del pródigo (15,14-20). Sigue el paradigma:
el hermano pródigo queda en
manos de las duras realidades de la
vida, al servicio de un sistema de
impureza (cerdos). Le tratan peor
que a un animal, pues los animales reciben
alimento y a él se lo
escatiman. Desde el pozo del hambre que le atrapa
recuerda la casa
del padre como casa de trabajo y pan. No le atrae el padre;
quiere la
comida. Por eso, su discurso penitencial (¡he pecado...!) suena
a
simple retórica. La lógica del texto no exige que se
encuentre
arrepentido.
C) La fiesta del padre (15,21-24). A la oveja
se la busca, igual que a
la moneda (15,3-10): no tienen libertad, no saben
venir. Al hijo, en
cambio, se le espera. Esto es lo que hace el padre: mira
hacia lo lejos
y aguarda. No le puede traer por la fuerza a la casa pues un
hijo
forzado no es hijo, ni la casa en que se está por fuerza es
casa.
Aguarda el padre; pero cuando ve que el hijo está viniendo corre y
le
abraza: no le deja acabar el discurso, no necesita su
arrepentimiento,
le quiere a él; y por eso se dispone a celebrar la fiesta
que es, al
mismo tiempo, fiesta suya y del hijo, fiesta de criados y
vecinos.
D) El enfado del mayor (15,25-28). Se creía dueño de la
casa;
trabajaba austeramente por ella, cumpliendo todas las leyes que
se
había impuesto (leyes que él creía sancionadas por su
padre).
Evidentemente, la fiesta de la casa le perturba, rompe sus
esquemas:
su estilo no es la fiesta. Y le enfurece todavía más el hecho de
que
todo esté causado por la vuelta de su hermano. Se siente
«expulsado»
de su propia casa; como un desheredado queda fuera.
E)
Diálogo roto, diálogo abierto (15,29-32). No quiere entrar el hijo
pero sale
el padre, tomando así la iniciativa. Está el pródigo en casa,
sigue en su
honor la fiesta, con la música y las danzas. El mayor
discute con el padre
en fuertes palabras que expresan por un lado la
exigencia de una ley que
puede interpretarse como envidia (hijo) y la
gracia de un amor que está por
encima de toda ley y envidia (padre)
10.
Esta es la estructura del
pasaje. Vengamos a sus personajes.
Trataremos brevemente del menor, luego
del padre y finalmente del
mayor. Toda la historia del mundo se ha venido a
reflejar e interpretar
en sus conductas. Recordemos que se trata de una
parábola que no
dice simplemente lo que hay (no es puro espejo de la
realidad), sino
aquello que está al fondo y que ordinariamente no vemos o
no
queremos ver. Más que espejo, la parábola es un foco de luz,
una
revelación: nos hace ver la cara oculta de nuestra propia realidad;
nos
descubre aquello que podemos ser, interpretando el pasado
y
anticipando el futuro. Por eso, sólo la entendemos si
penetramos
dentro de ella.
El hermano menor está en el principio y
centro de la parábola, pero
no es su protagonista. Es evidente que en el
contexto de Lc representa
a los publicanos y pecadores, a los expulsados del
sistema, a todos los
que, conforme a la teología oficial del rabinismo, han
dilapidado su
fortuna humana y no son ya dignos de amor (cf. Lc 15,1-2).
Ampliando
la visión, hijo/hermano menor son los gentiles, son los pueblos de
la
tierra que han vivido de manera deshonesta, quedando al fin
sin
bienes ni derechos.
La historia de ese hermano menor está clara,
no causa sorpresas.
Por eso, en su primera parte, siendo hermoso, el texto
se limita a
repetir los tópicos que sabe todo buen judío: los gentiles
(publicanos y
prostitutas, gentes de mala vida) encuentran lo que buscaban y
así
padecen lo que merecen; han malgastado la fortuna del padre, se
han
manchado con terribles impurezas. Si quieren volver es
simplemente
porque tienen hambre; no están arrepentidos (A y B;
15,12-19).
Hemos dicho que el menor está al principio (A y B) y centro
de la
parábola (C); pero en ese centro ya no juega ningún papel
activo:
había preparado su discurso de descarga de conciencia, se
había
presentado para jornalero..., pero el padre le recibe y valora de
otra
forma, como padre verdadero (le hace hijo, le regala y regocija con
su
fiesta). Desde este momento, el menor ya no ejerce ningún
papel
activo; se limita a estar allí, como destinatario del gozo del padre,
como
objeto de la envidia/ley del mayor (D y E).
El padre es por
orden de actuación el segundo personaje. Ha dejado
en libertad a los
hermanos, a los dos ha comenzado por dar la misma
herencia (15,12). Esta
anotación es importante: libre ha sido el menor
para marcharse, disponiendo
de sus bienes (15,13); libre era el mayor
para hacer algo semejante, pues
había recibido igual fortuna. Esto
significa que el padre ha comenzado
siendo igual con ambos: en
libertad les ha dejado, de manera que han podido
marchar o quedarse.
Por eso cumplir la ley y estar en casa no ha sido para
el mayor
obligación penosa, sino una opción que alegremente podía
haber
gozado y mantenido.
Pero volvamos al padre. En libertad deja a
los hijos, en gesto que
nos puede parecer muy duro: ¿por qué no ha salido al
encuentro del
menor, si es que sabía (suponía) que estaba en tierra
extraña,
sufriendo el hambre intensa y la impureza de los cerdos? ¿Por qué
no
corrigió al mayor y le hizo ser más tolerante si le ha visto encerrado
en
la coraza de su duro legalismo? ¡No sabemos! El texto nos
responde.
Deja que nosotros mismos escuchemos y entendamos la
parábola.
