domingo, 28 de agosto de 2011

El Mensaje del Domingo, por Gabriel Jaime Pérez, S.J., XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A - Agosto 28 de 2011


En aquel tiempo empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, que iba a ser ejecutado y que resucitaría al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: « ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y le dijo a Pedro: «Apártate de mí, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.» (Mateo 16, 21-27).

1.- Empezó a explicarles que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho (…), que iba a ser ejecutado y que resucitaría al tercer día
En el Evangelio del domingo pasado, inmediatamente después de la confesión de Pedro, quien inspirado por Dios había reconocido a Jesús como el Mesías -el Cristo-, Hijo de Dios, Jesús mismo les recomendaba a sus discípulos que no le dijeran esto a nadie por el momento, para contrarrestar los malentendidos de un falso mesianismo. En el pasaje de este domingo, Jesús les anuncia su pasión con el fin de mostrarles lo que implica para Él ser el Ungido por Dios, su Padre, a fin de realizar la salvación de la humanidad. Y al mismo discípulo a quien poco antes había llamado Pedro (Piedra) para indicar la misión que le encomendaría de ser el fundamento visible de su Iglesia, ahora lo llama Satanás (nombre hebreo que significa Adversario, Opositor, Enemigo, y es traducido al griego como Diábolos -en español “Diablo”-) porque su intención de disuadirlo de la pasión y muerte de cruz ya no era inspirada por Dios.
Ahora bien, Jesús no sólo anuncia que va a padecer y ser ejecutado (por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas: las autoridades religiosas que lo entregarían al gobernante romano para que ordenara su muerte de cruz),  sino también que resucitará al tercer día. De esta forma se refiere a su misterio pascual, que comprende tres momentos: (1) su pasión que culminará en la muerte de cruz, (2) su sepultura en el lugar de los muertos, y (3) su resurrección, que es el paso a la vida nueva de su humanidad glorificada.
Lo que nos enseña Jesús es que conocerlo a Él como verdaderamente es, implica reconocer el sentido de ese misterio pascual, porque quien pretenda un Jesús sin cruz, corre el peligro de quedarse con una cruz sin Jesús. Creer de verdad en Jesús es reconocerlo en su pasión, muerte y resurrección, con todo lo que esto significa. Y Él mismo nos lo dice:

2.- “Si alguno quiere ser mi discípulo, olvídese de sí, cargue con su cruz y sígame”
La primera exigencia de ser discípulo de Jesús es renunciar a toda forma de egoísmo y a todo apego o afecto desordenado, para orientar la vida en función de su voluntad, que es voluntad de amor en el servicio a los necesitados. Esta exigencia conlleva la segunda: cargar con la propia cruz, o sea asumir todo lo que implica esa orientación de servicio en términos de una disposición a dar la vida misma. Y la tercera exigencia es seguirlo: adherirse a Él identificarse con sus enseñanzas hasta las últimas consecuencias.
La cruz, que hoy es para nosotros la señal de nuestra identidad como seguidores de Jesús, era hace veinte siglos el patíbulo en el cual el imperio romano hacía morir a los esclavos y a quienes se sublevaban contra su poder. Jesús iba a ser condenado a este patíbulo como consecuencia de haberse puesto de parte y al servicio de los oprimidos, los marginados y excluidos, siendo así una persona incómoda para quienes explotaban a los demás en función de sus intereses egoístas.
El profeta Jeremías es presentado en la primera lectura (Jeremías 20, 7-9) como una prefiguración de Jesucristo. Unos seis siglos antes, aquel profeta había tenido que padecer por cumplir su misión de proclamar la palabra de Dios, que, como él mismo dice, lo había “seducido”. También nosotros, si queremos ser fieles a esta misma palabra, y más concretamente a la Palabra de Dios hecha carne que es nuestro Señor Jesucristo, tenemos que disponernos a todas las consecuencias que implica la decisión de ser sus discípulos.

3.- “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”
La vida eterna es el ideal supremo que debe orientar todas nuestras decisiones. Jesús nos propone revisar nuestras actitudes, de modo que no perdamos el sentido último de nuestra existencia. Otras traducciones dicen “si pierde su alma”, o “si se pierde a sí mismo”. Se trata, en definitiva, de aquello que constituye nuestro ser sustancial, en comparación con lo cual todo lo demás es secundario. ¡Cuántas personas, dejándose llevar por el afán de riquezas, de prestigio y de poder, pierden el sentido de su vida reduciéndola a lo caduco de este mundo y cerrándose así a la posibilidad de ser eternamente felices!
En la segunda lectura (Romanos 12, 1-2), san Pablo les escribe a los primeros cristianos de la comunidad  de Roma: “no se ajusten a este mundo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.  Este “discernir” significa distinguir lo que Dios quiere de lo que pretende el “mundo”, que en el lenguaje bíblico es todo cuanto se opone a la voluntad divina.  Y al final del Evangelio Jesús anuncia que “el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”.
Pidámosle entonces al Señor que nos disponga para el discernimiento espiritual, mediante el examen cotidiano de nuestra conciencia y de nuestra conducta, de modo que podamos ajustarla cada día más y mejor a lo que él quiere de nosotros para nuestra vida eterna, y procuremos estar preparados para el encuentro definitivo con Cristo resucitado después de nuestra existencia terrena, cumpliendo como Él la voluntad de Dios Padre, de modo que podamos lograr la verdadera felicidad desde ahora mismo y para siempre.

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