En
aquel tiempo, Jesús decía a la gente: “El Reino de Dios es como un
hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o
de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el
fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo
abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le
mete la hoz, porque ha llegado la siega”.
Decía también: “¿Con qué
compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como
un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña
que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez
sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas
tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra”. Y les anunciaba
la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no
les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba
todo en privado (Marcos 4, 26-34).
Jesús proclamó desde el inicio de su
predicación la llegada del Reino de Dios, y también decía que éste podía
estar dentro de cada persona que acoge su buena noticia con sencillez
de corazón. Y para explicarnos cómo llega a nosotros su Reino, es decir,
de qué modo actúa Dios con el poder de su amor en nuestra existencia
personal y en la historia humana, nos presenta sus parábolas, muchas de
las cuales, como las que contiene el Evangelio de hoy, empiezan con una
frase sugestiva: “El Reino de Dios se parece a…”. Veamos cómo
podemos aplicar a nuestra vida lo que nos enseña Jesús en las dos
parábolas del Evangelio de hoy (Marcos 4, 26-34), y tengamos también en
cuenta para nuestra reflexión las otras lecturas bíblicas de este
domingo (Ezequiel 27, 22-24; 2 Corintios 5, 6-10).
1. Como un hombre que echa el grano en la tierra
En esta primera parábola, el Reino de Dios
es Dios mismo que siembra y deja que la semilla se desarrolle. La
primera lectura, tomada del libro del profeta Ezequiel, del Antiguo
Testamento, nos presenta precisamente a Dios como un sembrador: “Así dice el Señor: Yo también tomaré un renuevo de lo más alto de la copa del cedro… y lo plantaré en un monte alto y eminente…; extenderá
sus ramas y dará fruto, y llegará a ser un cedro majestuoso. Debajo de
él anidarán toda clase de aves, a la sombra de sus ramas…”
Seguramente Jesús estaba evocando esta
profecía, referida originariamente a la acción de Dios en favor del
pueblo de Israel, cuando les decía a sus discípulos que el Reino de Dios
es como un hombre que siembra, y este mismo fue el sentido de otra de
sus parábolas que aparecen en los Evangelios, la del sembrador que va
esparciendo las semillas que caen unas en tierra mala y otras en tierra
buena. Ahora nuestro Señor aplica el anuncio profético no sólo a aquél
pueblo, sino a toda la humanidad, pues su Buena Noticia acerca de la
llegada del Reino de Dios es un mensaje universal.
Lo que Jesús nos quiere mostrar ante
todo es la paciencia infinita de Dios. Él ha sembrado en nosotros la
semilla con su Palabra encarnada, que es Jesús mismo, nos comunica su
Espíritu y nos invita a seguir sus enseñanzas para que nuestra vida se
desarrolle espiritualmente y produzca frutos. Sin embargo, Él mismo sabe
que este desarrollo tiene su tiempo, y por eso espera pacientemente
hasta que llegue el momento de la cosecha.
2. Como la tierra que da su fruto por sí misma
Dios es el sembrador, pero no pretende hacerlo todo. Él deja que la tierra realice su labor dando fruto “por sí misma”.
De esta forma lo que Jesús nos está enseñando es que la gracia de Dios
no excluye la acción del ser humano, que es precisamente a lo que Jesús
se refiere en la segunda parte de la primera parábola.
Él espera que nosotros correspondamos a
sus cuidados esforzándonos por cumplir su voluntad, que es voluntad de
amor, porque el Reino de Dios es el poder del Amor que es Él mismo. En
consecuencia, el desarrollo del plan salvador de Dios para cada uno y
cada una de nosotros implica la colaboración de nuestra parte. Dios
realiza lo que le corresponde y está siempre dispuesto a ayudarnos, pero
deja en nosotros respetuosamente la responsabilidad de esforzarnos por
crecer espiritualmente y dar fruto.
3. Como la semilla más pequeña
La otra de las parábola que nos trae el
Evangelio de hoy tiene en común con la anterior la invitación a la
paciencia, y por lo mismo a la esperanza en un Dios que sabe esperar a
que lo comenzado en una semilla tan pequeña como el grano de mostaza,
termine en el árbol grande y frondoso en cuyas ramas y a cuya sombra
puedan anidar las aves.
El Reino de Dios, en efecto, comienza
por lo pequeño por lo sencillo, y va creciendo gracias a la acción
continua y pacientemente transformadora de su Espíritu Santo. En este
sentido, la parábola del grano de mostaza consiste en una invitación a
no desanimarnos a pesar de la sensación de la lentitud con que parece
obrar Dios mismo en medio de un mundo que le rinde culto a la eficiencia
instantánea y mágica del éxito fácil y sin esfuerzo. Esta mentalidad
nos impulsa a querer los resultados inmediatos. Pero, así como un árbol
necesita tiempo para crecer y desarrollarse, así también el desarrollo
de nuestra vida en el Espíritu no puede darse en plenitud de la noche a
la mañana. Necesitamos tiempo para crecer en el amor, para que la acción
del Espíritu Santo nos vaya transformando y vaya produciendo en
nosotros los frutos esperados. Dios es paciente con nosotros. Por eso
también nosotros debemos ser pacientes unos con otros y, con la ayuda de
Dios, permitirles a los demás el tiempo necesario para crecer.
Concluyamos esta reflexión citando a
una de las mujeres más importantes del santoral de la Iglesia: Teresa de
Ávila, también conocida como Teresa de Jesús (1515-1582), uno de cuyos
escritos poéticos más bellos nos invita a reconocer y vivir la virtud de
la paciencia:
Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda;
la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: Sólo Dios basta…
Confianza y fe viva mantenga el alma, que quien cree y espera todo lo alcanza.-
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