Pues bien desde ese fondo de igual libertad, de tolerancia hacia
los
dos, ha de entenderse la actitud posterior del padre:
El padre y
el menor (C: 15,12-24). Le ha dejado en libertad, pero
corre a su encuentro
cuando viene. Le ha permitido llegar hasta el
extremo de la necesidad
(impureza, hambre), pero ahora le ofrece todo
lo que puede y tiene (dignidad
filial, poder y fiesta) sin pedirle siquiera
permiso, sin imponerle
condiciones, sin plantearle la exigencia de un
arrepentimiento. La ley
exigiría condiciones: de volver lo gastado o
quedarse sin herencia; mostrar
fuertes signos de conversión, etc. Pero
el padre está por encima de la ley y
puede (quiere) iniciar con el hijo
pródigo una experiencia nueva de
gratuidad y fiesta.
El padre y el mayor (15,29-32). También le ha dejado
en libertad,
teniéndole a su lado (cf. 15,32). Veladamente le dice que si
ha
cumplido una ley austera (¡no ha comido con los amigos ni un
cabrito!)
ha sido porque él mismo lo ha querido. Es como si de pronto el
mismo
Dios del A. Testamento dijera que los judíos han cumplido la
ley
porque ellos mismos lo han querido. Han sido ellos los que la
han
escogido, no Dios quien la ha impuesto. Por eso quiere convencerle
a
este buen judío (hijo mayor) que deje ya la ley, que venga ahora a
la
casa y acoja a su hermano, celebrando con él el gozo grande de
la
vida.
Me gustaría acentuar la paradoja extrema del pasaje. Este
padre de
la parábola es un Dios que no cumple la ley, pues, en contra de
ella,
recibe al hijo menor y le ofrece los bienes de la casa, sin
exigirle
arrepentimiento previo: ha pasado por alto los rituales de pureza,
las
normas relativas a la conversión. Más aún, ese padre quiere que el
hijo
mayor, el buen judío, deje de cumplir la ley que él mismo le ha
dado:
siglos de fidelidad se quiebran ahora; es como si de pronto
quedara
sin sentido todo lo que ha dado sentido a la vida de generaciones
de
judíos cumplidores 11.
El padre ha introducido en la casa al
menor y, en vez de convertirle,
exigiéndole un tiempo de arrepentimiento y
cambio, le ha ofrecido
fiesta. Ahora quiere que entre el mayor, para que los
dos compartan el
mismo gozo, el mismo baile y danza. Se han invertido así
todas las
normas. ¿No estará loco el padre? ¿No habrá cambiado los papeles
de
la vida de una forma injusta? Así puede preguntar el mayor, que es
la
ley hecha persona, en el centro de la casa antigua. Pero el padre
es
ante todo un donante de vida; por eso goza con el hijo que vuelve,
por
eso se alegra y extiende la fiesta. Se ha ido el menor buscando un
tipo
de diversión; el padre le ofrece a su vuelta una diversión más
grande,
el toro cebado, la música y el baile. Devolver la vida, recuperar lo
que
estaba perdido: esta es la esencia del amor del padre y este amor
se
encuentra por encima de todas las posibles leyes particulares
que
judíos (o no judíos) hayan podido ir elaborando por los
siglos.
Quedan en segundo plano todas las restantes normas y
principios
sociales, religiosos, familiares. La ley del padre es simplemente
crear:
dar la vida en el principio; acogerla y celebrarla luego. Esta es
su
religión, esta su norma. Ninguna otra verdad ni ley le obliga. Ante
el
hijo que vuelve se acaban, se apagan las normas y leyes
provisorias
que han guiado por siglos la existencia de los «buenos»
israelitas.
Ellos (representados por el hermano mayor) no lo saben, no
quieren
saberlo; por eso protestan.
El hermano mayor es ley hecha
persona; por eso se planta. Tiene
toda la razón del mundo; está de su parte
el derecho más sagrado de
la nación israelita; le apoyan los principios
sociales de la tierra.
Conforme al talión, que es su defensa y argumento, el
otro hermano
tiene que pagar lo merecido (¡ojo por ojo, diente por diente!)
si es que
quiere volver de nuevo a la casa que ha dejado. Según ley, el
orden
de este mundo se mantiene allí donde las normas se respetan.
Sabía
el menor lo que hacía al irse de casa: por eso se ha ofrecido
como
simple jornalero. El único que parece ignorar la ley es el padre.
Por
eso, el hermano de casa protesta quedándose en la calle, en signo
de
rechazo (Lc 15,2832). Su gesto puede interpretarse en varias
lineas.
Aquí apuntamos sólo aquellas que nos parecen más significativas.
El
propio lector juzgará, decidiendo por alguna o todas ellas:
El
mayor se enfada por amor a la ley. Se siente responsable de ella
y quiere
que se cumpla. Está poseido por eso que Pablo ha llamado el
celo de Dios (Rm
10,2), propio de aquellos que, ignorando la gracia
salvadora del Padre, se
aferran a la seguridad que les ofrece una
«toráh» que el mismo Dios les ha
mandado cumplir desde hace tiempo.
Los judíos de tipo rabínico se siguen
sintiendo solidarios de este
hermano mayor: para que la casa de Israel
subsista y pueda dar por
siglos fiel ejemplo de la ley de Moisés hay que
expulsar (no recibir a no
ser con condiciones duras) a los pródigos que
vuelven sólo por
comida.
El mayor se enfada con su hermano. Es
evidente que tal como ha
sido su conducta (se ha ido de casa, ha gastado su
fortuna) no puede
aceptarle. Seria indigno sumarse a la fiesta que el padre
ha preparado:
supondría aprobarlo, dar por bueno lo que es malo. A su
juicio, el
verdadero amor al pródigo consiste en mantenerlo fuera: «no se
le
hace un favor recibiéndole así; no se le ayuda; hay que darle
un
escarmiento».
El mayor se enfada con el padre. En el fondo tiene
envidia: quería
monopolizar el amor de Dios (del padre), actuando como dueño
de la
casa. Pero ahora descubre que el padre se ha volcado en el otro.
