jueves, 16 de junio de 2011

Benedicto XVI: La oración de Elías y el fuego de Dios


Benedicto XVI: La oración de Elías y el fuego de Dios
 
Hoy en la Audiencia General
 
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 15 de junio de 2011 (ZENIT.org).-
Ofrecemos a continuación la catequesis que el Papa Benedicto XVI
pronunció hoy durante la audiencia general celebrada en la Plaza de
San Pedro.
 
 
* * * * *
 
 
Queridos hermanos y hermanas,
 
 
en la historia religiosa del antiguo Israel, tuvieron gran relevancia
los profetas con sus enseñanzas y su predicación. Entre ellos surge la
figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la
conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y de
acuerdo con este nombre se desarrolla toda su vida, consagrada
totalmente a provocar en el pueblo el reconocimiento del Señor como
único Dios. De Elías el Eclesiástico dice”Después surgió como un
fuego el profeta Elías, su palabra quemaba como una antorcha”
(Eclo 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia
Dios. En su ministerio, Elías reza: invoca al Señor para que devuelva
a la vida al hijo de una viuda que le había hospedado (cfr 1Re
17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por
el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cfr 1Re 19,1-4),
pero se sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra todo su poder
de intercesor, cuando ante todo Is
 rael, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del
pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de
los Reyes, en el que hoy nos detendremos.
 
 
Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo,
en tiempos del rey Ajab, en un momento en el que Israel se había
creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo
adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el
don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar
fertilidad a los campos y vida a los hombres y a las bestias. Aún
pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo
buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del
que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de
sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la
continua tentación del creyente, figurándose poder &;servir a dos
señores; (cfr Mt 6,24; Lc 16,13), y de facilitar los caminos
inescrutables de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también
en un dios impotente hecho por hombres.
 
 
Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud,
Elías hace reunir al pueblo de Israel en el monte Carmelo y le pone
ante la necesidad de hacer una elección: “Si el Señor es Dios,
seguidle; si es Baal, seguidle a él”(1Re 18, 21). Y el profeta,
portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección,
sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él
como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el
verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá
la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los
seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios
de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no
puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cfr Jr 10,5). Y comienza
también la confrontación entre dos formas completamente distintas de
dirigirse a Dios y de rezar.
 
 
Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan, saltan,
entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el
cuerpo, “con espadas y lanzas, hasta estar cubiertos de
sangre”(1Re 18,28). Hacen recurso a sí mismos para interpelar a
su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su
respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: éste está
pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se
puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a
partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del
ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una
relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio
egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a
la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí
misma. Y el engaño es tal que, adorando al ídolo, el hombre se ve
obligado a acciones extremas, en el tentativo il
 usorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de
Baal llegan hasta hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en
un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo
de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente
de muerte.
 
 
Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que
se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo
del desafío dirigido por él a los profetas de Baal era el de volver a
llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los
ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, convirtiéndose en
partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo.
Después el profeta erige un altar, utilizando, como recita el texto,
“doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien
el Señor había dirigido su palabra, diciéndole: Te llamarás
Israel” (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la
memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de
salvación de que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías
tiene una repercusión decisiva; el altar es el lugar sagrado que
indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen
representan al pueblo, que ahora, por mediac
 ión del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte
en altar, lugar de ofrenda y de sacrificio.
 
 
Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel
reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su propia identidad
de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y
esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven
también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela
en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado
y en fe: “¡Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy
se sepa que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por
orden tuya hice todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para
que este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el
que les ha cambiado el corazón” (vv. 36-37; cfr Gen 32, 36-37).
Elías se dirige al Señor llamándole Dios de los Padres, haciendo así
memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección
y de alianza que unió indisolublemente al Señor y a su pueblo. La
implicación de Dios
 en la historia de los hombres es tal, que su Nombre está ya
inseparablemente unido al de los Patriarcas, y el profeta pronuncia
ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero
también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a
encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías parece
de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual,
“Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, utiliza un
apelativo menos común: “Dios de Abraham, de Isaac y de
Israel”. La sustitución del nombre “Jacob” con
“Israel” evoca la lucha de Jacob en el vado del Yaboq, con
el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita
(cfr Gen 32,31) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta
sustitución adquiere un significado más dentro de la invocación de
Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que
se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que
 indicaba el reino del Sur. Y ahora, este pueblo, que parece haber
olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el
Señor, se siente llamar por su nombre mientras se pronuncia el Nombre
de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: “Señor, Dios
[…] de Israel, que se sepa hoy que tu eres Dios en
Israel”.
 
 
El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el
profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que Él
intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la
idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el
pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quien es verdaderamente su
Dios, y haga la elección decisiva de seguirle sólo a Él, el verdadero
Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y
Trascendente, sin la posibilidad de ponerle junto a otros dioses, que
Le negarían como absoluto, relativizándole. Esta es la fe que hace de
Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el bien conocido
texto del Shema‘ Israel: “ Escucha, Israel: el Señor,
nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt6,4-5). Al
absoluto de Dios, el creyente debe responder con un amor absoluto,
total, que comprometa toda su vida, sus
 fuerzas, su corazón. Y es precisamente para el corazón de su pueblo
que el profeta con su oración está implorando conversión: “que
este pueblo reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que eres tú el que
les ha cambiado el corazón” (1Re 18,37). Elías, con su
intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse
en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida
que perdona, convierte, transforma.
 
 
Y esto es lo que sucede: “cayó el fuego del Señor: Abrasó el
holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la
zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y
dijo: '¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!'” (vv. 38-39). El
fuego este elemento a la vez necesario y terrible, ligado a las
manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve
para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a
su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las
invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma
irrevocable, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda
el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede
tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su
debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora, Baal, el ídolo
vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha encontrado el
camino de la verdad y se ha reencon
 trado a sí mismo.
 
 
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia
del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en
cuestión la prioridad del primer mandamiento; adorar sólo a Dios.
Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías,
como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y
como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al
hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; le esclavizan. Segundo,
el objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios
que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios, y
así, de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto.
Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es
profética, si – dicen – es sombra del futuro, del futuro
Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí
vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la
cruz, hasta el don total de sí. La verda
 dera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los
hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración
de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el
fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero
precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser,
recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego
del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y
en verdad. Gracias.
 
 
[En español dijo]
 
 
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular
a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países
Latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor que nos haga capaces
de ser auténticos mediadores ante nuestros hermanos, y así indicar el
camino de la fe del único Dios, que quiere revelarse a todos los
hombres para convertirlos y llevarlos a la salvación.
 
 
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

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