“Todo está cumplido”
Un buen amigo sacerdote, Aurelio
Castañeda, tuvo la insólita idea de proponer en una homilía una especie
de referendo a favor o en contra de romper un florero... Sé que lo que
estoy diciendo suena raro. Pero les puedo asegurar que no sólo suena
raro, sino que fue una experiencia realmente extraña, más parecida al
realismo mágico que caracteriza la obra de Gabriel García Márquez, que a
una predicación novedosa de un sacerdote joven que estaba estrenando
sus ímpetus retóricos. En el barrio El Dorado, un barrio popular de
Bogotá, las homilías solían y suelen ser participadas. El sacerdote va
dialogando con el pueblo sobre las lecturas que se han escuchado y las
consecuencias que las enseñanzas de la Palabra de Dios traen para
nuestras vidas. Aquella vez se había leído un texto sobre el seguimiento
de Jesús que invita a tomar la propia cruz y llevarla tras sus huellas.
Cuando menos nos dimos cuenta, Aurelio
tomó las flores de uno de los sencillos floreros que adornaban el altar
mayor de la Iglesia y las dejó a un lado. Luego vació el agua en otro de
los floreros y se fue a parar en medio de la gente sosteniendo el
florero en lo alto y preguntando: ¿Podemos romper este florero? La gente
no entendió, como no entendimos los catequistas o colaboradores de la
parroquia de qué se trataba esta vez la homilía. Algo realmente extraño
fue pasando en ese recinto. Poco a poco, Aurelio fue explicando que Dios
había querido entregar a su Hijo para la salvación del mundo y que
quería que entendiéramos que se había tratado de algo real, concreto,
palpable. No sólo de una bella teoría, sino de un gesto de amor que
llegaba hasta el extremo. Y la forma como a él se le había ocurrido
expresar este hecho, era rompiendo delante de todos un florero, para que
viéramos qué significaba algo real, concreto y palpable. La muerte de
Jesús no fue una obra de teatro, una pantomima, no fue un show más o
menos dramático o melodramático. Fue algo real, efectivo, auténtico,
verídico. Y eso lo quería explicar con un ejemplo concreto, real y
efectivo.
Lo cierto fue que muchas personas
levantaron la mano para hablar. Algunos decían que ya habían entendido
con la explicación y que no hacía falta romper el florero. ¿Para qué?
Otros decían que como no había muchos floreros en la Iglesia y ésta era
una parroquia pobre, no se debían desperdiciar los bienes que se tenían.
Otros pedían que no sólo se rompiera ese florero, sino todos los
floreros de la Iglesia, de modo que la enseñanza y el ejemplo quedaran
más claros y más palpable para todos... Mejor dicho, fue todo un debate
de lo más interesante. Lo cierto fue que por fin, después del ir y venir
de los argumentos, Aurelio pidió que se pronunciaran con su voto los
que estaban a favor de romper el florero y los que estaban en contra...
El sondeo fue muy parejo; no recuerdo exactamente las cifras, pero era
algo como: 73 personas a favor de romper el florero y 65 en contra. Esta
situación no la esperaba Aurelio. La diferencia no era suficientemente
notoria y no parecía que hubiera acuerdo como para hacer una cosa o la
otra.
En ese momento de duda, que duró un
breve instante, una señora bastante mayor levantó la mano pidiendo la
palabra y dijo lo siguiente: “Si Dios Padre entregó a su Hijo para
nuestra salvación y para enseñarnos el camino que conduce a la vida
verdadera; si Jesús no se aferró a su condición divina sino que se
despojó de su rango para hacerse uno de nosotros y morir en una cruz...
¿cómo no vamos a romper un florero ordinario para significar la fuerza
real de su entrega? Seríamos muy tacaños y muy mezquinos si le negamos
ese pequeño sacrifico al Señor”. Este argumento desquilibró
completamente el empate técnico que había surgido de la votación lógica
que se había hecho momentos antes. Entonces, Aurelio, sin pensarlo dos
veces, e interpretando el sentir de toda la asamblea que no quería más
argumentos sino el paso a la acción, levantó el florero en lo alto con
sus brazos de orangután, y lo estrelló contra el piso con tal fuerza que
los pedazos quedaron repartidos por todos los rincones del templo. El
pueblo aclamó el gesto con un aplauso entusiasta que duró largo rato.
Había quedado patente la enseñanza de aquel día. No se dijo más. Y yo no
diría más. “Todo está cumplido”.
Hermann
Rodríguez Osorio es sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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