Es
un «rey destronado». Ha trabajado con dureza, ha vivido
en
austeridad, para conseguir el reconocimiento del padre, y al fin
siente
que el padre no le reconoce, no valora lo que ha hecho, pues
recibe
sin más y ofrece fiesta al hijo pródigo.
Todos estos motivos
se pueden vincular (y quizá se han vinculado)
en la parábola. Ella nos
introduce en el centro de la complejidad
humana, en la raíz de todos los
conflictos de la historia, tal como
aparecen de algún modo en la parábola
primera de Cain/Abel (Gn 4).
Este es el conflicto de la diversidad, de la
envidia hecha violencia, de la
lucha por el reconocimiento mutuo. Hermano
mayor y pródigo se sitúan
ante el mismo padre, buscando allí la seguridad de
su vida.
El pródigo no exige nada. Está dispuesto a trabajar como
jornalero.
No pide nada, pero se pone en manos del padre que le ofrece la
fiesta
de la vida. Dejarse amar, esa es su única tarea; permitir que le
hagan
fiesta y participar en ella, ese es su único mérito. Nada
defiende,
porque de nada se siente digno. Por eso no rechaza a nadie, ni
pone
condiciones; es evidente que está dispuesto a recibir al
hermano
«legal» cuando venga del campo; si no fuera así no habría vuelto
a
casa.
El mayor exige el cumplimiento de la legalidad. Ha trabajado
de
forma especial y tiene derecho a un trato especial. Ha mantenido
la
casa con su esfuerzo y no está dispuesto a que el otro malogre
el
resultado de se esfuerzo. Piensa que la vida se mantiene con la ley
por
encima de la gracia. Evidentemente es bueno, pero conforme al
modelo
de juicio y justicia de este mundo.
La parábola no acaba, al menos no
acaba del todo. El hermano
pródigo recibe un lugar en la fiesta de la casa y
es evidente que nadie
(que nada) podrá expulsarle de ella, a no ser que él
mismo quiera
escaparse de nuevo, en libertad interpretada otra vez como
principio
de nuevas aventuras. De todas formas, la parábola supone que
el
padre le ha ofrecido buena casa (con música y danza) y es normal
que
quede en ella. El que está en peligro es el hermano legal: su
legalismo
le puede echar de casa; si quiere mantener su propia ley en lugar
de
compartir la vida con su hermano recuperado acabará quedando
solo,
porque es evidente que el padre no puede (no quiere) dividir la
casa,
dejando a cada uno en un lugar aparte, sin comunicación fraterna
12.
Y con esto hemos llegado a la palabra clave de la parábola:
la
comunicación. Este parece haber sido el problema que se encuentra
en
la base de la parábola (y de toda la historia humana). El pródigo se
ha ido
de casa porque buscaba comunicación y pensaba conseguirla a
base de dinero:
se ha equivocado, ha gastado todo ese dinero «con
prostitutas», mujeres que
venden su relación (como dice
maliciosamente el mayor: 15,30), y al final
queda más solo que al
principio; rodeado de cerdos, hambriento de pan (y de
cariño), piensa
en la casa del padre.
El hermano legal ha quedado en
casa, pero tampoco ha logrado
comunicación: no ha tomado ni un cabrito del
rebaño para compartirlo
con amigos, pues carece de amigos; tampoco sabe
dialogar con su
padre, no quiere entrar a casa para hablar con el hermano...
Sólo
monologa con la ley y los criados; no conecta ya con un padre a
quien
no entiende, pues ha proyectado sobre él su imagen
insegura.
Necesita la ley para mantenerse; sólo ella le permite estar en
pie,
sentirse humano.
El padre, en cambio, se presenta en la
parábola como principio de
comunicación. Sabe dejar que los hijos se vayan o
queden, sin
imponer nada a unos ni a otros. Sabe recibir al que viene, sin
hacerle
examen de conciencia, sin echarle nada en cara, ni exigirle
el
cumplimiento de mandatos. Por encima de todas las posibles leyes,
le
ofrece el gozo de la vida: el traje de hijo, el anillo de mando, el
ternero
de fiesta, la música y la danza... Todos ellos son elementos
de
comunicación, pues eso significa la verdadera fiesta: es la
posibilidad
de una vida compartida, abierta al gozo del encuentro con los
otros.
El decir que se perdona puede ser un gesto de superioridad,
una
manera de manifestar la propia razón, quedando así por encima de
los
otros. Es posible que el hermano legal estuviera dispuesto a
perdonar,
siempre que el pródigo se lo pidiera, prometiendo cambio. El
escándalo
de la parábola está en que el padre no exige que pida perdón,
ni
ofrece tampoco una palabra o gesto externo que denote su poder.
No
tiene necesidad de perdonar; hace algo más grande: ama, ofrece
fiesta
y vida allí donde no había existido fiesta verdadera.
Este es un padre
que no tiene miedo al hijo pródigo: no le pide
certificado de buena
conducta, no le hace pruebas sanitarias o
morales. Simplemente ama y confía
en él, ofreciéndole de nuevo el
«baile» bueno de la vida, es decir, el lugar
de encuentro alegre con los
otros y de forma especial con mujeres, a las que
parece que antes sólo
había conocido deformadas, como prostitutas. Abre la
puerta y
ventanas de la casa a las luces y a las voces, a los cantos y a
los
gozos de la vida. Asi le dice al hijo: ¡no tengas miedo, baila! Esta es
su
condición paterna, esta es su terapia.
No critica ese padre
tampoco al hermano mayor, no le rechaza como
a malo. Por eso sale a la
puerta y se pone a conversar con él, en gesto
de confianza básica. El texto
no podia terminar de una manera más
hermosa, más perfecta. El padre escucha
las relaciones del hijo mayor,
le atiende a la vera de la casa e intenta
convencerle: ¡Recibamos a tu
hermano! ¡Hagamos un proyecto nuevo y
compartido de existencia!
