martes, 25 de octubre de 2011

MARTES 25 DE OCTUBRE


Lecturas
1.      Romanos 8: 18-25
2.      Salmo 125: 1-6
3.      Lucas 13: 18-21
Con las parábolas Jesús utiliza una estrategia muy sencilla pero al mismo tiempo da gran claridad y contundencia para enseñar las realidades y la lógica del reino, valiéndose de recursos propios de la cotidianidad de sus oyentes, de la vida doméstica, del pastoreo, de la agricultura. La de hoy es una muy típica, la parábola del grano de mostaza y la levadura.
El reino de Dios “es como un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerto; creció, se convirtió en árbol y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas” (Lucas 13: 19), o “es como la levadura que una mujer toma y mete en tres medida de harina, hasta que fermenta todo” (Lucas 13: 21).
Con la primera figura tenemos la frondosidad del árbol que protege, da sombra y acoge, con la segunda la del fermento que es como la semilla de la abundancia, la generación de más y más vitalidad.
Qué preocupante resulta constatar que en muchos casos la interpretación del cristianismo y su aplicación práctica se queda en lo que podemos llamar “ideología católica o protestante”, reducida a moralismos, a doctrinas fríamente formuladas sin conexión con la vida, a normas y disciplinas, y a rituales desprovistos de pasión. Por contraste, Jesús, con su predicación del reino nos propone una realidad saturada de la vida de Dios y posibilitadora de la mayor esperanza de sentido para el ser humano.
Por qué se oscurece lo genuino de la fe cristiana?  No nos pongamos a hacer elucubraciones conceptuales para responder esta cuestión, más bien, hagámoslo en oración, haciendo un discernimiento sereno para detectar dónde está la distorsión y para verificar si ella está presente en nuestra vida espiritual. Consideremos que lo más probable es que esto se dé porque no hay experiencia de Dios, porque justamente no oramos ni estamos abiertos a leer la realidad en la clave del Espíritu.
Entonces en lugar de estar en lo esencial nos dedicamos a los conceptos , a las fórmulas y a las leyes. Con esto no estamos afirmando que estas realidades carezcan de valor, pero sí la estamos remitiendo a su justo lugar para que cumplan su función de medios y no  pierdan su sentido absolutizándolas. Esto es lo que les pasa a los grupos tradicionalistas y fundamentalistas en la Iglesia, se quedan adheridos a un determinado estilo, que pudo ser de relieve en su momento, pero luego con la llegada de nuevas sensibilidades culturales y de sentido, pierden su fuerza significativa.
Creo que todos conocemos el movimiento y la organización surgida en Francia unos años después del Concilio Vaticano II bajo el liderazgo del obispo Marcel Lefevbre, que se declararon en contra de las grandes definiciones de esa asamblea por considerarlas incompatibles con la verdad católica. Ellos se quedaron fijados en la mentalidad del Concilio de Trento (1545 a 1563), absolutizaron sus normas litúrgicas, sus interpretaciones teológicas, sus normas jurídicas y disciplinares, y se desfasaron 4 siglos y medio con respecto a las evoluciones de la cultura, de la teología y de la dinámica que Juan XXIII quiso imprimirle al catolicismo para entrar en diálogo con el mundo moderno.
A estos les pasó que se secaron en las leyes y se olvidaron del Espíritu. Este es la vitalidad de Dios, es el grano de mostaza que germina hasta hacerse abundante, generoso, saturado de Dios, fecundo, planteando una nueva manera de encontrarse con Dios, restaurando al ser humano caído, incluyendo a todos en este llamamiento, reconociendo a los condenados de la tierra, dando alternativas de sentido a la humanidad, superando las fronteras de lo normativo para ingresar en la lógica del mismísimo Dios que se involucra totalmente en nuestra historia, encarnándose para abrirnos a su plenitud.
La importancia no radica en los ropajes, en el modo de los ritos, en este o aquel estilo, está en la sustancia teologal y humana de Jesús, en la libertad y en el amor. Oremos hoy a partir de esta consideraciones y sintamos que aquí se nos llama a una aventura apasionante en la que la meta es Dios Padre a través de Jesús y de la humanidad. Este es el fermento de la nueva humanidad.
Dejémonos llevar por el Espíritu, que El siembre en nosotros la semilla del nuevo modo de ser del que es portador el Señor Jesús. Si le trabajamos a esto tengamos la seguridad de que estaremos abriendo puertas y ventanas para que entre con ímpetu el viento nuevo de Dios que nos sacude de tanto anquilosamiento y nos resucita.
La Iglesia tiene que hacerse creíble no por su perfección institucional sino por su dinamismo evangélico: este es el grano de mostaza, esta es la levadura que fermenta la novedad de Dios en nosotros.

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