viernes, 10 de junio de 2011

Viernes 10 de Junio

"Era claro y alto, como el monte Fuji", comentaba hace algunos años en Tokio desde su enigmática sonrisa japonesa uno de los ex novicios de Pedro Arrupe de los trágicos tiempos de Hiroshima. Evocar el Fujiyama o monte sagrado, que recorta su cima nevada en el horizonte nipón, es tanto como señalar el símbolo más sublime para un japonés.
Después de su muerte, ocurrida el 5 de febrero de 1991, tras casi diez años de postración a causa de la trombosis que le sobreviniera en 1981, en su desnudo cuarto de enfermería a dos pasos del Vaticano, su figura ha crecido aún más. Es obligado situarla entre las más destacadas de la historia contemporánea de la Iglesia y, sin duda, como la de un auténtico profeta y testigo cualificado del siglo XX.

La vida de Arrupe, que se extinguió suavemente como una pavesa en la curia de la Compañía de Jesús en Roma, ha sido un puente de creatividad y evangélica osadía entre Oriente y Occidente, entre la Iglesia del Concilio y el posconcilio. Este singular jesuita nació a la experiencia de una energía transformadora mientras deambulaba entre las cenizas y los cascotes de la fatídica primera bomba atómica, cuando convirtió su noviciado en repentizado hospital para cientos de fantasmas ambulantes, supervivientes que llevaban en sus rostros el horror de un infierno creado por el hombre.
Arrupe moría en silencio mientras el mundo contemplaba con ojos desorbitados el estallido y la insania de otra guerra, que afortunadamente no llegó a conflagración mundial, la Guerra del Golfo, pero que puso de manifiesto una vez más el pervertido uso del progreso, el desarrollo y la energía para matar.

En un mundo de odio y destrucción la figura sonriente, optimista y constructiva de este vasco universal contribuyó a poner los cimientos de la actual inquietud por la justicia, la paz y la fraternidad.

INFANCIA Y FORMACIÓN DE UN CIUDADANO DEL MUNDO

Aquel muchacho nacido en el Bilbao siderúrgico de 1907, hijo de un arquitecto fundador de "La Gaceta del Norte", alumno de Medicina en Madrid del profesor Negrín, que se enfadó de que su brillante alumno se hiciera jesuita, viviría todas la convulsiones de su tiempo. Desde el destierro de España, por la expulsión de la orden ignaciana, hasta el apocalipsis de Hiroshima, pasando por la cárcel en Japón cuando fue acusado de "espía", la experiencia de la injusticia y la vanguardia de la inculturación.
Una profunda impresión de experiencia de niño se le quedaría grabada para siempre: el día de la muerte de su padre, que repetía una vez más la vivencia de abandono que le asoló el alma, cuando a los diez años perdió a su madre. Por la ventana del cuarto entraba la vida desde las calles del Bilbao de 1900 en las que se preparaban las tribunas para la procesión del Sagrado Corazón. Con una vela en la mano, Peru (Pedrito, en vascuence) había seguido a su corpulento padre en el desfile procesional todos los años.
El golpe afectivo de estas carencias familiares fue sublimado por el muchacho, transformándolo en amor apasionado a las figuras de Jesucristo y María.
Esta situación anímica cristaliza en su vocación sentida especialmente en contacto con dos milagros, que presencia e investiga desde sus conocimientos de medicina en Lourdes, y en contacto con la injusticia en los suburbios de Madrid. Tal sensibilidad hacia la marginación será también una constante de su vida a partir de estas primeras experiencias juveniles.
La vocación a la Compañía de Jesús del excelente alumno del profesor Negrín -se enfadó el socialista de que su brillante pupilo se metiera a jesuita- se encarnaba en un soporte humano completísimo: inteligente, optimista, sensible y sobrio al mismo tiempo, abierto y profundo.


Ya de jesuita y, después de dejar en el noviciado de Loyola una imagen imborrable de sí mismo, en Oña (Burgos), mientras estudiaba filosofía tuvo una experiencia mística, según me confió ya enfermo en Roma: "Escuché una voz que me decía: Tú serás el primero; y sentí una luz interior por la que lo vi todo claro". Desterrado de España, con la expulsión de los jesuitas en la Segunda República, Pedro daría otro paso que preparaba ya al futuro general de la Compañía: dejaba sus raíces para pasar a ser un hombre universal. Su formación filosófica, teológica y en bioética en Marneffe, Valkengurg y Cleveland (EE.UU.) catapulta a este bilbaíno de origen burgués al universalismo sin fronteras de ciudadano del mundo que caracterizará toda su vida. Cuantos lo conocieron sabían que, sin renegar de sus raíces y con amor a su tierra, era contrario al patrioterismo o a privilegiar a los españoles, lo que le costó críticas en Japón y le movió a postergar sus visitas a España, una vez elegido prepósito general.
Tras su Tercera Probación (último año dedicado por los jesuitas a la espiritualidad después de los estudios) en Estados Unidos y su importante experiencia pastoral con el dolor humano en cárceles de máxima seguridad de aquél país, realiza el sueño de su vida. "Lloré como un niño -me contaba- cuando desde la cubierta del barco que me conducía al Japón divisé el puerto de Yokohama".