¡Deja a un lado los exclusivismos de tu ley,
veamos juntos la manera
de que el mundo, vuestro mundo, sea
fiesta!
Esta es la intención del padre. Quiere que los dos
hermanos
dialoguen, que encuentren la forma de darse la mano e iniciar
un
diálogo gozoso, sin envidias ni recelos. Hay lugar para los dos en
la
gran casa: hay espacio para el gozo de la vida, para el gesto
del
trabajo, para todo lo que sea existencia compartida. Ese es el
amor
que supera la ley; ese es el proyecto que Jesús ha presentado
en
forma de parábola. Para seguir descubriendo su argumento
tendremos
que dar un paso más 13.
13 Interpretada en esta forma, la
parábola del padre y los dos
hermanos nos sitúa en el contexto en que
podemos y debemos
entender el camino de Jesús hacia la muerte, como veremos
en el texto
siguiente.
3. El Dios de la viña y los frutos de la
ley (Mc 12,1-12 Mt 21,
33-46 Lc 20, 9-19)
Recordemos el final de
la escena anterior: el pródigo está en casa,
celebrando la fiesta; el mayor
está a la puerta, discutiendo con el
padre: no sabe si entrará, si acogerá a
su hermano, si le hará sitio en
su casa de ley del judaísmo. En la casa del
padre hay lugar para los
pródigos. La casa de la ley es diferente: para
entrar en ellas hay que
cumplir muy bien las normas, ser del propio pueblo,
del grupo de los
«puros».
Es evidente que Jesús se ha comportado
como enviado de ese
padre: viene a llamar a los impuros, a invitarles al
banquete de la
fraternidad ilimitada (cf. Lc 14,15-24). Es normal que los
limpios, los
legales se sientan preteridos, es normal que quieran oponerse a
su
camino. Jesús insiste, subiendo a Jerusalén con su proyecto de
gracia.
Como delegado de todos los pródigos actúa; como representante de
la
gracia viene a presentar su propuesta en el mismo centro de la ley
del
judaísmo. Así lo ha recogido, de forma unánime, la tradición
sinóptica
(cf. Mc 11 par).
El hermano legal no permanece simplemente
a la puerta de la casa,
discutiendo con el padre, sino que toma la
incitativa, empeñándose en
lograr que el prójimo salga de ella. Este hermano
son ahora los
escribas y sacerdotes de Mc 11,48 par, dispuestos a matar a
Jesús, el
protector o representante de todos los pródigos. A partir de aquí
se
entiende la parábola de los viñadores homicidas que puede y
debe
interpretarse como una continuación de la anterior.
Dentro del
proceso narrativo, para seguir dentro del mismo contexto
de Lc, podríamos
estudiar su versión del texto (Lc 20,9-19). Pero
hemos preferido abrir el
abanico a todos los sinópticos: de Mt hemos
tomado el pasaje del amor al
enemigo (Mt 5,43-48); de Lc la parábola
del pródigo (Lc 15,11-32); de Mc
tomaremos la que trata de los
viñadores (Mc 12,112); el mensaje de amor es
el mismo en los tres
sinópticos. Por otra parte, las variantes de Lc son
pequeñas en
nuestro pasaje, de modo que el nuevo texto puede verse como
una
continuación del anterior 14.
Recordemos el lugar y los
personajes. En vez de una casa tenemos
una viña. El dueño, equivalente al
padre, se ha marchado. Por eso, los
arrendatarios pueden sentirse
propietarios del campo. Ellos son
evidentemente el hermano legal, los buenos
trabajadores del campo;
no quieren compartir con otros los frutos de su
viña. Jesús les hace ver
con esta parábola el riesgo en que se
encuentran:
Mc 12,1 A Un hombre
plantó una viña, la rodeó con un cercado,
excavó un lagar y edificó una
torre, y la arrendó a unos campesinos y se
marchó lejos.
2 B Y a su
tiempo envió a los campesinos un siervo, para recibir de los
campesinos (de)
los frutos de la viña.
3 Y ellos, apoderándose de él, lo hirieron y
despidieron sin nada.
4 Y de nuevo les envio otro siervo; y a éste le
hirieron en la cabeza y le
deshonraron. Y envió a otro y a éste le mataron. Y
envió a otros muchos: a unos los hirieron, a otros los mataron.
6 C Le
quedaba todavía uno: su hijo querido. A éste se lo envió el último,
diciendo:
¿a mi hijo le respetarán?
7 D Pero aquellos campesinos se dijeron entre sí:
-Este es el heredero. ¡Venga! Matémoslo y será nuestra la herencia.
8 Y
agarrándolo lo mataron y lo arrojaron fuera de la viña.
9 E -¿Qué hará
el dueño de la viña?
10 F -Vendrá y matará a los campesinos y dará la viña
a otros.
11 G ¿Es que no conocéis esta Escritura: la piedra que desecharon
los
constructores, esta ha sido hecha piedra angular, del Señor proviene esto
y es algo admirable a nuestros ojos? (cf. Sal
118,22-23) 15.
Los primeros y
mejores intérpretes de la parábola han sido,
conforme al evangelio, los
representantes oficiales de la ley del
judaísmo (el sanedrín de
sacerdotes/escribas/ ancianos de Mc 11,27).
Se dan cuenta de que Jesús alude
a ellos, les presenta como
«dueños» de la vida, dispuestos a matar a todos
(incluso al hijo del
amo) con tal de defenderla (12,12).
Jesús
expone en forma de parábola el sentido de su vida. Reconoce
la autoridad de
los viñadores (hermano mayor) a quienes Dios (que
ahora aparece para ellos
como amo) ha concedido el cuidado de la
viña; pero les recuerda que no son
dueños, sino administradores de un
campo cuyos frutos no pueden monopolizar.
