“Ha resucitado, no está aquí”
San Ignacio de Loyola, en el número 299
de los Ejercicios Espirituales, afirma que la primera aparición del
Señor resucitado fue a María, su madre: “Primero: apareció a la Virgen
María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho,
en decir que apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que
tenemos entendimiento, como está escrito: (¿También vosotros estáis sin
entendimiento?)”. Inspirados en este texto, imaginemos cómo pudo ser
esta aparición…
El primer día de la semana, María
amaneció en casa de José de Arimatea. Todos los discípulos del Señor y
él mismo se quedaban allí cuando subían a Jerusalén. Todo era desorden
cuando venían a la fiesta de la Pascua; nadie hacía ningún trabajo el
día sábado, a no ser María que no dejaba de recoger túnicas y mantos y
de asear un poco la casa para que se pudiera caminar de un lugar a otro.
Esa mañana María se levantó muy temprano; todavía tenía su corazón
oprimido y sus ojos le ardían de tanto llorar. Había pasado todo el
sábado orando al Altísimo por su hijo.
María se levantó muy temprano, cuando
todavía estaba oscuro, fue a la cocina atravesando el salón que estaba
invadido por los apóstoles; todos dormían y se escuchaba una hermosa
sinfonía de ronquidos que dirigía Pedro, el más ruidoso. Comenzó a
encender el fuego con algunos palos secos que había guardado desde el
viernes anterior; quería tenerles algo caliente para cuando todos se
levantaran. Cuando comenzó a amasar un poco de harina para preparar el
pan, se acordó de Jesús a quien le gustaba comerse la masa sin cocinar;
lo aprendió de José y decía que la levadura era mejor que creciera
dentro de uno y no dentro del horno. En ese momento alguien golpeó a la
puerta; era Jeremías, el pastorcito, que traía un poco de leche que
mandaba su papá. María recibió la leche y el pequeño Jeremías comenzó a
ayudarle a amasar la harina, con la esperanza de poder comer un poco de
pan tan pronto estuviera listo; en ese momento llegó la Magdalena para
convidar a María a ir al sepulcro a embalsamar al Señor. María le dijo:
«Ve tu adelante; apenas acabe de preparar el pan para estos muchachos y
les deje algo caliente para el desayuno, te sigo». La Magdalena se fue
apresuradamente.
Tan pronto estuvo el primer pan, el
pequeño Jeremías lo tomó y, quemándose las manos, le dio un beso a María
y salió corriendo lleno de gozo. María sintió que su corazón le ardía y
volteando la mirada hacia la cocina vio a Jesús comiéndose la masa sin
cocinar. Tuvo miedo y dudó un momento, pero Jesús le dijo: «No te
disgustes porque me como el pan sin cocinar; tu sabes que fue una
costumbre que me dejó papá». En ese momento María se abalanzó sobre
Jesús para abrazarlo. Jesús la besó en la frente y le dijo: «Cuida a
éstos, mis hermanos; sé para todos ellos lo que fuiste para mi; sé para
ellos su madre siempre». Entonces María dijo: «Alabo al Señor con toda
mi alma y canto sus maravillas. (...) Porque el pobre no será olvidado
ni quedará frustrada la confianza de los humildes» (Salmo 9). Después,
Jesús se quedó mirándola con cariño y le dijo: Anímalos y cuida de
ellos; recuérdales mis palabras: «Cuando una mujer va a dar a luz, se
aflige porque le llega la hora del dolor. Pero cuando nace la criatura,
no se acuerda del dolor por su alegría de que un hijo llegó al mundo.
Así también ustedes ahora sienten pena, pero cuando los vuelva a ver, su
corazón se llenará de alegría y nadie podrá quitarles esa alegría» (Jn.
16, 21-22). Y diciendo esto, Jesús desapareció.
María quedó llena de gozo, pero no se
atrevió a despertar a los apóstoles por miedo a que no le creyeran. Ella
siguió su oficio, cuando llegó la Magdalena gritando que el cuerpo del
Señor había sido robado; con ella llegaron otras mujeres afirmando lo
mismo. Los apóstoles se despertaron asustados y salieron corriendo a
mirar lo que decían las mujeres; «todo lo encontraron como ellas habían
dicho, pero al Señor, no lo vieron» (Lc. 24, 24b). Volvieron a la casa y
discutían entre ellos, mientras María les servía; ella guardaba todo en
su corazón, los animaba a mantener la esperanza, les recordaba las
palabras de Jesús y los servía con el cariño de una madre.
Hermann
Rodríguez Osorio es sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad
de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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