JAPON: LA INCULTURACION Y EL ESTALLIDO DE LA LIBERTAD
Japón. Los brazos dolorosamente levantados al cielo para alzar la eucaristía en el monte Fuji, la pobreza de un país que no había despertado aún a su milagro económico, la inculturación -término que acuñó Arrupe para definir la asunción misionera de las culturas- en los caminos del Zen, su inmersión en la lengua japonesa para traduce a san Ignacio, san Francisco Javier y san Juan de la Cruz, son sólo algunos de los rasgos de aquel misionero, que lo mismo organizaba un concierto que una exposición o una exótica procesión occidental por las calles de Yamaguchi.
Fue en esta ciudad, de la que fuera párroco, donde vivió el tercer gran momento místico de su vida. Acusado de "espía internacional", juzgado y absuelto, sus 33 días de cárcel entre cuatro paredes desnudas, sin un mueble, e interminables interrogatorios, le identificaron con el Cristo conducido a los tribunales. "Fue precioso", repetía con los ojos llenos de lágrimas, recordando aquella nochebuena vacía en que, en medio de la oscuridad, escuchó un lejano villancico en japonés. Eran sus cristianos que le cantaban suavemente desde la calle para mostrarle su solidaridad.

Pero sin duda el día que puede calificarse de histórico durante su estancia en Japón y en toda su vida fue el 6 de agosto de 1945, en Hiroshima, donde era maestro de novicios. La bomba atómica marca el ecuador del itinerario espiritual de Pedro Arrupe. Aquel instante eterno en la capilla, frente al reloj parado por la explosión, desata en su interior otro estallido de amor.
Desde su radical optimismo de hombre enamorado, Pedro transforma la fuerza destructora, que acabó con 200.000 japoneses, en energía para la creatividad.
El primer paso sería convertir su noviciado en improvisado hospital, donde, menos uno, todos su enfermos se salvaron gracias a su iniciativa de autocurarlos mediante la sobrealimentación. Arrupe quedaría marcado, para bien, por la bomba, que estallaría en su increíble libertad espiritual y en su osadía evangélica a través de toda su vida.
A mi entender, y después de haber trabajado más de cinco años en su biografía, creo que Arrupe experimentó en Japón lo que lenguaje oriental se denomina la "iluminación". Una y mil veces repetía: "Lo vi todo claro. Lo veo todo claro. Siempre fui feliz". No en vano, desde muy joven, se levantaba antes del alba para hacer prolongadas horas de meditación en postura oriental. Aquella intensa vida espiritual comenzaba a dar sus frutos.
El maestro se volcó en sus novicios. Se alojaba en el peor cuarto de la casa en lúgubre torreón; limpiaba los zapatos a los jóvenes jesuitas, y luchaba denodadamente para entrar en la compleja psicología de los japoneses.
Uno de los últimos testimonios recibidos de aquel tiempo, es el de Manuel García Casado, SJ , que lo define "siempre con la sonrisa a flor de labios y el corazón dispuesto a agradar y ayudar a los demás". De su mirada penetrarte habla este jesuita que fue Ayudante del Maestro de novicios Arrupe, cuando lo reencuentra en Roma.
"Pronto noté que seguía mirando las cosas con los ojos suaves de siempre. Unos ojos como de quien, habiéndolos tenido largo tiempo fijos en algo absorbente, los retira unos momentos con gozo para saludar a un amigo. Unos ojos, imagino yo, como lo que tendría Jesús, si algún día, abriendo de pronto la puerta del sagrario, asomara su sagrada faz en forma humana, para mirar sonriente a un corazón amigo..."

Ya de primer provincial de la viceprovincia de Japón, con la internacionalización de esta misión jesuítica, tuvo ocasión de vivir como en un tubo de ensayo, lo que el futuro le depararía de una forma más exigente como superior general. El contacto con los jesuitas de variadas procedencias y tres vueltas al mundo como conferenciante, para recabar fondos con destino a la depauperada misión, le abrirán aún más a los grandes problemas de su momento histórico. No faltó en esta época tampoco el tiempo de la prueba, con el visitador que le envió Roma para revisar sus procedimientos, sobre todo económicos. Nadie le notó este sufrimiento, que luego exorcizó con humor, cuando el visitador tuvo que presentar el informe al nuevo general: el propio padre Arrupe.