Por encima de esa «ley
particularista» de la viña (que los arrendatarios
quieren convertir en
finca de uso propio y exclusivo) está la voluntad y ley
más alta del amo
que se reserva los frutos de la viña. ¿Para qué o para
quién los
quiere? El texto no lo dice, pero en el conjunto del evangelio (a
la luz
de Lc 15,11-32) es evidente: el amo, que es padre de todos,
quiere
dar los frutos de los pródigos del mundo; de esa forma pone el
trabajo
de los jornaleros (ley judía) al servicio de la gracia
universal.
Es claro que Jesús se presenta a si mismo en el símbolo del
hijo
querido. No viene de improviso: ha estado precedido por muchos
y
buenos profetas. Sabe la suerte que han corrido, simplemente por
pedir
los frutos de la viña para el amo (para el servicio de la gratuidad).
Pero
se arriesga, viene, pide sin violencia y fuerza externa los frutos de
la
viña y de esa forma queda a merced de los mayores. ¿Qué harán de
él? La
parábola anticipa una posibilidad que aún no se ha cumplido: la
muerte del
hijo que aparece como «asesinato» final de la historia de
los campesinos. De
esa forma explícita algo aún no realizado, para
situar a los oyentes ante la
verdad de aquello que intentan hacer. La
gracia pura (hijo querido) es
gracia inteligente, es gracia que conoce y
sabe, que discierne y hace ver
las cosas. Desde ese fondo analizamos
brevemente cada una de las partes del
texto. Luego presentamos a los
personajes:
A) Introducción: viña y
arrendatarios (12,1). Tanto la imagen (viña)
como sus diversos rasgos
(cercado, lagar, torre) están tomados de un
texto famoso: Is 5,2.5. Es
evidente que la viña es Israel, plantación de
Dios. La novedad de nuestro
texto está en el hecho de que hace de los
trabajadores unos simples
arrendatarios. Para servicio del amo han
recibido la viña y no para ventaja
propia. Es evidente que están bajo
una ley de arriendo. No son hijos de la
casa (como era todavía hijo el
mayor de Lc 15,12-32). Son servidores de una
finca ajena, criados a
sueldo.
B) El asesinato de los siervos
(12,2-5). Los campesinos (georgoi o
trabajadores de la tierra) son
asalariados bajo contrato legal. Los
douloi o siervos que el amo les manda
pidiendo los frutos son
personas de confianza del dueño; hoy les llamaríamos
ministros,
funcionarios oficiales, representantes del amo. Conforme al
estilo
normal de parábolas y cuentos, vienen tres y todos reciben un
mismo
trato. Se espera un cuarto que resuelva la cuestión; pero ese
cuarto
viene (son muchos) y no se arregla nada. Se llega de esa forma
al
culmen de la violencia: los arrendatarios toman la ley por su mano,
se
oponen a su amo y desprecian o matan a sus representantes.
Es
evidente que en el fondo se alude a la historia israelita contada por
la
tradición Dt (y Crón): ¡los propios judíos han matado a los profetas!
(cf.
Mt 23,29-36 par).
C) El envío del hijo (12,6). Hasta ahora eran
siervos los enviados del
amo. Ahora es su hijo único (querido). Antes (Lc
15,11-32) el padre
tenía dos hijos y se enfrentaba con uno (el más fuerte y
legal) por
defender al otro (el pródigo y pequeño). Ahora tiene sólo un hijo
y lo
manda indefenso, dejándolo en manos de los duros renteros.
La
paradoja no puede resultar más fuerte: el amo es inconsciente
o
culpable de asesinato indirecto (por mandar así a su hijo) o toda
la
historia anterior debe entenderse en una clave distinta.
D) La
lógica de los arrendatarios (12,7-8). Están bajo la ley y quieren
sacar
provecho de ella. Se sienten manejados por la fuerza del amo y
quieren
responder utilizando su propia fuerza: si matan al hijo/heredero
se harán
dueños, propietarios de la viña. Quieren el poder. O quizá
buscan tan sólo
el orden y provecho de la viña: se han esforzado por
siglos en ella; quieren
mantenerla limpia, protegerla... Están dispuestos
a utilizar la violencia
con tal de hacerse al fin propietarios del campo.
E) Pregunta (12,9). La
parábola no responde, no resuelve por si
misma los temas. Ella se limita a
enfocar con nitidez el tema. En un
primer momento, los oyentes se mantienen
en incertidumbre: no saben
de qué va la parábola; deben juzgar y resolverla
como si se tratara de
un caso ajeno. En ese sentido, ofreciendo un nuevo
enfoque sobre
toda la historia de Jesús, la parábola se puede interpretar
también
como una especie de trampa: los oyentes se encuentran atrapados
por
el discurso de Jesús y deben responder a su pregunta.
F) Primera
respuesta (12,10). No se sabe quien la propone. ¿El
propio Jesús? Pudiera
ser, por dentro de la lógica narrativa, es más
probable que respondan de esa
forma los oyentes (como ha visto Mt
21,41). Aquí actúa el talión, la fuerza
de la ley que se vuelve contra
aquellos que la utilizan para provecho
propio.
G) Segunda respuesta (12,11). Evidentemente ha sido
formulada
por la iglesia, introduciendo un tema nuevo sobre el fondo de
la
parábola anterior: el hijo asesinado se convierte en piedra
rechazada;
la viña se vuelve edificio, construcción de Dios que sólo
encuentra su
posible cumplimiento (piedra angular) en el Cristo
asesinado.
Ya fuera de la parábola encontramos la tercera respuesta que
ha
sido formulada por los mismos aludidos: las autoridades
comprenden
que Jesús habla de ellos y deciden matarle o apresarle (12,12),
pero
tienen miedo al pueblo. Esto significa que existen por lo menos
cuatro
lecturas de la parábola y todas ellas son posibles y, en algún
sentido,
buenas. Empezamos presentándolas de un modo general.
