“¡Dichosos los que creen si haber visto!”
Hace algunos días Seve, comentó en
nuestra comunidad que Oscar Urriago, su profesor en el Seminario de
Planificación pastoral de la Casa de la Juventud, había hecho un halago
de uno de nuestros compañeros. Cuando comentó que vivía en la misma
comunidad con Gonzalo Castro, Oscar dijo: «¡Ese es el jesuita más
coherente que yo conozco!» A lo que Seve respondió: «¡Y yo, que vivo con
él, ni me había dado cuenta!»
Este hecho me trajo a la memoria aquella
historia del abad de un célebre monasterio que fue a consultar a un
famoso guru en las montañas del Himalaya. El abad le contó al guru que
en otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo
occidental; sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su
iglesia resonaba el armonioso canto de los monjes. Pero habían llegado
malos tiempo: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su
espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia
se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían
triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo que el abad quería saber
era lo siguiente: «¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio
se vea en esta situación?»
«Sí», respondió el guru, «un pecado de
ignorancia». «¿Y qué pecado es ése?» Preguntó el abad. «Uno de ustedes
es el Mesías disfrazado, y ustedes no lo saben». Y, dicho esto, el guru
cerró los ojos y volvió a su meditación. Durante el penoso viaje de
regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se debocaba al
pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y
había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él
capaz de reconocerlo? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero?
¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el
hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados
defectos... Pero resulta que el guru había hablado de un Mesías
«disfrazado». ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien
mirado, todos en el monasterio tenían defectos, y uno de ellos tenía que
ser el Mesías.
Cuando llegó al monasterio reunió a los
monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban
incrédulos unos a otros: ¿El Mesías... aquí? ¡Increíble! Claro que, si
estaba disfrazado... entonces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿o
Mengano, o...? Una cosa era cierta: Si el Mesías estaba allí disfrazado,
no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a
tratarse con respeto y consideración. «Nunca se sabe», pensaba cada
cual para sí cuando trataba con otro monje, «tal vez sea éste... ». El
resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo
desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo
ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el
jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.
Eso fue lo que le pasó a Tomás. Quería
ver «en sus manos las heridas de los clavos» y meter su mano en su
costado para poder creer. Jesús resucitado se hace presente entre
nosotros de una forma tan cotidiana, que corremos el riesgo de no
reconocer su presencia y pasar de largo junto a él. La Pascua es un
tiempo propicio para reconocer en aquellas personas con quienes vivimos,
la presencia resucitada del Señor.
Hermann
Rodríguez Osorio es sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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