LA NOCHE OSCURA DE UN GENERAL
Todos estos cimientos darían su gran fruto en la persona del general Pedro Arrupe. Arrupe no es solo la figura del posconcilio que lanza a los jesuitas a la aventura de comprometerse a luchar contra la injusticia en las fronteras del Tercer Mundo. "Don Pedro", como le llamaban cariñosamente sus súbditos, cambió el "ordeno y mando" de la férrea orden ignaciana por una sonrisa de amor evangélico, y la ascética cerrada en sí misma en un impulso positivo de servicio, definiendo a los jesuitas como "hombres para los demás". Efectivamente, cuando Arrupe llega a Roma, en 1965, en pleno Concilio, ya era un hombre del Concilio antes del Concilio. Impresiona leer hoy las primeras declaraciones de aquel general que defendía a Teilhard de Chardin, aseguraba que todo ser humano, "hasta un criminal" lleva dentro de sí el "elemento cristiano" y se metía en el bolsillo a súbditos, superiores de otras órdenes religiosas, periodistas y cámaras de televisión. El carácter simpático y el magnetismo de su personalidad perecían abrirle todas las puertas.
En aquellos años creativos de una Iglesia que se despertaba de un largo letargo, Arrupe parecía correr aún más deprisa que la Historia, con sus intuiciones de futuro sobre la iglesia de América Latina, contra el racismo en los Estados Unidos, y sus ideas sobre los "colegios de ricos". Se reunía con los curas obreros; les decía las cosas claras a Franco y Streosner; entraba en la cárcel a visitar a Daniel Berrigan, el jesuita que quemara los archivos del Vietnam, y participaba lúcidamente en los grandes acontecimientos eclesiales.

Sus viajes, para conocer la Compañía, acercaron su figura entrañable y sencilla a cada jesuita, que se sentía "personalmente atendido". Era el estallido de lo universal, de una iglesia inculturada, de su aire abierto y dialogante.
Lejos de huir y arredrarse en tiempos de crisis, apretaba el acelerador buscando nuevos horizontes en los convulsos años 60 y 70. Cuando los catastrofistas se asustaban por las deserciones y la crisis vocacional, Arrupe decía sonriendo: "El último que apague la luz"; y cuando un jesuita "colgaba los hábitos" exclamaba: "Ahora tenemos que quererle más". No era un loco, era, hasta por su parecido físico, un nuevo Ignacio de Loyola quien, en su tiempo, se atrevía a decir que "si la Compañía se disolviera como sal en el agua le bastaría un cuarto de hora de oración para reencontrar la paz".
Pero este talante, su nueva concepción de la obediencia, su estilo amistoso de gobernar, acabarían por costarle caros. Sufrió la incomprensión y hasta la traición dentro de sus filas. Se le acusó de que "un vasco fundó la Compañía de Jesús y otro se la estaba cargando".

Tuvo que enfrentarse con un riesgo de escisión por parte de los de la "estricta observancia". Y finalmente recibió una admonición de Pablo VI durante la Congregación General, que se replanteó la supresión de los "grados" o categorías de jesuitas y decidió optar por la justicia, el Papa que le quería "como un abuelo" y conservaba en su devocionario las oraciones compuestas por él, le reprendió severamente.
Finalmente su gran noche oscura sobrevendrá en tiempos de Juan Pablo II, que se resiste a recibir al general de los jesuitas. Solo dos veces, durante diez minutos, pudo Arrupe conversar con él. Y, cuando lo consigue y le presenta su dimisión por no sentirse con la confianza de la Santa Sede, el Papa se la niega. Tenía en mente otros planes de reforma sobre la Compañía.
Se diría que el Papa blanco y el vulgarmente llamado "papa negro" hablaban entonces dos lenguajes diferentes. Arrupe obedecía sonriendo y animando a sus compañeros. Pero algo se rompía dentro de él en una secreta y terrible noche oscura. Al regreso de un viaje a Extremo Oriente, el 7 de agosto de 1981, cae gravemente enfermo, víctima de una trombosis cerebral. En octubre otro golpe más duro de la Santa Sede cae sobre el ya debilitado padre Arrupe. El cardenal Casaroli le deja llorando en su cuarto de enfermería con una carta por la que el Papa interrumpía el proceso constitucional de la Compañía, destituía al vicario designado por Arrupe, padre Vicent T. O'Keefe, y nombraba a dedo, como delegado suyo en la Orden a un octogenario jesuita, confesor de dos papas considerado como la antítesis ideológica del general, Paolo Dezza, hoy premiado con el cardenalato; y como su coadjutor a Gisseppe Pittau.
Arrupe inclinó la cabeza, y anonadado, obedeció una vez más. Cuando le visité en Roma para tomar datos para mi biografía, Arrupe, rosario en mano, parecía un Cristo de Mantegna, pálido y transparente, perdido entre las sábanas blancas, sonriendo aún desde sus torpes labios hemipléjicos, besando la mano de los que intentaban besársela a él, sin abandonar nunca ese gesto con el que parecía pedir perdón casi por ser.