Después
nos detendremos en las dos que aquí interesan (la de Jesús y la
de
sus oponentes directos).
El pueblo en general («okhlos» de
12,12). Sigue estando a favor de
Jesús. Posiblemente sólo ha comprendido el
sentido exterior de la
parábola y responde «matará a los campesinos...»
(12,10) sin pensar
demasiado en lo que ello significa. El amo (Dios) de esta
respuesta
sigue estando en plano de talión: es Dios de ley, es muerte que
venga
a la muerte. Los que responden así no han entendido (o
aceptado)
todavía la nueva lógica de gracia (perdón al enemigo) que Jesús
ha
proclamado en Mt 5,43-48; siguen pensando que es preciso odiar
al
enemigo.
Jesús introduce en la nueva situación de crisis (de
amenaza de
muerte) la nueva lógica del reino. Signo de esa lógica es el
hecho de
que el amo envia al hijo desarmado: no utiliza la violencia. Los
renteros
sólo saben de dinero y posesiones: quieren dominar la viña,
sentirse
dueños de ella, al precio que sea. De esa forma introducen en
el
mundo una lógica de antagonismo y disputa. La alusión a los
profetas
y después al hijo querido sitúa el tema entero de la viña en
otra
perspectiva: en un plano distinto, de gratuidad o vida compartida. En
el
fondo, a partir de Lc 15,11-32, ofrecer al amo los frutos
significa
ponerlos al servicio de la gratuidad.
Las autoridades del
pueblo entienden la parábola como dirigida
contra ellos C (12,12) pero es
evidente que no comparten la
formulación de Jesús. Paso a paso pueden
discutir los presupuestos
de su forma de entender a Dios, la ley y el
pueblo. Dios no les ha
hecho por su ley arrendatarios sino hijos. Ellos no
han matado a los
profetas, sino que son precisamente hijos de aquellos
profetas/siervos
asesinados (son herederos de su mensaje). Finalmente, el
pretendido
Jesús/Hijo no es verdadero Hijo de Dios, sino alguien que pone
en
riesgo la estabilidad y ley del pueblo.
La iglesia cristiana,
desde una perspectiva prepascual, interpreta la
muerte de Jesús (ya
realizada) como asesinato del Hijo de Dios y, al
mismo tiempo, como
culminación de la obra de Dios (piedra angular).
La vieja viña de Israel
deja paso a la nueva casa de la iglesia en la que
todos tiene lugar (como en
la casa del pródigo de Lc 15) 16.
Dejemos la visión del pueblo;
prescindamos por ahora de la iglesia.
Quedan frente a frente dos posturas.
Por un lado está Jesús que
ofrece en la parábola su forma de entender la
historia. Por otro están
los jefes del judaísmo, empeñados en defender su
propia viña. Para
entender el texto debemos penetrar en la lógica de todos.
No hacemos
un favor a Jesús mirando a sus contrarios como incapaces o
corruptos;
procuremos entender sus razones desde el fondo de la
misma
parábola.
Los responsables (jefes) del judaísmo pueden aceptar
la imagen de
la viña A (12,1). El mismo Dios les ha dado un tipo de poder en
ella.
Pero no se sienten arrendatarios: no están a sueldo de Dios;
no
trabajan por ningún tipo de ganancias. Ellos trabajan por el bien
del
mismo Dios (por el despliegue de su ley sobre la tierra), por el bien
de
todo el pueblo (para que cumpla mejor esa ley). Ciertamente, se
saben
herederos de una historia dura, de muerte de profetas; pero
procuran
dirigirse al lado bueno, actuando como imitadores de los profetas y
no
de sus asesinos; por eso no pueden sentirse responsables de
la
violencia reflejada en B (12,2-S).
Estos jefes judíos seguirían
diciendo que, si Jesús quiere
presentarse como el hijo de C (12,6) es un
simplista. Las cosas
resultan mucho más complejas: con ropaje de hijos y
falsos mesías han
venido muchos en los últimos tiempos (cf. 13,22). No es
bueno fiarse
del primer iluso. Si un día tuvieran que matar a Jesús (¡si el
mismo
Jesús les provocara mucho, obligándoles a condenarlo!) lo harían
con
harta pena. No quieren adueñarse de la herencia de Dios, sino todo
lo
contrario: ¡actúan al servicio de la misma ley de Dios! Por defender
sus
intereses han de estar dispuestos a expulsar de la viña a los
que
ponen en riesgo su unidad de doctrina, sus frutos, conforme a la
ley
sagrada de Dt 13,1-18; 17,2-7.
Conforme a una ley ellos tienen
razón: deben mantener el orden de
Dios sobre la tierra. Por eso, en el fondo
de la parábola, se descubren
caricaturizados: Jesús emplea en contra de
ellos una baja propaganda.
Se hace el mártir; denigra a los contrarios.
Quien no sepa leer las
cosas de esa forma no ha entendido nada; quien no
sepa explorar la
razón, al menos parcial, de los contrarios no entenderá a
Jesús. Lo
que Jesús quiere ofrecer es una interpretación nueva de la
historia y
realidad israelita. Es evidente que desea presentarse y se
presenta
como heredero de los profetas: se sitúa en la Iínea de los que han
sido
asesinados pero no desde fuera (por maldad de los
imperios
perversos), sino desde dentro, por un tipo de ofuscación de los
malos
israelitas. La división de la historia no pasa según eso por un
dentro
bueno (los judíos) y un fuera malo (los paganos). En el
microcosmos
de Israel se encuentran buenos y malos.
Al presentar las
causas de asesinato de los profetas, Jesús deja a
un lado todos los motivos
moralistas y se fija en una cosa: la propiedad
de los frutos. Los profetas
sólo quieren que los frutos sean de Dios (de
la gratuidad, del amor
universal). Asesinos, en cambio, son aquellos
que quieren los frutos para
si. Surge así al fondo el motivo de la
posesión. Ese es, evidentemente, un
motivo legal: por ley podemos
poseer, ser dueños de algo, tener seguridad.
