miércoles, 2 de noviembre de 2011

MIERCOLES 2 DE NOVIEMBRE


Lecturas
1.      Sabiduría 3: 1-9
2.      Salmo 61: 2-9
3.      Apocalipsis 21: 1-7
4.      Lucas 23: 44-53
Hacemos memoria con inmenso afecto y gratitud de todos nuestros familiares y amigos que ya han sido convocados a la plenitud de Dios, en este día en el que celebramos a TODOS LOS FIELES DIFUNTOS.
La hermana muerte, la única seguridad absoluta de la vida. Qué paradoja cuando lo legítimo es el deseo de vivir y de hacer que esta vitalidad perdure. Esto es lo más claro que tenemos como seres humanos, la búsqueda de la felicidad, la construcción del sentido, el cultivo de ideales, la realización en el amor, el disfrute de la existencia, la generación de afectos profundos, pero al mismo tiempo, la experiencia de la fragilidad, las diversas evidencias del sufrimiento, las incomprensibles consecuencias del mal, la enfermedad, y “esta señora muerte que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa”, como dice el verso de León de Greiff.
Cuántas veces nos ha llegado   esta realidad que estremece y toca sensibilidades tan íntimas de nuestro ser? Revisemos con cariño y ternura la lista de los nuestros que ya pasaron la frontera, padres, hermanos, amigos, hijos, compañeros de ideales, desfilan de modo interminable, cada uno-a con su historia propia, con su peculiaridad, con su honda resonancia en nosotros. En la presencia del Señor de la vida hagamos oración haciendo presente a cada persona que ya no tenemos en esta orilla de la realidad.
Y hagámoslo con esperanza, apropiándonos de las palabras del vidente apocalíptico: “Yo, Juan,ví un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Ví también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, edificada por Dios y arreglada como una novia que se ha adornado para recibir a su esposo” (Apocalipsis 21: 1-2).
De muchas maneras los humanos respondemos a este misterio de la muerte, muchos con el desencanto y el sentimiento trágico de la vida, sin perspectiva de sentido; otros haciendo lo posible por eludir y disimular lo inevitable; también los hay que desafían el imperativo de la finitud y se constituyen en pretendidos y vanidoso superhombres, algunos se refugian en alienaciones y fanatismos para compensar su incapacidad de encarar esta dramática realidad. Mucho se ha pensado, se ha escrito, se ha cavilado, es la eterna pregunta del ser humano que busca las más poderosas razones para vivir.
Desde la experiencia cristiana tenemos la certeza de que en Jesucristo se ha asumido toda nuestra condición mortal y precaria y se la ha redimensionado en la plenitud de Dios: “Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed, la daré a beber gratis del agua de la vida. El vencedor recibirá esta herencia, pues yo seré su Dios y él será mi hijo” (Apocalipsis 21: 6). Pero no nos planteemos esto como un “rollo”, de esos sabidos y repetidos de memoria, sin someterlos a la experiencia real y dramática de nuestros límites.
Corramos el riesgo de vivirlo, de sentirlo, de experimentarlo, de llorarlo, y de apasionarnos por buscar una claridad que sea definitiva. Siempre recuerdo con interés, y también con densidad espiritual, al maestro jesuita Carlos Bravo Lazcano, que en su curso de “Marco antropológico de la fe” nos ponía a analizar las situaciones límite del ser humano, esto con hondura filosófica y teológica, para luego derivar en el carácter razonable de la esperanza cristiana. A esto no se puede llegar ingenuamente.
Jesús lo vivió a tope, dramática y exigente consecuencia de la encarnación: “El sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por la mitad. Entonces Jesús lanzó un grito y dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y dicho esto, expiró” (Lucas 23: 45-46). En El, Dios tomó la decisión de asumir todas las implicaciones del ser humano, hasta la muerte y muerte de cruz. Y así lo tenemos , humillado y ofendido, viviendo “in extremis” esta dolorosa realidad.
Lo que no se asume no se salva, he oído decir muchas veces. Jesús afrontó este drama por la humanidad de todos los tiempos de la historia,y, al hacerlo, nos abrió a la perspectiva de una vida plena, definitiva, que tiene su consumación en Dios.
Y aquí los dejo, para que en este día nos acojamos a este Padre que jamás defrauda, con estas palabras del teólogo Jürgen Moltmann: “Así,pues, el modo como la teología cristiana habla acerca de Cristo no puede ser el modo propio de la razón griega o de los enunciados doctrinales basados en la experiencia, sino sólo el modo propio de proposiciones acerca de la esperanza y promesas para el futuro. Todos los predicados adjudicados a Cristo dicen no sólo quien fue y quien es, sino que implican afirmaciones de quien será y que hay que aguardar de El. Todos esos predicados afirman: “El es nuestra esperanza” (Colosenses 1:27)” (MOLTMANN,Jürgen. Teología de la esperanza.Eds. Sígueme.Salamanca,1999.Página 22).
Que la oración nuestra de hoy sea profundamente realista, y al mismo tiempo saturada de futuro: Dios.

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