Entonces, con su media palabra de enfermo el hombre que había hablado siete lenguas y había sido recibido por los más importantes personajes de aquel tiempo, me abrió balbuciente su corazón, un corazón partido entre su obediencia y su noche oscura, entre la incomprensión y la claridad interior. "No lo entiendo, No lo comprendo - decía-, el Papa conmigo habló poquísmo. Yo nunca intenté forzar ninguna voluntad. Siempre dialogué con todos. Yo estaba interiormete convencido. Veía claro. Era maravilloso. Una experiencia de Dios. Ahora estoy roto. No sirvo para nada. Pobre hombre. En manos de Dios".
Después que la Compañía volvió a sus cauces habituales y una vez elegido el nuevo general, Peter Hans Kolvenbcah, Arrupe viviría sin vivir todavía ocho años más de silencio en su pequeño cuarto de enfermería, por el que pasarían a visitar le desde el propio Papa, que fue a verle tres veces, hasta gentes innominadas de todo el mundo que se honraba con su amistad, pasando por la Madre Teresa, el cardenal Pironio, Roger de Taizé, y un grupo de protestantes que encendían una vela y entonaban himnos en su presencia.

GLORIA
Arrupe no solo fue un hombre santo de nuestro tiempo. Fue el pionero de la inculturación en la Iglesia, el líder de la adaptación de la vida religiosa después del Concilio, un puente cultural entre Oriente y Occidente, el padre espiritual de los veinte mártires jesuitas en países del Tercer Mundo, un adelantado del diálogo con el mundo y las ideologías, un amigo de los refugiados y drogadictos y, sobre todo, un enamorado de la figura de Jesús de Nazaret, que conjugó en su vida fidelidad y profecía. Detrás de su ingente actividad, que no cabe en muchas páginas, aleteaba la vida interior del hombre de oración, y el hombre sencillo, que sabía regalar una tarta con velas a su secretaria el día de su cumpleaños y tratar a un súbdito como un amigo de toda la vida.
Si hubiera que sintetizar la vida de Arrupe en una anécdota elegiría esta: Cuando daba catequesis de adultos en Japón, un viejo japonés le miraba sin pestañear sin que durante seis meses dijera nunca nada. Arrupe entonces se atrevió un día a preguntarle: "¿Qué opina usted de mis explicaciones?". El japonés respondió: "No puedo opinar porque no he oído nada. Soy sordo. Pero basta con mirarle a los ojos. Usted no miente. Lo que usted cree, eso creo yo".
Giulio Andreotti habló del "triunfo del padre Arrupe", refiriéndose a su muerte. "Si, porque los cristianos de Roma celebran la muerte de sus santos como el triunfo o ascensión a la gloria y lo que he vivido estos días desde la muerte del padre Arrupe me ha recordado tantas páginas maravillosas de la historia de Roma, desde sus mártires a sus santos, como la muerte de Gregorio Magno o de San Felipe Neri y su amigo fraterno, San Ignacio: por su participación popular, por la conciencia vivísima de estar ante un santo que ha dejado una estela para el futuro de la humanidad".
Durante la homilía de su funeral, que concelebraban 350 sacerdotes, el padre Kolvenbach, emocionado y vibrante, tejió los méritos del Magnificat del padre Arrupe. "Ni las incomprensiones, ni las críticas le doblegaron en su afán por la justicia, por el servicio a los pobres, especialmente cuando falsas interpretaciones originaron abusos de sus directrices. Nadie ha podido criticar jamás el esfuerzo generoso que animaba su empeño ¿A donde va la Compañía? le preguntaban, y Arrupe respondía con sencillez desarmante: 'A donde Dios la lleva'. Confianza absoluta, gozosa en el Señor, esperanza ante el Crucificado cargado con su cruz terrible, que le rompió el cuerpo, pero nunca su ánimo".
Mariano Ballester,SJ, que le ayudó en la logoterapia, ha desvelado que durante su enfermedad, cuando ya apenas hablaba, después de leerle algunos discursos de los que había pronunciado momento antes de la hora de dormir, le oyó decir con su débil media lengua: "Para el presente, "Amén"...; para el futuro "¡Aleluya!". Era la síntesis mística de toda una personalidad y de toda una vida, de un hombre de su tiempo y un hombre de Dios que es un paradigma para la acción. entre sus últimos proyectos estaban la atención a los refugiados y los drogadictos. Murió convencido de que la fe no puede entenderse sin un compromiso por la liberación de los últimos y marginados de este mundo injusto. El mejor homenaje a su figura es continuar trabajando por la justicia, la paz y el desarrollo de los pueblos más olvidados y oprimidos.


Pedro Miguel Lamet

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