Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida: « ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!» Pedro le contestó: -«Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua. » Él le dijo: -«Ven. »
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: -«Señor, sálvame.» En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: « ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios.» (Mateo 14, 22-33).
Hoy la Palabra de Dios, que es Jesús mismo, nos invita a reflexionar sobre la forma en que Él nos hace reconocer su presencia en los momentos difíciles, capaz de calmar las tempestades que nos zarandean y evitar que nos hundamos en las aguas del pesimismo y la desesperanza. Meditemos en el mensaje que nos trae el Evangelio, teniendo en cuenta también las otras lecturas [1 Reyes 19, 9a.11-13a; Salmo 85 (84); Romanos 9, 1-5).
1.- Subió al monte a solas para orar
De nuevo el Evangelio nos muestra a Jesús orando a solas en el monte de Galilea, donde el sonido del silencio invita a la paz espiritual. Este monte es una colina que se levanta junto a la ciudad pesquera de Cafarnaúm y desde cuya cima se ve el lago de Genesaret, también llamado mar de Galilea o de Tiberíades.
En otro monte llamado Horeb -que es el mismo Sinaí- Dios se había hecho percibir no a través del ruido del huracán o del terremoto, ni del el ardor del fuego, sino mediante el susurro del aire que representa el aliento renovador de su Espíritu. Así lo experimentó el profeta Elías -como nos lo cuenta la primera lectura- cuando era perseguido a muerte por la reina idólatra Jezabel y reconoció en forma de brisa suave la presencia del verdadero Dios que “anuncia la paz” [Salmo 85 (84)].
También nosotros podemos experimentar la presencia alentadora de Dios si nos disponemos a que Él mismo nos salga al encuentro en el silencio interior, elevándonos por encima del ruido y de los trajines cotidianos, y dejando que su Espíritu llene nuestra vida como el aire puro que refresca y renueva la existencia.
2.- La barca iba sacudida por las olas porque el viento era contrario
La barca de Pedro, el pescador galileo, ha sido reconocida en la reflexión cristiana como símbolo de la Iglesia o comunidad de los creyentes en Jesucristo, zarandeada desde sus comienzos y a lo largo de su historia por las olas tormentosas de la persecución, las ideologías adversas a la fe, y en general todas las crisis que le toca soportar.
Hoy, en medio de las dificultades que padece la Iglesia de Cristo, amenazada por las olas del ateísmo y el secularismo, como también de la incomprensión, la indiferencia e incluso la animadversión de muchos que quisieran verla desaparecer, necesitamos renovar nuestra fe en quien la fundó y prometió que no la dejaría hundir.
Pero también a cada persona le toca afrontar momentos de oscuridad y de vientos contrarios en el transcurso de su existencia, y es en esas situaciones cuando es preciso experimentar reconocer espiritualmente la presencia salvadora de Jesucristo resucitado, significado anticipadamente en el relato del Evangelio.
3.- ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”
Esta frase de Jesús evoca las teofanías o manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento, cuando Él hacía sentir su presencia pronunciando el mismo nombre con el cual se reveló a Moisés (“Yahvé”, que en hebreo significa “Yo soy”). Esta revelación de Dios viene acompañada no pocas veces de la exhortación a no tener miedo y a confiar plenamente en su poder capaz de aplacar las tempestades espirituales que todo ser humano tiene que afrontar en su existencia.
El apóstol san Pablo, en su carta a los primeros cristianos de Roma -segunda lectura-, resalta la presencia de Dios que se hizo sentir en el pueblo de Israel de tantas formas, pero que iba a revelarse plenamente en el Mesías, nuestro Señor Jesucristo. Y en el Evangelio, Jesús mismo, cuyo nombre en hebreo quiere decir Yahvé salva o Yo soy el que actúa salvando, invita a sus discípulos a reconocer su presencia salvadora en medio de la tempestad.
También a nosotros, mientras vamos navegando a través del mar de este mundo hacia el puerto de la vida eterna, se nos manifiesta el Señor en medio de las dificultades que se nos presentan como olas amenazantes. Para reconocerlo y ser salvados por Él en estas situaciones, necesitamos la fe, aquella fe que muchas veces nos falta, como le faltó a Pedro, pero que Jesús mismo está dispuesto a concedernos si reconocemos nuestra debilidad y nuestra necesidad de salvación. Digámosle entonces, como Pedro: “Señor, sálvame”, y pidámosle que nos ilumine para que, al experimentar su acción salvadora, podamos exclamar como sus primeros discípulos después de la tempestad: “Realmente Tú eres el Hijo de Dios”.
En el trajín de la gran ciudad: transmilenio, medios de comunicación que nos saturan, preocupaciones personales, la dura realidad que a menuda nos abruma, cabe esta pregunta: ¿hundo la cabeza en la arena como el avestruz para evadir? ¿qué hago?
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