Don Miguel de Unamuno y Jugo, ese vasco
universal y rector salmantino, escribió en 1930 una pequeña novela en la
que se retrató a sí mismo de cuerpo entero. Don Miguel vivió
crucificado entre las dudas que abrigaba su corazón y una fe que se
resistía a creer. En la introducción de esta obra, que lleva por título
el nombre y las dos cualidades más significativas de su protagonista,
San Manuel Bueno, Mártir, dice el mismo Unamuno: «tengo la sensación de
haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida».
La novela se desarrolla en un pueblo
legendario, Valverde de Lucerna, que vive hundido en el lago de
Sanabria, junto a San Martín de Castañeda, en la provincia de Zamora,
España. Allí vive y trabaja un cura que tiene fama de santo. Pero don
Manuel, el santo cura, por sobrenombre Bueno, abriga en su corazón una
tragedia de inmensas proporciones... No cree en la vida eterna. Cuando
reza el credo en la misa dominical, se siente como Moisés, que muere
poco antes de entrar en la tierra prometida, pues “al llegar a lo de
«creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable» la voz de Don
Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que
él se callaba (...). Era como si una caravana en marcha por el desierto,
desfallecido el caudillo al acercarse al término de su carrera, le
tomaran en hombros los suyos para meter su cuerpo sin vida en la tierra
de promisión”.
Junto a este creyente incrédulo, Unamuno
presenta a dos hermanos, Ángela y Lázaro, que ofrecen un contraste a la
tragedia del pobre cura; la primera, una firme creyente, que anima a su
párroco en la esperanza de la resurrección; y el segundo, un ateo
convencido, que se deja transformar por la fragilidad de la fe honesta y
titubeante de su pastor. De alguna manera, Unamuno se retrató a sí
mismo y retrató la verdad de todos nosotros, que caminamos a tientas por
este mundo, con una fe vacilante... Nadie, que de verdad se haya
arriesgado a creer, puede decir que alguna vez no lo han sorprendido las
dudas frente a las verdades que confiesa y por las que vive y muere. El
mismo Unamuno, muerto el 31 de diciembre de 1936, quiso que en su
sepultura se grabara este epitafio: «Méteme Padre eterno, en tu pecho,
misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar.
Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo».
El texto evangélico que se nos propone
este domingo está atravesado por estas mismas dudas que habitaron el
corazón de don Manuel Bueno, Mártir y de su autor, Miguel de Unamuno:
“Pero Jesús les dijo: –¿Por qué están asustados? ¿Por qué tienen estas
dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies. Soy yo mismo. Tóquenme y
vean: un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que tengo
yo. Al decirles esto, les enseñó las manos y los pies. Pero como ellos
no acababan de creerlo, a causa de la alegría y el asombro que sentían,
Jesús les preguntó: «¿tienen aquí algo que comer?» Le dieron un pedazo
de pan y pescado asado, y él lo aceptó y lo comió en su presencia”.
También los discípulos dudaron de la
resurrección de su maestro. Muchos de nosotros, aún hoy, seguimos
creyendo lo que no vimos y, a tientas, entre dudas y búsquedas
permanentes, seguimos gritándole a Dios “¡Creo, ayuda a mi poca fe” (Mc.
9,24).
Hermann
Rodríguez Osorio es sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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