Eso es lo que en el fondo
quieren las autoridades judías: poseer un campo
propio, traducir la
presencia (elección) de Dios en una forma de
dominio.
En contra de eso, el Dios de Jesús se presenta como signo de
la
gratuidad: ofrece a los judíos una viña para que la pongan al
servicio
de todos. Puede parecer un amo caprichoso: nos obliga a compartir
la
viña (casa) con los pródigos que nunca se han ocupado de
labrarla;
así nos quita aquello que antes nos ha dado, aquello que
nosotros
hemos trabajado y lo pone al servicio de los que no se lo merecen.
Lo
que ellos toman como capricho es para Jesús el signo de la
máxima
gratuidad: la ley de su viña está al servicio de un amor más
grande.
Gratuitamente han recibido la viña (la casa de Israel, sus
leyes);
gratuitamente deben darla a todos. Aquí está el fondo de la trama:
el
tema de la herencia, el deseo de la posesión (seguridad en lo
que
tengo) o el gesto de la vida interpretada como regla que se ofrece
a
los demás.
En plano de ley tienen razón los jefes de Israel: ellos
quieren
convertirse en dueños exclusivos de la vida, apoderándose de
la
herencia. Todo el problema se condensa, al fin, en esto:
¿cómo
asegurar la vida? ¿cómo adquirir seguridad? Ellos piensan que
no
existe otro camino que la ley, un orden que se encuentra avalado
y
consagrado por el mismo Dios. En nombre de ese Dios/ley tienen
que
matar al mismo «hijo» que, rompiendo la letra de esa ley, pide
la
herencia para todos y así la malgasta en actitud de gracia.
Estamos,
como podrá recordarse, en el lugar del hermano mayor de
Lc
15,11-32. El llamado hijo, que dice venir en la linea de los
profetas,
rompe la ley de la herencia: pide a los «propietarios» legales los
frutos
que ellos han conseguido con su esfuerzo, para dárselos a
cualquiera
(a los pródigos del mundo). No le avala fuerza alguna (ni
ejército, ni
normas judiciales). Viene impotente y, sin embargo, lo pide
todo.
Parece enviado del amo y, sin embargo, no tiene posesión alguna
para
demostrarlo.
Aquí está la paradoja máxima del texto. Por un
lado aparece la ley de
la posición, el derecho a convertirse en dueño de los
frutos de la tierra
que uno mismo ha trabajado: a fin de cuentas, parece
lógico que los
obreros sean dueños justos del salario producido; todo
tribunal
respetable estaría de su lado. Por otro lado vemos la llamada de
la
gratuidad que representa el hijo: quiere que los frutos de la vida
sean
para Dios, es decir, para todos, en gesto de pura gratuidad
universal.
En la Iínea de la posesión (arrendatarios) se acaba llegando
a la
violencia. El hijo no trae armas: no puede exigir nada,
simplemente
apela a la experiencia de la gracia y llama. No le apoyan leyes,
ni
cuenta con ejércitos. Parece que en el fondo se deja matar. Por
el
contrario, los que toman como meta de la vida la posesión
acaban
asesinando: ponen la herencia sobre la vida, colocan la seguridad
de
sus bienes (su sistema) por encima de los pobres. Es evidente
que
todos apelan a Dios, pero cada uno lo hace a su manera. El
que
cuenta la parábola, presentándola como expresión de su mensaje,
es
Jesús. Pero el protagonista principal es Dios. Por eso acaba el
texto
fundante preguntando: ¿qué hará el dueño de la viña? (12,9).
La
respuesta a esa cuestión definirá el sentido de la teodicea (de
la
defensa o justificación de lo divino):
Los viñadores apelan al
Dios de la ley para justificar su gesto. La
muerte del que dice ser el
«hijo» no es un asesinato, sino un acto de
justicia: hay que limpiar la viña
bien y así expulsar a los que pueden
poner en peligro sus normas, conforme a
los principios de la seguridad
nacional y religiosa del pueblo. Por eso
echan el cadáver fuera del
cercado que no la contamine. Pueden descansar
tranquilos: han hecho
un acto de justicia; Dios les defiende. Una vez más
han expulsado al
«chivo pecador» (cf. Lv 16); han mantenido la cohesión del
pueblo.
Jesús apela al Dios de gracia, más allá de la ley de los
viñadores.
Apela al Dios de la paternidad (como en Lc 15,11-32). Por encima
del
amo que actúa según ley (ley que acaba asesinando al inocente)
viene
a revelarse el padre del hijo querido (12,6). Esta es la
experiencia
central, nueva del gran texto. Ni el deseo de posesión
(adueñarse de la
herencia), ni la fuerza que acaba matando a los «asociales»
(el máximo
asocial es aquí el hijo) son signos de Dios. El verdadero Dios es
padre
y quiere que todos los hijos compartan la herencia, es gracia
poderosa
en la impotencia de su hijo asesinado.
Volvemos a estar en
el centro de una inmensa paradoja. Por una
parte Dios es gracia: por encima
de la ley viene a desvelarse como
aquel que quiere que la herencia sea de
todos. Pero, al mismo tiempo
implica una exigencia suma, pues pide a los
renteros que regalen
aquello que han conseguido con trabajo. Quizá más que
exigencia es
luz: les hace ver el riesgo en que se encuentran si es que
siguen
concibiendo la vida como posesión y violencia que conduce
al
asesinato.
Situada en esta perspectiva, la gracia de Jesús
resulta más exigente
que la ley de los renteros. La ley obliga hasta un
Iímite: lleva al lugar
de la equivalencia entre trabajo y salario, nos sitúa
en campo de talión;
por eso, en el fondo, ella puede (y debe) cumplirse.
Pasado ese Iímite,
no obliga: ella resguarda y protege, defiende y organiza
nuestra vida;
pero, al final de todo, se encuentra regulada por principios
de posesión
y de violencia (de asesinato). Por el contrario, la gracia no
conoce
límites: nos hace entender la vida como regalo: nos conduce al
interior
de un Dios que ya no es amo sino padre; nos lleva hasta el centro
de
un misterio donde, más allá de la ley, viene a expresarse la gracia
del
padre.
Entendida así, la parábola ha de ser reinterpretada desde
el final.
Comenzamos pareciendo renteros, criados de un Dios que nos
ha
dado la ley como signo de sometimiento; parecemos condenados
a
demostrar nuestra valía a base de trabajo, buscando seguridad en
lo
que tenemos (la herencia), sin otra salida que la lucha contra todos
los
posibles adversarios y especialmente contra aquellos que
pueden
competir por nuestra herencia. Pero al fin, a la luz del hijo
querido,
descubrimos que no estamos hechos para asalariados del dueño,
sino
para hijos de un padre. Descubrir esa filiación, convertirla en
principio
de existencia: esa es la tarea que Jesús ha realizado sobre el
mundo.
Recordemos que la parábola es palabra de aviso y advertencia.
Es
palabra en el tiempo: situada en un momento dado, para iluminar
a
unos y otros en el camino y compromiso de la vida. No
podemos
desarrollar aquí sus consecuencias, pues ello exigirla un análisis
más
hondo de los relatos evangélicos que siguen (muerte de Jesús
y
pascua). Sólo en forma de simple evocación, para concluir
nuestro
argumento, indicaremos algunos de los rasgos que se
encuentran
incluidos (o evocados) en el texto:
Jesús avisa a los
jefes del pueblo; les indica el riesgo en que se
ponen si le matan. Les
habla así, con gran dureza, porque quiere que
cambien: le gustaría iniciar
con ellos un camino de gratuidad, abierto al
don del Padre.
La
respuesta en plan talión (12,10) no es palabra de Jesús o, por lo
menos, no
puede ser su palabra definitiva. Dios no responde con
violencia a los
autores de violencia, no mata a los que matan a su Hijo.
Por todo el resto
del N. Testamento sabemos que Dios ha respondido
ofreciendo amor de nuevo
(gratuidad, perdón) a los mismos que han
matado al Cristo.
Pero esta
experiencia de gracia/perdón que transforma la muerte de
Jesús
(asesinato-cumbre de la historia: Mt 23,29-36), haciéndole
fuente de amor
sólo puede formularse y entenderse en perspectiva
pascual. Ese es
precisamente el misterio del amor cristiano: allí donde
la ley ha matado al
Cristo de la gracia, Dios se ha venido a revelar de
la manera más frecuente
como gracia. Y con esto desbordamos ya el
nivel de nuestro texto; para
desarrollarlo más extensamente
deberíamos analizar el sentido de 12,11
dentro del espacio de
experiencia y predicación cristiana primitiva
17.
4. Reflexión final
He tratado de estudiar del paso de la ley
israelita a la experiencia
cristiana de la gracia partiendo de tres textos
importantes de la
tradición sinóptica, atribuidos al mismo Jesús histórico.
El primero (Mt
5,43-48) era una especie de mensaje general que, al
conducirnos al
espacio donde viene a ser posible el amor al enemigo, situaba
así la
gracia del amor sobre todos los posibles mandados de la ley.
El
segundo (Lc 15,11-32) pedía al cumplidor de la ley (hermano
mayor)
que aceptara al pródigo en la casa, compartiendo con él el gozo
y
fiesta nueva de la vida; la palabra del amor al enemigo se volvía
así
principio de conducta muy concreta para los judíos; precisamente
ellos,
los privilegiados de la ley, debían superarla, en dimensión de
amor,
para construir un nuevo tipo de existencia sobre bases de perdón
y
gracia. El tercero (Mc 12,1-12) aparecía como conclusión
dramática:
por ofrecer amor al enemigo, por hacerse portador y garante de
la
herencia de gracia de los hombres, Jesús ha corrido el riesgo de
morir
ajusticiado.
J/MU/LOS-HH-JUSTOS: Ha matado a Jesús la justicia,
es decir, la
buena ley del mundo. Conforme a esa ley, por la seguridad
del
sistema, Jesús ha tenido que morir. No le liquidaron los ilegales,
los
injustos de la tierra, los perversos asesinos de la historia. Le
han
rechazado precisamente aquellos que eran justos conforme a
los
principios de la ley, es decir, los constructores del orden de
este
mundo (cf. Mc 12,10). Se puede decir que su muerte ha sido
dictada
por el tribunal más alto de justicia de este mundo (judíos y
romanos); le
ha condenado el Dios de la ley que ellos
representan.
Sólo cuando esto se ha entendido con la hondura y rigor con
que lo
entiende Pablo en Gal puede afirmarse que recibe todo su sentido
el
mensaje del amor gratuito de Dios que asume y supera la vieja ley
del
mundo (ley que se ha expresado del modo más perfecto a través
del
judaísmo). En esa encrucijada entre la ley violenta y al fin
impotente
(que mata a Jesús) y la gracia que le resucita, entre el Dios de
la
seguridad que esclaviza y el Padre de la gracia, han venido a
situarnos
nuestros textos. Ellos son palabra de amor: son, en el
fondo,
revelación del Dios de Jesucristo. Para entenderlos plenamente
hay
que pasar del mensaje y vida de Jesús a la experiencia de su
entrega:
muerte y pascua 18.
En el trajín de la gran ciudad: transmilenio, medios de comunicación que nos saturan, preocupaciones personales, la dura realidad que a menuda nos abruma, cabe esta pregunta: ¿hundo la cabeza en la arena como el avestruz para evadir? ¿qué hago?
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